Выбрать главу

Como Novick no decía nada, le agarré de los hombros y empecé a arrastrarle otra vez hacia la casa.

– ¡Para! -chilló-. No, no. No fue el don. Fue… otra persona.

Me incliné sobre él en la nieve.

– ¿Quién, Novick?

– No lo sé.

Le agarré de las axilas.

– ¡Vale! -gritó-. Déjame. No sé cómo se llama. Es alguien que me llamó.

– ¿Le has visto alguna vez en persona?

Le vi asentir débilmente a la tenue luz de los faroles. Un hombre de mediana edad. Le había visto una vez. El día que apuñaló al tío Stefan. El tipo había ido con él al apartamento. No, el tío Stefan no podía haberle visto… esperó en el portal hasta que lo apuñaló. Luego entró para coger las acciones falsificadas. Tenía unos cincuenta y cinco o sesenta años. Ojos verdes. Pelo gris. Pero la voz… Novick la recordaba especialmente. Una voz que reconocería en el infierno, dijo.

O'Faolin. Me senté sobre los talones y miré al hombre herido. Una bilis amarga me llenó la boca. Tragué un puñado de nieve, me dieron náuseas, tragué de nuevo intentando dominar el deseo de matar a Novick allí mismo.

– Walter, tienes suerte. A Pasquale le importa un pimiento que vivas o mueras. A mí tampoco. Pero vas a vivir. Qué bien, ¿no? Y si juras en los tribunales que el hombre que te mandó aquí esta noche estaba detrás del apuñalamiento de Stefan Herschel, me aseguraré de que consigas un buen trato. Olvidaremos lo del ácido. Y hasta lo del incendio. ¿Qué te parece?

– El don no me olvidará -lo dijo en un hilo de voz. Tuve que acercar la oreja a su cara repugnante para oírle.

– Sí, sí que lo hará, Walter. No puede permitirse que le relacionen con las falsificaciones. No puede enfrentarse con el hecho de que el FBI y el SEC revisen sus cuentas. No va a reconocerte.

No dijo nada. Saqué la Smith & Wesson del cinturón de los vaqueros.

– Si te disparo a la rodilla izquierda, nadie va a poder probar que no fue cuando me atacaste en la puerta.

– No lo harías -masculló.

Probablemente tenía razón; se me revolvía el estómago. ¿Qué clase de persona es capaz de arrodillarse en la nieve amenazando destrozar la pierna de un hombre herido? Nadie a quien yo quisiera conocer. Quité el seguro y apunté a su rodilla izquierda.

– ¡No! -gritó-. ¡No lo hagas! Lo haré. Lo que tú digas. Pero consígueme un médico. Consígueme un médico -sollozaba penosamente. El hombre más duro de la Mafia.

Retiré la pistola.

– Buen chico, Walter. No te arrepentirás. Ahora, unas cuantas preguntas más y te traeremos una ambulancia. Kitty Paciorek parece haberse olvidado de ti.

Novick contó de buena gana lo poco que sabía. Nunca había visto antes a la señora Paciorek. El Hombre de la Voz le había llamado ayer y le había dicho que viniese aquí a las siete, que se asegurase de que no le veía nadie y que me matase cuando me acercara a la casa. Sí, había sido el Hombre de la Voz el que le contrató para que me echase el ácido.

– ¿Cómo te conoció, Walter? ¿Cómo se puso en contacto contigo?

Él no lo sabía.

– El don debe de haberle dado mi número. Es todo lo que se me ocurre. Dijo al don que necesitaba un hombre de confianza y el don le dio mi número.

– Eres un buen hombre, Walter. Pasquale debe estar orgulloso de ti. Vienes tres veces a por mí y todo lo que consigues es una mandíbula rota y una pierna destrozada… Voy a llamar a una ambulancia. Mejor será que reces para que tu padrino se olvide de ti, porque, por lo que he oído, no le gusta mucho la gente que comete fallos.

Le cubrí con mi chaqueta y me dirigí a la puerta principal. Cuando llegaba a los escalones, un coche entró por el camino. No era una ambulancia. Me quedé tiesa, y luego salté del porche para refugiarme entre unas coníferas que se extendían desde la casa hasta el garaje. El mismo lugar, comprobé al ver la nieve pisoteada, en el que Novick me había esperado.

Las puertas del garaje se abrieron electrónicamente: el coche entró y se detuvo. Miré desde detrás de un árbol. Un Mercedes azul oscuro. El doctor Paciorek. ¿Qué sabría él de toda la aventura de aquella noche? Era el momento ideal para averiguarlo. Entré en el garaje.

Me miró sorprendido mientras cerraba la puerta del coche.

– ¡Victoria! ¿Qué estás haciendo aquí?

– Vine a ver a su esposa. Tenía unos papeles de Agnes que quería que viera. Alguien estaba esperando fuera y le disparé. Le he alcanzado en la pierna y necesita una ambulancia.

Me miró con suspicacia.

– Victoria. No será una broma, ¿verdad?

– Venga a verlo usted mismo -me siguió hasta la parte delantera. Novick se estaba arrastrando hacia la carretera tan rápido como podía, una débil actividad que le había hecho avanzar unos diez pies.

– ¡Usted! -gritó el doctor Paciorek-. ¡Deténgase!

Novick siguió avanzando. Corrimos junto a él. El doctor Paciorek me tendió su maletín y se arrodilló para examinar al hombre herido. Novick intentó resistirse, pero Paciorek no necesitó de mi ayuda para reducirle. Tras examinar unos minutos la pierna, durante los cuales Novick juró más que nunca, Paciorek dijo brevemente:

– El hueso está roto, pero nada más. Lo peor es el frío. Conseguiré una ambulancia y llamaré a la policía. No te importa quedarte con él, ¿verdad?

Yo empezaba a temblar.

– Supongo que no. ¿Puede dejarme su abrigo? Le he dado el mío a él.

Me echó una mirada sorprendida, se quitó el abrigo de cachemir y me lo echó por los hombros. Cuando el corpulento doctor desapareció por la puerta, me acerqué de nuevo a Novick.

– Antes de que te largues, vamos a ponernos de acuerdo en nuestras historias. -Cuando llegó la policía de Lake Forest, nos habíamos puesto de acuerdo en que él se había perdido y se había acercado a la puerta en busca de ayuda. La señora Paciorek, aterrorizada, había gritado. Eso me hizo salir a escena con la pistola. Walter se había asustado y había disparado, y yo le disparé a mi vez. No es que fuese muy verosímil, pero estaba segurísima de que la señora Paciorek no iba a contradecirme.

Las sirenas se oían en la distancia. Finalmente Novick se había desmayado y yo me retiré para que los oficiales hiciesen su trabajo. Estaba confusa y a punto de desmayarme yo también. Fatiga. Náusea en las profundidades de mi propia rabia. Había actuado como un mafioso: tortura, amenazas… No creo que el fin justifique los medios. Pero estaba llena de ira.

Mientras oleadas de policías me interrogaban sin cesar, no dejé de dormirme, despertarme, intentar mantener mis agallas para poder contar la misma historia todas las veces y volver a dormirme. Era la una cuando acabaron y se fueron.

El doctor Paciorek se había negado a dejar que su esposa hablase. No sé lo que ella le diría, pero él la mandó a la cama; los policías locales no discutieron la decisión. Sobre todo, habiendo tanto dinero detrás.

El doctor Paciorek había permitido a los policías que utilizasen su estudio para los interrogatorios. Cuando se marcharon, entró y se sentó en el sillón giratorio de cuero que estaba tras su escritorio. Yo estaba desmadejada en un sillón de cuero, medio dormida.

– ¿Quieres una copa?

Me froté los ojos y me enderecé.

– Me gustaría tomar un coñac.

Cogió una botella de Cordón Bleu del armarito que había tras el escritorio y sirvió dos copas abundantes.

– ¿Qué estabas haciendo aquí esta noche? -dijo bruscamente.

– La señora Paciorek quería verme. Me pidió que viniera alrededor de las ocho.

– Ella dice que apareciste inesperadamente -su tono no era acusatorio-. Los lunes por la noche son los días en que la Sociedad Médica dé Lake County se reúne. No suelo ir, pero Catherine me pidió que la dejara sola esta noche porque tenía una reunión con un grupo religioso al que pertenece; sabe que a mí eso no me interesa mucho. Dice que apareciste amenazándola y que traías a ese hombre contigo; que ella se estaba peleando contigo cuando tu pistola se disparó y le heriste.