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– Aquello no fue más que la desbordada imaginación del teniente Mallory. No le gustó que yo estuviera en el apartamento del señor Herschel y que le salvara la vida. Tenía que acusarme de algo.

Murray quiso saber qué estaba yo haciendo allí. Le conté mi historia preparada, la de que el tío Stefan era un hombre solitario y que no me había dejado caer por allí por casualidad.

– Y cuando le vi en el hospital…

– ¿¡Hablaste con él!? -el grito de Murray hizo vibrar los cristales del coche-. ¿Qué dijo? ¿Vas ahora hacia allí? ¿Le apuñaló Novick?

– No, no voy hacia allí ahora. No sé si Novick le apuñaló. La historia de la policía es que no fue más que un asalto domiciliario corriente. Como Novick trabaja con la Mafia, me cuesta trabajo creer que se dedique a asaltar casas, a menos que lo haga por su cuenta. No sé -le expliqué lo de la colección de plata y lo orgulloso que estaba el tío Stefan de enseñarla a la gente, junto con las tartas y el chocolate caliente-. Si cualquiera hubiese llamado a la puerta, habría pensado que no eran más que niños del vecindario y les habría dejado entrar. Puede que hubieran sido precisamente los niños del vecindario. Pobre hombre -tuve una inspiración-. Sabes, tendrías que hablar con su vecina, la señora Silverstein. Ella le veía mucho. Apuesto a que puede darte datos interesantes.

Murray tomó algunas notas.

– Sigo sin fiarme de ti, V. I. Es demasiado oportuno que estuvieses allí.

Me encogí de hombros y aparqué delante de la tintorería.

– Ésa es la historia. Tómala o déjala.

– ¿Hemos tenido que venir de esta manera enloquecida para que vayas a la tintorería? ¿Esa es tu emergencia? Mejor te pones a pensar cómo me llevas de vuelta al Loop.

– Algunas emergencias son más misteriosas que otras.

Cogí mi paquete de tela y me metí en la tiendecita. La sección de sastrería de la tienda era un revoltijo de viejos carretes de hilo, una Singer de principios de siglo y montones de retales y recortes. El dueño acurrucado con las piernas cruzadas sobre una silla en un rincón, inclinado sobre un montón de tejido marrón, podía pertenecer también perfectamente a 1900.

Aunque me echó una mirada de reojo, siguió cosiendo. Cuando terminó lo que estaba haciendo, dobló cuidadosamente la tela, la puso sobre una mesa abarrotada que había a su izquierda, y me miró.

– ¿Sí?

Hablaba con fuerte acento.

– ¿Podría hacerme una prenda sin patrón?

– Oh, sí, jovencita. Sin duda. Cuando yo era joven, corté para Marshall Field, para Charles Stevens. Fue antes de que naciera usted, cuando se hacían los trajes aquí mismo, en la tienda. Cortaba durante todo el día y cosía, sin patrones. ¿Qué es lo que usted quiere?

Le mostré mi dibujo y saqué la lana de su envoltorio marrón. Examinó el dibujo un instante y luego a mí.

– No será ningún problema, no.

– Y… ¿Podría estar para el lunes?

– ¿El lunes? Vaya, la jovencita tiene prisa -movió un brazo en dirección a los montones de tejido-. Mire todos esos pedidos. Ellos lo pensaron con tiempo. Trajeron sus encargos muchas semanas antes que usted. ¡El lunes, mi querida joven!

Me senté en un taburete y me puse a negociar. Finalmente, accedió hacerlo al doble de su tarifa normal, a pagar por adelantado.

– Cuarenta dólares. No puedo hacerlo por menos.

Traté de parecer incrédula, como si me estuviera tomando el pelo. Sólo la tela ya me había costado el doble. Al final saqué dos billetes de veinte de mi cartera. Me dijo que pasase el lunes por la tarde.

– Pero la próxima vez, venga sin tantas prisas.

Murray me había dejado una nota en el parabrisas, informándome de que había cogido un taxi al centro y que le debía dieciséis dólares. Tiré el papel a una papelera y me dirigí a Skokie.

Habían cambiado al tío Stefan a una habitación normal aquella tarde. Eso significaba que no tenía que pasar por toda la rutina con Metzinger y las enfermeras para verle. Pero el policía de la puerta también había sido relevado. Si los atacantes habían sido delincuentes comunes, no había ningún peligro, según la policía. Me mordí el labio. Atrapada por mi propia historia, maldita sea. A menos que les contase la verdad acerca de las falsificaciones y la Mafia, no iba a haber manera de convencer a la policía de que el tío Stefan necesitaba protección.

El anciano se quedó encantado al verme. Lotty había ido por la mañana, pero nadie más le hacía visitas. Saqué las fotografías y se las mostré. Asintió con calma.

– Como en Canción triste de Hill Street. ¿Reconozco a los malhechores de las fotos?

Escogió la foto de Novick del montón sin dudarlo.

– Oh, sí. Esta cara no es fácil de olvidar. Incluso aunque la fotografía no esté completamente clara, no tengo ninguna duda. Es el hombre del cuchillo.

Me quedé charlando un rato con él, dándole vueltas en la cabeza a las diversas posibilidades que había para protegerle. Si me limitaba a darle a la policía la foto de Novick… pero si Pasquale no quería soltarle, acabaría conmigo y con el tío Stefan sin el menor reparo ni dificultad.

Interrumpí abruptamente sus recuerdos de Fort Leavenworth.

– Perdóneme. No puedo dejarle aquí sin un guardia. Y así como yo puedo quedarme aquí hasta que se acabe la hora de visitas, es igual de fácil para cualquiera entrar y salir de un hospital. Si llamo a un servicio de vigilancia en el que confío y les hago venir aquí, ¿le diría usted al doctor Metzinger que ha sido idea suya? Podrá pensar que es un anciano paranoico, pero no le quitará al guardia como lo haría si se lo dijese yo.

El tío Stefan estaba dispuesto a ser un héroe y me discutió la idea hasta que le dije que los mismos canallas me perseguían a mí.

– Si me matan y usted está muerto, no habrá ser humano sobre la tierra que pueda ir a la policía y contarlo todo. Y nuestra agencia de detectives desaparecerá.

Al apelar a su caballerosidad, le convencí.

El servicio que yo utilizo se llama All Night-All Right (toda la noche y todo en orden). En cierto modo, sus empleados son tan chapuceros como su nombre.

Tres hermanos gigantescos y dos amigos suyos constituyen la totalidad del personal y sólo cogen los trabajos que les gustan. Nada de bodas en el North Shore, por ejemplo. Utilicé sus servicios una vez que tuve en mi poder un lote de valiosas monedas que tenía que devolver a un refugiado afgano.

Jim Streeter contestó al teléfono. Cuando le expliqué la situación, accedió a mandarme a alguien en un par de horas.

– Los chicos están haciendo una mudanza -uno de sus trabajos complementarios-. Cuando vuelvan, te mando a Tom.

El tío Stefan llamó obediente a la enfermera de noche y le explicó sus temores. Ella se sintió inclinada a reírse de ellos, pero yo murmuré unas palabras acerca de la seguridad del hospital y las demandas por negligencia, y dijo que se lo diría al «Doctor».

El tío Stefan asintió aprobadoramente.

– Es usted una joven muy fuerte. ¡Ay!, si la hubiera conocido hace treinta años, el FBI no me hubiera cogido nunca.

En la tienda de regalos del vestíbulo encontré un paquete de cartas y nos pusimos a jugar al gin hasta que apareció Tom Streeter a las ocho y media. Era un hombre grande, tranquilo y amable. Al verle me di cuenta de que había tapado un hueco. Al menos de momento.

Le di al tío Stefan un beso de buenas noches y me fui del hospital, mirando con cuidado por cada puerta antes de salir y mezclándome con un numeroso grupo familiar que se marchaba del edificio. Inspeccioné el coche antes de abrir la puerta. No parecía que nadie lo hubiese cargado de dinamita.

Al dirigirme a Edens, iba pensando que lo que más me confundía era la conexión entre O'Faolin y las falsificaciones. Contrata a Novick a través de Pasquale. ¿Cómo es que conoce a Pasquale? ¿Cómo puede haber conocido un arzobispo panameño a un mafioso de Chicago? El caso es que contrata a Novick para apartarme de las falsificaciones. ¿Pero por qué? La única relación que se me ocurría era su antigua amistad con Pelly. Pero eso convertía a Pelly en responsable de las falsificaciones y aquello tampoco tenía sentido. La respuesta tenía que estar en el convento y tendría que esperar a que pasase el domingo antes de poder descubrirlo.