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– Adelante.

– Gus, alguien ha entrado en mi habitación y ha forzado mi maletín.

O'Faolin. Reconocería su voz durante el resto de mi vida. Silencio. Luego, Pelly dijo:

– ¿Cuándo lo habías visto por última vez?

– Esta mañana. Necesitaba escribir una carta y la dirección estaba allí. Es difícil de creer que uno de vuestros hermanos haya hecho una cosa así. ¿Entonces quién? No puede haber sido Warshawski.

Desde luego que no.

Pelly le contestó ásperamente si le faltaba algo.

– Que yo sepa no. Y no había nada que demostrase nada… Excepto la carta que Figueredo me escribió.

– Si lo forzó Warshawski… -comenzó a decir Pelly.

– Si lo forzó Warshawski, no tiene mucha importancia -interrumpió O'Faolin-. Va a dejar de ser un problema después de esta noche. Pero si antes le enseña la carta a alguien, voy a tener que empezar todo de nuevo. No debí haber dejado nunca que manejases este asunto. Falsificar aquellas acciones fue una idea demencial, y ahora… -se interrumpió-. No sirve de nada lamentarse. Vamos a ver si falta la carta.

Se dio la vuelta bruscamente y se marchó. Pelly se puso los zapatos y se fue tras él. Me levanté rápidamente. Me eché la capucha sobre la cara y abrí la puerta para ver cómo Pelly desaparecía en el interior de la habitación de O'Faolin. Luego, tratando de conservar la calma, bajé por las escaleras con la barbilla pegada al pecho. Un par de hermanos me saludaron por el camino y mascullé una respuesta. Abajo, Carroll me dijo buenas noches. Yo murmuré algo y me fui por la puerta delantera. Carroll dijo ásperamente:

– ¡Hermano! -y luego a otra persona-: ¿Quién es ése? No le reconozco.

En el exterior me arranqué el hábito y corrí hacia la parte trasera del edificio, puse en marcha el Toyota y salí a toda prisa por el camino de entrada hasta llegar a Melrose Park. Allí me deshice del hábito en una tintorería, diciéndoles que era de Augustine Pelly.

En el coche me quedé riéndome durante unos minutos y luego pensé más en serio en lo que había encontrado y en lo que significaba. La carta de Figueredo parecía implicar que querían comprar Ajax para blanquear el dinero del Banco Ambrosiano. Extraño. O quizá no. Un banco o una compañía de seguros resulta una cobertura muy respetable para poner dinero dudoso en circulación. Si puedes hacerlo de modo que la multitud de auditores no se dé cuenta… Pensé en Michael Sindona y el Franklin National Bank. Hubo gente que pensó que el Vaticano estaba mezclado en aquello. Con el Banco Ambrosiano la conexión estaba documentada, aunque no comprendida: el Vaticano era en parte propietario de las sucursales panameñas del Ambrosiano. Así que ¿por qué iba a ser raro que la cabeza del comité financiero del Vaticano se interesase en las disposiciones del capital del Ambrosiano?

O'Faolin era un viejo amigo de Kitty Paciorek. La gran fortuna de la señora Paciorek estaba unida a Corpus Christi. Ergo… Me esperaba dentro de un par de horas. Yo tenía ciertas pruebas, pruebas que ella deseaba desesperadamente, lo bastante como para mandar a alguien a que las buscase en el Bellerophon. Pero, ¿la unía eso a ella a la conexión entre Wood-Sage y Corpus Christi lo suficiente como para hacerla hablar? Lo dudaba.

El pensar en la señora Paciorek me recordó el último comentario de O'Faolin: después de aquella noche, yo dejaría de ser un problema. Las náuseas, que parecían ser un huésped cada vez más estable, volvieron a mi estómago. Podía haber querido decir que se habrían hecho con Ajax aquella noche. Pero no lo creía así. Me parecía más probable que Walter Novick estuviera esperándome en Lake Forest. Presumiblemente, la señora Paciorek no tendría escrúpulos en hacerle semejante favor a un viejo amigo, aunque seguramente no querría que me matasen mientras Bárbara y su marido estuvieran mirando. ¿Qué intentaría? ¿Una emboscada en los terrenos de su casa?

Entre Melrose y Elmwood Park, North Avenue forma una tira continuada de restaurantes de comida rápida, fábricas, establecimientos de coches usados y pequeños y baratos centros comerciales. Escogí uno de éstos al azar y encontré un teléfono público. Contestó la señora Paciorek. Usando el acento nasal de la zona sur, pregunté por Bárbara. Iba a pasar la noche en casa de unos amigos, dijo la señora Paciorek, preguntando con su aguda voz quién la llamaba. «Lucy van Pelt», contesté, y colgué el teléfono. No se me ocurría el modo de averiguar si el doctor y el servicio estaban en casa.

En una tienda Jewel/Osco tenían una fotocopiadora, que me proporcionó una grasienta copia gris de la carta de Figueredo a O'Faolin. Compré un paquete de sobres baratos y un sello en una máquina expendedora y envíe el original a mi oficina. Pensé durante un minuto y luego escribí una nota a Murray en uno de los sobres, diciéndole que buscase en el correo de mi oficina si me encontraban en el puerto de Chicago flotando. Doblado en tres, entraba en otro sobre que le envié al Herald Star. Por lo que se refería a Lotty y a Roger, lo que quería decirles era demasiado complicado como para que cupiese en un sobre.

Ya eran cerca de las siete, demasiado tarde como para cenar sentada como es debido. La manzana que me comí a las tres había sido la única comida desde el desayuno, sin embargo, y necesitaba algo más para enfrentarme a una posible lucha con la señora Paciorek. Me compré una barra Hershey grande con almendras en Jewel y me detuve en Wendy para comprarme un taco mejicano de ensalada. No es lo ideal para ir comiendo en un coche en marcha. Me di cuenta cuando me uní al tráfico que discurría por la autopista y la ensalada se me escurrió por la pechera de la camisa. Si la señora Paciorek planeaba echarme encima a los pastores alemanes, averiguarían dónde estaba por el olor a chile.

Al salir por Half Day Road, me puse a repasar mentalmente lo que conocía de la propiedad de los Paciorek. Si intentaban una emboscada, la tenderían en la puerta delantera o en la entrada del garaje. En la parte trasera de la casa quedaban los restos de un bosque. Agnes y yo nos habíamos llevado allí a veces algunos sándwiches para comérnoslos sentadas sobre los troncos junto a un arroyo que desembocaba en el lago Michigan.

La propiedad se terminaba a una media milla más o menos por detrás de la casa en un acantilado que dominaba el lago. En verano, a plena luz del día, hubiese sido posible trepar por el acantilado, pero no en una noche de invierno con las olas rugiendo debajo. Tendría que llegar a la casa por un lado, a través de las parcelas vecinas, y esperar que ocurriese lo mejor.

Dejé el Toyota en una calle lateral junto a Arbor Road. Lake Forest estaba a oscuras. No había faroles y yo no llevaba linterna. Afortunadamente, la noche era relativamente clara; una tormenta de nieve hubiese hecho imposible la tarea.

Encorvándome dentro de mi cazadora, caminé en silencio hasta más allá de la casa de la esquina. Una vez en el patio, la nieve sofocaba el ruido de mis pies; también hacía difícil el caminar. Cuando llegué a la valla que separaba el patio del de sus vecinos, un perro empezó a ladrar a mi izquierda. En seguida fue como si todos los perros del vecindario estuviesen ladrándome. Me subí a la valla y me dirigí hacia el este, alejándome de los ladridos y esperando haber llegado lo bastante lejos como para poder llegar a la casa de los Paciorek desde atrás.

La tercera parcela era semejante en tamaño a la de los Paciorek. Mientras me introducía en la zona de bosque los perros dejaron de ladrar al fin. Se oía el sordo bramido del lago Michigan frente a mí. El furioso y regular batido de las olas contra el acantilado me hizo estremecerme con un frío más intenso que el que sentía en las orejas y los dedos de los pies helados.