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Dejamos el Filigree a las nueve y fuimos al cine. Llamé al hospital desde el cine para comprobar si el tío Stefan estaba bien. Todo bien. Hubiese deseado que alguien se preocupase lo bastante por mi seguridad como para contratar a unos fornidos guardaespaldas para que me protegiesen. Naturalmente, un curtido detective nunca se asusta. Así que lo que estaba sintiendo no podía ser miedo. Quizá fuese excitación nerviosa por los placeres que se me avecinaban. De todos modos, cuando Roger me preguntó dudando si quería irme con él al Hancock, le contesté que sí sin vacilar.

A la mañana siguiente, el Herald Star y el Tribune recogían la historia de Wood-Sage en sus suplementos dominicales de negocios. Ninguna persona de la directiva de Ajax estaba disponible para hacer comentario alguno. Pat Kollar, el analista financiero del Herald Star, explicaba por qué alguien podría querer comprar una compañía de seguros. No había mucho más que decir acerca de Wood-Sage.

Roger leyó los periódicos de mal humor. Se marchó a las dos para ir a recibir a su socio al avión.

– Él tendrá el Financial Times y el Guardian y yo compraré el New York Times de camino. De ese modo nos espabilaremos como es debido rodeados de malas noticias… ¿Quieres quedarte para conocerlo?

Negué con la cabeza. Godfrey Anstey dormiría en la cama auxiliar del apartamento. Dos son compañía, pero tres son una molestia.

Cuando Roger se fue, me quedé unos minutos más para llamar a mi servicio de contestador. Phyllis Lording había llamado unas cuantas veces alrededor de las doce. Algo sorprendida, marqué el número de su apartamento de la calle Chestnut.

La aguda voz de Phyllis me pareció más agitada de lo normal.

– Oh, hola, Vic, ¿eres tú? ¿No tendrás por casualidad un rato libre esta tarde?

– ¿Qué ocurre?

Soltó una risa nerviosa.

– Puede que no sea nada. Pero es difícil explicarlo por teléfono.

Me encogí de hombros y accedí a ir a verla. Cuando la vi en la puerta, me pareció más delgada que nunca. Su pelo castaño estaba retirado de la cara de forma descuidada, prendido con horquillas. El cuello de cisne parecía tristemente esbelto entre aquella masa de pelo y los delicados rasgos de su cara destacaban con agudeza. Con una camisa demasiado grande y vaqueros ceñidos, parecía sumamente frágil.

Me condujo al salón, donde los periódicos del día estaban desparramados por el suelo. Al igual que Agnes, era una fumadora empedernida y flotaba en el aire una bruma azulada. Estornudé sin querer.

Me ofreció un café de una cafetera eléctrica que estaba en el suelo, junto al repleto cenicero. Cuando vi lo fuerte que estaba, pedí un poco de leche.

– Puedes mirar en la nevera -dijo titubeando, pero creo que no tengo.

El enorme refrigerador no contenía nada más que unas cuantas salsas y una botella de cerveza. Volví al salón.

– ¡Phyllis! ¿Qué comes últimamente?

Encendió un cigarrillo.

– No tengo hambre, Vic. Al principio intentaba hacerme comidas, pero me ponía enferma si comía algo. Ahora ya no tengo hambre.

Me acerqué a ella por el suelo y le puse una mano sobre el brazo.

– Eso no es bueno, Phyl. No es modo de recordar a Agnes.

Parpadeó unas cuantas veces entre el humo.

– Me siento tan sola, Vic. Agnes y yo no teníamos muchos amigos en común. La gente que conozco es toda de la universidad y sus amigos eran brokers e inversores. Su familia no me habla… -la voz se le quebró y hundió sus delgados hombros.

– A la hermana pequeña de Agnes le gustaría mucho hablar contigo. ¿Por qué no la llamas? Tiene veinte años menos que Agnes y no la conocía muy bien, pero la quería y admiraba. Es demasiado joven como para telefonearte sin sentir vergüenza por el modo en que te trató su madre.

No dijo nada durante unos minutos. Luego me mostró su intensa sonrisa y asintió.

– Muy bien. La llamaré.

Volvió a asentir.

– Lo intentaré, Vic.

Hablamos un rato acerca de sus cursos. Pregunté si no habría alguien que pudiera hacerse cargo de ellos para que se fuese a pasar unos días al sur a tomar un poco de sol; me dijo que lo pensaría. Después de un rato, abordó la razón por la que me había llamado.

– Agnes y yo compartíamos una suscripción al New York Times -sonrió tristemente y encendió otro cigarrillo: el quinto desde que llegara cuarenta minutos antes-. Siempre iba derecha a la sección de negocios mientras que yo cogía la de libros. Ella… me hacía rabiar acerca de eso. No tengo mucho sentido del humor y Agnes sí, y siempre me acababa sacando un poco de quicio… Desde que murió, yo… yo… -se mordió el labio y miró a otra parte, intentando esconder las lágrimas que asomaban por las comisuras de los ojos-. Empecé a leer la sección de negocios. Es… es un modo de sentirme aún en contacto con ella.

La última frase le salió en un susurro y tuve que esforzarme para oírla.

– No me parece ninguna tontería, Phyl. Tengo la sensación de que si hubieses sido tú la que hubieses muerto, Agnes se habría enfadado con Proust con la misma sensación.

Se volvió a mirarme de nuevo.

– Tú estabas más cercana a Agnes que yo en algunos sentidos. Tú y ella os parecíais mucho. Es gracioso. Yo la amaba con locura, pero no la entendía muy bien… Estaba siempre un poco celosa de ti porque tú la entendías.

Asentí.

– Agnes y yo habíamos sido amigas durante mucho tiempo. Hubo épocas en que yo me sentí celosa de tu proximidad a ella.

Dejó el cigarrillo y pareció relajarse; sus hombros volvieron a su posición normal.

– Es muy generoso por tu parte, Vic, gracias… El caso es que en el New York Times de esta mañana he visto una historia acerca de la adquisición fraudulenta de Ajax. Ya sabes, la gran compañía de seguros que está en el centro.

– Ya sé. Agnes estaba investigándola antes de morir y yo también ando metida por medio.

– Alicia Vargas, la secretaria de Agnes, me mandó todos sus papeles personales. Cosas en las que escribía notas, cualquier cosa que estuviese escrita a mano y no tuviese relación con la compañía. Los he revisado todos. Sobre todo su último cuaderno de notas. Los guardaba todos, como Jonathan Edwards… o Proust.

Se levantó y se acercó a la mesa baja, sobre la que vi unos cuantos cuadernos de espiral entre montones de Harper's y The New York Review of Books. Había supuesto que pertenecerían a Phyllis.

Cogió el de encima, lo hojeó rápidamente y me lo tendió abierto para mostrarme una página. La desparramada escritura de Agnes era difícil de leer. Había escrito «1 / 12» seguido por «R.F. Ajax». Eso no era muy difícil. Había hablado con Roger Ferrant acerca de Ajax el doce de enero. Otras cuantas anotaciones críticas referentes al parecer a diversas cosas en las que estaba pensando o en las que trabajaba. Una era una nota acerca de una lectura de poesía de Phyllis, por ejemplo. Luego, en el dieciocho, el día en que murió, había subrayado con fuerza: «doce millones de dólares, C-C para Wood-Sage».

Phyllis me miraba muy fija.

– Ya ves, no sabía qué quería decir Wood-Sage. Pero después de leer el periódico esta mañana… Y C-C… Agnes me habló de Corpus Christi. No puedo evitar el pensar…

– Nadie podría. ¿Dónde diablos consiguió esta información?

Phyllis se encogió de hombros.

– Conocía a muchos brokers y abogados.

– ¿Puedo usar tu teléfono? -dije de repente.

Me condujo hasta una réplica de un teléfono antiguo de porcelana y dorados. Marqué el número de los Paciorek. Contesto Bárbara. Se alegró de hablar conmigo; le encantaría hablar con Phyllis; sí, su madre estaba en casa. Se puso unos minutos más tarde para decirme muy confusa que su madre se negaba a hablar conmigo.

– Dile que la he llamado sólo para decirle que el hecho de que Corpus Christi sea el dueño de Wood-Sage saldrá en el Herald Star la semana que viene.