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Totalmente desorientada en la oscuridad, seguí, tropezando con los árboles, chocando contra troncos podridos y cayendo en agujeros inesperados. De pronto resbalé y caí de culo sobre unos trozos de hielo. Tras enderezarme y volverme a caer, me di cuenta de que debía estar en el arroyo. Si caminaba alejándome del rugir del lago, debería, con suerte, llegar a la casa de los Paciorek.

Pasados unos minutos había conseguido salir de entre los árboles. La casa se cernía como un agujero aún más negro en la oscuridad ante mí. Agnes y yo solíamos entrar por la cocina, que estaba en el extremo de la izquierda junto con las habitaciones del servicio. No se veían luces por allí en aquel momento. Si los sirvientes estaban en casa, no daban signos de vida. Frente a mí había unas puerta-ventanas que conducían al invernadero-biblioteca-sala del órgano.

Tenía los dedos tiesos de frío. Me llevó unos minutos agonizantes desabotonarme la cazadora y quitármela. La sujeté contra el cristal junto al pestillo de la ventana. Con la mano entumecida, saqué la Smith & Wesson con torpeza de su funda y golpeé sobre la cazadora ligera pero firmemente con la culata, sintiendo cómo el cristal cedía. Esperé un minuto. No se oyeron alarmas. Conteniendo el aliento, quité poco a poco los cristales del marco, metí un brazo por la abertura y abrí la ventana.

Dentro de la casa encontré un radiador. Me quité las botas y los guantes y recalenté mis extremidades congeladas. Me comí el resto de la barra Hershey. Miré bizqueando los números fosforescentes del reloj: las nueve pasadas. La señora Paciorek debía estar impacientándose.

Tras un cuarto de hora me sentí mejor y me dispuse a ir a ver a mi anfitriona. Volver a ponerme las botas húmedas en los pies fue de lo más desagradable, pero el frío me reavivó la mente, algo entumecida por la excursión y el calorcillo.

Una vez fuera del invernadero vi luces que provenían de la parte delantera de la casa. Las seguí a través de largos pasillos de mármol hasta que llegué a la habitación familiar donde había hablado con la señora Paciorek el fin de semana anterior. Como esperaba, ella estaba allí sentada ante el fuego, con la labor sobre el regazo pero con las manos inmóviles. De pie en una esquina del pasillo, la miré. Su hermoso rostro airado estaba tenso. Esperaba el sonido que confirmara que me habían matado.

Capítulo 23. Fiesta en Lake Forest

Yo llevaba la Smith & Wesson en una mano, pero ella estaba sola. Volví a poner la pistola en su funda y entré en la habitación.

– Buenas tardes, Catherine. Parece que ninguno de los sirvientes está en casa, así que he entrado sola.

Me miró y frunció el ceño. Durante un momento me pareció que le estaba dando un ataque. Luego se recobró y recuperó la voz.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

Me senté frente a ella junto al fuego.

– Me invitaste, ¿recuerdas? Intenté estar aquí a las ocho, pero me perdí en la oscuridad. Siento llegar tan tarde.

– ¿Quién…? ¿Cómo…? -se interrumpió y miró con suspicacia hacia el pasillo.

– Deja que te ayude -le dije amablemente-. Quieres saber cómo he esquivado a Walter Novick…, o a quién tengas apostado en la parte delantera esperándome, ¿verdad?

– No sé de qué estás hablando -dijo con orgullo.

– ¡Entonces salgamos y vayamos a verlo! -Me puse en pie.

Colocándome detrás de ella, la agarré por debajo de los brazos y la levanté. No era mucho más pesada que yo y no sabía luchar. Intentó desasirse pero no estábamos en igualdad de fuerzas. La fui empujando hasta la puerta principal.

– Bien. Ahora vas a llamar al que esté ahí fuera y le vas a decir que entre. Tengo en la mano derecha mi Smith & Wesson, que está cargada y lista para disparar.

Abrió la puerta furiosa. Lanzándome una mirada llena de odio, caminó hacia el estrecho porche. Dos figuras salieron de las sombras junto al camino de entrada y se aproximaron a ella.

– ¡Váyanse! -chilló-. Ha entrado por la parte de atrás.

Los dos hombres se quedaron inmóviles un instante. Apunté con la pistola al que estaba más cerca de mi mano derecha.

– Dejen caer las armas -grité-. Dejen caer las armas y acérquense a la luz.

Al oír mi voz los dos nos dispararon. Empujé a la señora Paciorek hacia la nieve y abrí fuego. El hombre que estaba a la derecha vaciló, tropezó y cayó en la nieve. El otro salió huyendo. Oí el portazo de la puerta de un coche y el sonido de los neumáticos derrapando.

– Será mejor que vengas conmigo, Catherine, para que veamos lo que le ha pasado. No me fío de ti aquí sola con un teléfono.

No dijo nada mientras la empujaba, calzada con zapatillas, por la nieve. Cuando llegamos a la figura yaciente, ésta apuntó su pistola hacia nosotras.

– ¡No vuelva a disparar, so lunático! -grité-. ¡Va a darle a su jefa!

Como vi que no soltaba el arma, dejé a la señora Paciorek y caí sobre su brazo. La pistola cayó, pero la bala cruzó inofensiva la oscuridad. Di una patada al arma y me arrodillé para echarle un vistazo.

A la luz de las lámparas que marcaban el camino de entrada, distinguí la pesada línea de su mandíbula eslava.

– ¡Walter Novick! -silbé. No podía mantener la voz tranquila-. No hacemos más que encontrarnos continuamente en lugares oscuros.

Por lo que pude ver, le había dado en la pierna derecha, encima de la rodilla. La herida debía ser lo bastante grave como para impedirle moverse, pero él era fuerte y estaba asustado. Intentó alejarse de mí arrastrándose por la nieve. Le agarré del brazo derecho y se lo retorcí detrás de la espalda.

La señora Paciorek se dio la vuelta y se encaminó a la puerta delantera.

– ¡Catherine! -chillé-. Será mejor que llames a una ambulancia para que vengan a buscar a tu amigo. No creo que O'Faolin pueda conseguir refuerzos que vengan aquí a tiempo para matarme si le llamas a él primero, en cualquier caso.

Debió oírme, pero no dio ningún signo de haberlo hecho. Unos segundos más tarde, la puerta principal se cerró de golpe tras ella. Novick juraba en voz muy alta pero con poca imaginación, voz algo sofocada por el alambre que mantenía en su sitio su mandíbula. No quería dejarle solo, pero tampoco que la señora Paciorek pidiese ayuda. Agarrando al herido por debajo de los brazos, empecé a arrastrarle hacia la casa. Gritaba de dolor cada vez que su pierna herida golpeaba el suelo.

Le solté y me arrodillé junto a él de nuevo, esta vez mirándole a la cara.

– Tenemos que hablar, Walter -jadeé-. No te voy a dejar aquí para darte la oportunidad de llegar a la carretera y que tu compinche te recoja. No es que sea probable; debe andar ya por el condado de DuPage.

Intentó golpearme, pero el frío y la pérdida de sangre le habían debilitado mucho. El golpe aterrizó sin consecuencias en mi hombro.

– Se acabaron tus días de trabajo, Walter. Aunque te arreglen la pierna, vas a pasar una temporada muy, muy larga en Joliet. Así que vamos a hablar. Cuando te falten las palabras, te ayudaré.

– No tengo nada que decir -masculló a duras penas-. Nunca me han… me han acusado de nada. No van… a hacerlo ahora.

– Te equivocas, Walter. Stefan Herschel va a ser tu perdición. Estás acabado. No le mataste. Está vivo. Ya ha identificado tu fotografía.

Consiguió encogerse de hombros.

– Mis… mis amigos… demostrarán que se equivoca.

La furia, unida a la fatiga, a las acusaciones de Lotty, al intento de dejarme ciega, se me vino encima de pronto. Le sacudí lo bastante como para mover su pierna herida y me alegré al oírle gritar.

– ¡Tus amigos! -le grité-. Quieres decir don Pasquale. El don no te envió aquí, ¿verdad? ¿Verdad?