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Deseaba darme un baño con todas mis fuerzas, pero no si aquello iba a significar tener que volver a ponerme mi repugnante atavío. Cogí el Toyota y manejé su torpe volante por la autopista hasta llegar a Bellerophon. La señora Climzak me echó una oscura mirada desde detrás del mostrador pero se ahorró cualquier comentario, así que supuse que nadie habría intentado asaltar mi apartamento durante la noche.

Tras un largo baño en la manchada bañera de porcelana, me di cuenta de lo hambrienta que estaba. Seca, con ropa limpia, bajé entumecida los cuatro pisos.

¿Cuál sería la reacción del don por haber perdido a Novick? ¿Me perseguiría o se daría cuenta de que Novick ya no merecía la pena y lo abandonaría? Sólo la Sombra lo sabía. Por si don Pasquale estuviera furioso, afronté las iras de la señora Climzak y pasé por delante del mostrador para explorar las regiones inferiores del Bellerophon. La parte trasera del portal conducía a un pasillo en que estaba situado su apartamento. Con las zapatillas a rastras, caminó detrás de mí como una gallina enfadada.

– ¡Señorita Warshawski, señorita Warshawski! ¿Qué está usted haciendo aquí atrás? Salga. Salga antes de que llame a mi marido. ¡Salga antes de que llame a la policía!

La puerta de su apartamento se abrió y de él salió el fabuloso señor Climzak, en camiseta y pantalones anchos. Una barba de dos días le ayudaba a esconder sus mejillas enrojecidas por la bebida. No parecía que pudiese echarme de allí, pero podía estar lo bastante espabilado como para llamar a la policía.

– Estoy buscando la puerta trasera -dije alegremente, siguiendo pasillo adelante.

Cuando abrí el pestillo, la señora Climzak siseó:

– Esto es la gota que colma el vaso. Va a tener que buscarse otro alojamiento.

La miré antes de salir.

– Así lo espero, señora Climzak. Desde luego que así lo espero.

No me esperaba una ráfaga de tiros en el callejón. Tampoco había coches sospechosos vigilando la calle. Encontré un restaurante polaco y comí allí con apetito, aunque no de modo saludable, una sopa de repollo, pollo, budín relleno y tarta de manzana.

Me sentía decididamente más humana. Con una segunda taza de café en la mano, me empezó a bailar una idea en el cerebro. Absurda. Necesitaría la colaboración de Murray. Y la del tío Stefan.

Illinois Bell, arruinada por el desmembramiento de AT & T, había subido el precio de las llamadas telefónicas a un cuarto de dólar. Tras rebuscar en el bolso para encontrar algo de cambio, pude hablar con Murray en su despacho del Herald Star. Si le proporcionaba una historia bien grande, ¿se la guardaría hasta que se terminase?

– ¿Todavía no estás muerta, Warshawski? ¿Qué se supone que tengo yo que hacer a cambio de esa historia tan grande?

– Meter un par de líneas en primera página de las ediciones de la mañana y de la tarde.

– No soy el editor; no soy el que dice lo que va en primera página. Ni siquiera en la página sesenta y dos de la sección central.

– ¡Murray! Me asombras. Me habías dicho que eras un periodista importantísimo. ¿Me habrás mentido? ¿Tendré que ir al Tribune y hablar con Lipinski?

Refunfuñando, accedió a encontrarse conmigo en el Golden Glow hacia las cinco de la tarde. El reloj de colegio que había sobre el mostrador señalaba las dos y media. El momento de hablar con el tío Stefan.

Otro cuarto de dólar para mi servicio de contestador me recordó que no le había dicho a Phyllis que no volvería a su casa aquella noche. Ni a Roger que no pude ir a su reunión con la directiva. Y Bobby quería verme para hablar de Walter Novick.

– No es de tu jurisdicción -murmuré.

– ¿Qué ha dicho? -dijo la operadora.

– Nada. ¿Otras llamadas?

El doctor Paciorek quería hablar conmigo. Había dejado el número de localizador para mí en el hospital. Frunciendo el ceño, metí otro cuarto de dólar. Veinticinco centavos te dan derecho a tres intentos. Me pasaron de operadora en operadora en el hospital, pero al fin lo encontré.

– ¡Victoria! Temía que no te dieran mi mensaje -su voz, normalmente controlada, era ronca y humana-. ¿Podrías volver esta noche a casa? Sé que es pedir demasiado. O'Faolin va a venir. Quiero aclarar todo este asunto.

Me froté los ojos con la mano libre. ¿Trastornaría esto mis otros planes? El doctor Paciorek respiraba ansioso en mi oído mientras me lo pensaba. Puede que pudiera presionar un poco por adelantado al arzobispo.

– Creo que sí. Pero no podré ir antes de las ocho.

– Estupendo, estupendo. Muchísimas gracias, Victoria.

– No me dé las gracias, doctor Paciorek. Esta historia no va a tener un final feliz.

Un largo silencio. Luego dijo:

– Ya me he dado cuenta -y colgó.

Me encontré con Jim Streeter en la puerta de la habitación del tío Stefan.

– Los médicos dicen que podrá salir mañana. Ha estado intentado hablar con su sobrina. Creo que quiere llevárselo a casa con ella. ¿Qué quieres que hagamos nosotros?

Claro que se irá a casa con Lotty, pensé irritada.

– Será mejor que hable con él.

El tío Stefan estaba encantado de verme y encantado de marcharse a casa.

– ¿Y por qué frunces el ceño, sobrinita? ¿No te alegras por mí?

– Oh, desde luego. Claro que sí. ¿Cómo se siente?

– Muy bien. Guay. Sí, guay -su rostro resplandeció al pronunciar una palabra tan coloquial-. Voy todos los días a recuperación y estoy cada día más fuerte y camino un poco más lejos. Lo que necesito ahora es chocolate.

Sonreí y me senté en la cama.

– Tengo que pedirle un favor. Por favor, diga que no si no quiere hacerlo, porque es algo peligroso. No mucho, pero algo sí.

Se le alegraron los ojos y me pidió detalles.

– En lugar de ir a casa de Lotty, ¿se vendría a casa conmigo? Necesito que crean que está usted muerto durante veinticuatro horas, y luego sale de la tumba haciendo una reverencia.

– Lotty se pondrá wutend -estaba feliz.

– Sin duda, si eso significa lo que creo que significa. Consuélese con la idea de que es a mí a quien ella querrá matar.

Me palmeó la mano con cariño.

– Lotty es una cabeza dura. No te preocupes por ella.

– No vio usted a un segundo hombre en su apartamento el día que le apuñalaron, ¿verdad?

Negó con la cabeza.

– Sólo al… al bestia aquel.

– ¿Pero le importaría decir que lo vio? Estaba allí, ¿sabe? Vigilando fuera hasta que el otro le apuñalase.

– Si tú dices que estaba, querida sobrina, te creo.

Capítulo 25. El caballero acaba con el arzobispo

Murray accedió a publicar la historia de mala gana.

– Tendré que contarle a Gil la historia entera -me advirtió. Gil era el editor de la primera página.

Le expliqué toda la situación: Ajax, el Banco Ambrosiano, Corpus Christi…

Murray se terminó la cerveza y pidió otra a la camarera. Sal estaba ocupada en la barra con la gente que salía de las oficinas a aquella hora.

– ¿Sabes? Es posible que O'Faolin hiciese al FBI retirarse del caso.

Asentí.

– Eso es lo que creo yo. Entre la señora Paciorek y él tienen suficiente dinero y poder como para cerrar una docena de investigaciones. Me gustaría llevar a Derek al convento conmigo mañana, pero no me escucha ni en el mejor de los casos. Bobby tampoco. Y éste no es el mejor de los casos.

Pasé una tarde frustrante al teléfono. Tuve una larga conversación con Bobby, en la que me leyó la cartilla por no haber contado antes lo de Novick. Se negó a escuchar mi historia. Se negó a mandar a un hombre al convento para interrogar al arzobispo o a Pelly. Y se horrorizó ante la acusación contra la señora Paciorek. Bobby era un católico furibundo; no iba a ir contra un príncipe de la Iglesia. Ni contra una princesa.