Dejé a Catherine y al allanamiento a mi vivienda a un lado. Ahora que lo pensaba de nuevo, podría arreglármelas. Puse la túnica en una bolsa de papel junto con el resto de mi disfraz, rescatando las diversas prendas del jaleo de mi habitación.
Mi sobaquera estaba metida debajo de los cajones del armario. Me llevó más de media hora encontrarla. Miré nerviosa el reloj, no muy segura de qué hora tendría de tope, pero temiéndome que me quedase muy poco tiempo. Tuve aún que detenerme a comprar unas cuantas balas, pero aquel retraso era esencial. No iba a ir ni al baño desarmada mientras todo aquel jaleo no se aclarase.
Capítulo 22. El fraile vagabundo
En una tienda de Lincolnwood me vendieron tres docenas de balas por veinticinco dólares. A pesar de lo que puedan pensar las personas que están en contra de las pistolas, matar gente no es barato. No sólo no es barato, sino que hace perder tiempo. Eran casi las tres. No iba a tener tiempo de comer si quería llegar en el momento oportuno al convento. Me detuve en una tienda de comestibles y compré una manzana que me comí mientras conducía.
Un brillante sol invernal se reflejaba contra la nieve, rompiéndose en diamantes de colores vivos y cegadores. Me acordé de repente de que tenía las gafas de sol en un cajón de la cómoda de mi antiguo apartamento. Sin duda, debían estar convertidas en un amasijo de plástico. Me protegí los ojos como pude con la visera y la mano izquierda.
Cuando llegué a Melrose Park, recorrí las calles en busca de un aparcamiento. Me paré a un lado, me quité la cazadora y me puse la túnica de lana blanca sobre los vaqueros y la camisa. El cinturón de cuero negro me ceñía la túnica por el centro. Enganché el rosario al lado derecho del cinturón. No era un disfraz muy auténtico, pero en la penumbra esperaba pasar por un fraile dominico.
Cuando llegué al convento y aparqué detrás del edificio principal ya eran casi las cuatro y media, la hora de la misa y los rezos vespertinos. Esperé hasta las cuatro treinta y cinco y entré en el vestíbulo principal.
El joven ascético estaba sentado haciendo algún trabajo devoto. Me echó un ligero vistazo. Cuando me dirigí a las escaleras en lugar de ir a la iglesia, me dijo:
– Llega tarde a las vísperas, hermano -pero siguió leyendo.
El corazón me daba saltos cuando llegué al amplio descansillo donde la escalera de mármol giraba hacia la zona privada del convento. Era una zona de clausura y no estaba abierta al público, ni femenino ni masculino.
No pude evitar una sensación de temor, como si estuviese cometiendo un sacrilegio.
Esperaba encontrarme un corredor largo y abierto, como en un hospital del siglo XIX. Pero llegué a un pasillo tranquilo con puertas que daban a él, como en un hotel. Las puertas estaban cerradas, pero no con llave. Junto a cada una, facilitándome infinitamente la tarea, había pequeñas placas con el nombre de los frailes impreso con letra clara. Tenían una habitación propia.
Miré uno por uno hasta que llegué a una que no tenía nombre. Precavida, llamé a la puerta y luego la abrí. No contenía más que una cama vacía y un crucifijo. Al final del pasillo llegué a otra puerta sin nombre que abrí a su vez. Era el cuartel general temporal de O'Faolin.
Además de la cama y el crucifijo la habitación contenía una pequeña cómoda y una mesita con un cajón en medio. El pasaporte panameño de O'Faolin y su billete de avión estaban en el cajón. Se marchaba el miércoles en el vuelo de Alitalia de las diez de la noche. Cuarenta y ocho horas… ¿para qué?
La cómoda estaba llena de hermosas ropas, camisas bien cortadas y una colección de calcetines de seda. La pobreza vaticana no obligaba a sus empleados a vivir en la miseria.
Finalmente, debajo de la cama encontré un maletín cerrado con llave. Eché de menos mis ganzúas. Utilizando el cañón de la Smith & Wesson, rompí las cerraduras. Detesto hacer cosas tan zafias, pero andaba mal de tiempo.
El maletín estaba lleno de papeles, la mayoría en italiano y alguno en español. Miré el reloj. Las cinco. Treinta minutos más. Hojeé los papeles. Varios con el sello vaticano -las llaves del reino- hablaban del viaje de O'Faolin para recaudar fondos por los Estados Unidos. Pero el nombre de Ajax me llamó la atención y miré despacio los papeles hasta que encontré tres o cuatro que se referían concretamente a la compañía de seguros. No leo en italiano tan rápidamente como lo hago en inglés, pero aquellos parecían documentos técnicos de una empresa financiera, detallando los bienes, las deudas pendientes, el número de acciones ordinarias y los nombres y fechas de caducidad de los contratos de la actual directiva.
El documento más interesante de la colección estaba grapado a la primera página del informe anual de 1983 de Ajax. Era una carta, en español, dirigida a O'Faolin por alguien llamado Raúl Díaz Figueredo. El encabezamiento, adornado con un complicado anagrama, y el nombre de Figueredo como Presidente, era el de la Compañía ítalo-Panameña de Export-Import. El español se parece lo bastante al italiano como para que pudiera entender lo esenciaclass="underline" tras haber revisado unas cuantas instituciones financieras estadounidenses, Figueredo deseaba llamar la atención de O'Faolin acerca de Ajax. El objeto -¿objetivo?- más fácil para un plan de adquisición. Los bienes del Banco Ambrosiano residían alegremente -no, a salvo- en bancos panameños y en las Bahamas. Para que esos bienes fuesen -¿fecundos? No, productivos- como Su Excelencia sabiamente pretende, deben ser utilizados en obras públicas.
Me senté en los talones y miré gravemente el documento. Allí estaba la prueba de lo que se escondía tras el intento de adquisición de Ajax. ¿Y la conexión entre Wood-Sage y Corpus Christi? Miré nerviosa al reloj. Ya tendría tiempo de repasar todo aquello más tarde. Desprendí la carta, la doblé y me la metí en el bolsillo, bajo la túnica. Ordené los papeles lo mejor que pude, los volví a meter en el maletín y metí el maletín bajo la cama.
El pasillo seguía desierto. Tenía que hacer otra parada. A juzgar por la carta de Figueredo merecía la pena correr el riesgo de que me atrapasen.
La habitación del padre Pelly estaba al otro extremo del pasillo, junto a las escaleras. Tendí la oreja. No se oían voces abajo. El servicio debía seguir su marcha. Abrí la puerta.
Tan espartana como la otra, la habitación de Pelly tenía sin embargo el sello del lugar que lleva mucho tiempo habitado por la misma persona. Varias fotografías familiares sobre la mesilla y una estantería llena de libros.
Encontré lo que buscaba en el cajón de abajo de la cómoda. Una lista de los miembros de Corpus Christi en Chicago con sus direcciones y números de teléfono. La repasé rápidamente, sin dejar de escuchar posibles ruidos de voces. Si ocurría lo peor, podría salir por la ventana. Era estrecha, pero estaba sólo en el segundo piso y me pareció que cabría por ella.
Cecilia Paciorek Gleason estaba en la lista, y Catherine Paciorek, naturalmente. Y cerca del final de la lista, Rosa Vignelli. Don Pasquale no era miembro. El tipo tenía bastante con una sociedad secreta, supuse.
Al meter la lista en el cajón y levantarme para marcharme, oí voces en el pasillo y una mano en la puerta. Era demasiado tarde para tratar de salir por la ventana. Miré a mi alrededor desesperada y me metí debajo de la cama. El rosario hizo un ligero ruido cuando tiré del hábito.
Me latía el corazón tan deprisa que mi cuerpo vibraba. Hice unas respiraciones profundas y silenciosas intentando dominar el temblor. Aparecieron unos zapatos negros junto a mi ojo izquierdo. Luego, Pelly se los quitó y se tumbó en la cama. El colchón y los muelles eran viejos y no estaban muy en forma. Los muelles cedieron bajo su peso y casi me dan en la nariz. Estuvimos así durante un buen cuarto de hora; yo conteniendo los estornudos que me provocaba el acero frío y Pelly respirando tranquilamente. Llamaron a la puerta. Pelly se sentó.