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Sonreí cansada y le palmeé la mano. Era medianoche cuando terminamos el oporto y el camarero trajo la nota. Roger preguntó dudando si podía venir a casa conmigo. Negué con la cabeza tristemente.

– No es que no quiera. Tu compañía sería bienvenida. Pero no es un verdadero hogar; ahora mismo lo que es, es una verdadera ruina. Alguien anduvo revolviendo en busca de un documento y no tengo ánimos para ordenarlo todo.

– ¿Es ése el modo en que una chica americana le dice a un tipo que se vaya al infierno?

Me incliné por encima de la mesa y le besé.

– Cuando te diga que te vayas al infierno, no tendrás ninguna duda de lo que te estoy diciendo… Supongo que lo que te estoy diciendo es que no tengo hogar y que eso no me gusta. Me siento desorientada y necesito estar sola.

Asintió muy serio.

– Mis compañeros están siempre diciéndome «Puedo soportarlo».

Supongo que es un americanismo. De cualquier modo, puedo soportar esto.

Cuando se ofreció a acercarme a casa, acepté agradecida, abandonando el Toyota en el garaje subterráneo. Si por la mañana ya no estaba allí, no sería una gran pérdida.

Era más de la una y media cuando me depositó ante el Bellerophon. Esperó cortésmente a que entrase, me saludó con la mano y se marchó.

La señora Climzak me estaba esperando. Tan pronto como entré, se me acercó bufando, con la cara como un tomate furioso.

– Va a tener que marcharse, señorita Warshawski o cual sea su verdadero nombre.

– Me encantaría, señora Climzak. No me gusta el Bellerophon más de lo que le gusto yo a él. Pero creo que vamos a tener que quedarnos juntos hasta el fin de semana.

– ¡Eso no tiene gracia! -dio un golpe con el pie. Temí que empezase a caer en pedazos-. Ha desbaratado su apartamento. A todas horas de la noche tiene dentro a extraños hombres.

– No lo he desbaratado, señora Climzak. Lo que quiere decir es que alguien irrumpió en mi apartamento. No se desbaratan apartamentos, sólo planes.

– No intente cambiar de tema. Esta misma noche aparecieron dos hombres de pronto y le dieron a mi marido un susto de muerte.

– ¿Qué hicieron? ¿Le ofrecieron un trabajo?

– Se marcha usted de aquí a las ocho de la mañana. Y se lleva con usted a esos hombres.

– ¿Qué hombres? -empecé a decir, y luego me di cuenta de lo que estaba diciendo. El corazón empezó a latirme más deprisa. Deseé no haber bebido tanto en la cena, pero la Smith & Wesson me apretaba suavemente a un lado y me consoló un poco-. ¿Siguen en el apartamento? ¿No ha llamado a la policía?

– ¿Por qué iba a hacerlo? -dijo triunfante-. Pensé que era su problema, no el mío.

– Gracias, señora Climzak. No llame al ayuntamiento para pedir su medalla al mérito ciudadano; ellos la llamarán a usted.

La empujé para pasar detrás del mostrador, cogí el teléfono y marqué el número de mi habitación. Ella chillaba y me tiraba del brazo, pero la ignoré; ya había pegado a un arzobispo aquel día. No iba a preocuparme por una señora mayor.

Tras quince timbrazos, me contestó una voz profunda que conocía bien.

– Ernesto. Soy V. I. Warshawski. Si subo a mi habitación ¿vas a dispararme?

– ¿Dónde estás, Warshawski? Te estamos esperando desde las ocho.

– Lo siento. Me dejé llevar por la religión.

Volvió a preguntarme dónde estaba y me dijo que le esperase en el vestíbulo. Cuando colgué, la señora Climzak chillaba que iba a decirle a su marido que llamase a la poli si se me ocurría volver a tocar aquel teléfono.

Me incliné y le di un beso.

– ¿De verdad lo haría? Hay un par de gánsteres esperando para acabar conmigo. Si llama a la policía, tal vez me salvase a tiempo.

Me miró horrorizada y salió corriendo hacia regiones más profundas. Ernesto, la viva imagen de un ejecutivo, apareció por la puerta de las escaleras con un hombre raído y delgado con uniforme de chófer que le sentaba fatal pisándole los talones.

Supuse que si hubiesen querido matarme se habrían escondido fuera y no habrían exhibido así sus rostros al mundo. Supuse. Pero mis manos no me creían. Empezaron a sudar y, como me temía que temblasen, me las metí en los bolsillos.

– Tienes la habitación hecha un asco, Warshawski.

– Si hubiese sabido que veníais, habría hecho limpieza.

Ignoró el sarcasmo.

– Alguien ha estado registrándola. Un trabajo chapucero. ¿Lo sabías?

Le dije que lo sabía y le seguí hacia la fría noche. La limusina estaba aparcada en la esquina. Ernesto y yo nos sentamos en el asiento de atrás, yo sin los ojos vendados esta vez. Me recliné en la confortable tapicería pero no pude dormir. Esto tiene que funcionar, me dije a mí misma. Tiene que hacerlo. No puede ser una cita para matarme en venganza por haber herido a Walter Novick. Por eso se habrían limitado a dispararme en la calle.

Revuelto con esos pensamientos estaba el rostro despreciativo de O'Faolin cuando me dejó aquella noche. La desesperación de Paciorek. Y en alguna parte de la ciudad, una Lotty furiosa, enterándose de que el tío Stefan se iba a casa de Murray, y que me iba a querer matar.

En North Avenue nos metimos en el aparcamiento de un enorme restaurante. No era extraño que no me hubiesen vendado los ojos. No había nada secreto en aquel lugar. Un gran letrero de neón con una copa de champán burbujeando se encontraba encima de la marquesina. Debajo unas luces resplandecientes proclamaban que aquello era el restaurante Torfino's, comida y vino italianos.

Cuando la limusina se detuvo ante la entrada, un portero surgió de no sé dónde a abrirnos la puerta del coche a Ernesto y a mí. El conductor salió, susurrando ronco el primer sonido que le había oído emitir.

– Llamen cuando estén listos.

Seguí a Ernesto a través del restaurante, vacío de clientes, hasta un pasillo que estaba detrás de la cocina. Linóleo desnudo y paredes verdes salpicadas de grasa le daban al lugar un aspecto corriente. Un joven aburrido montaba guardia ante una puerta cerrada. Se movió hacia un lado al acercarse Ernesto. Detrás de la puerta había una oficina privada en la que se encontraba el don hablando por teléfono, fumando tranquilamente un gran cigarro. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza a Ernesto y me saludó con la mano, indicándome que entrara.

Al igual que la biblioteca del don, la oficina estaba decorada en rojo. Aquí el efecto era peor. Las cortinas eran de rayón, los asientos estaban tapizados de vinilo y el escritorio no era más que una caja apoyada en cuatro patas.

Pasquale colgó y preguntó a Ernesto por qué había tardado tanto. En italiano Ernesto le explicó mi larga ausencia.

– Además, hay alguien más interesado en la signorina Warshawski. Han registrado su habitación.

– ¿Y quién ha podido hacer eso, señorita Warshawski? -preguntó Pasquale con grave cortesía.

Parpadeé unas cuantas veces intentando ajustarme a un imaginario mundo de honor.

– Creí que usted lo sabría, don Pasquale. Supuse que lo habría hecho su hombre de confianza, Walter Novick, a petición de la señora Paciorek.

El don miró su cigarro, midiendo la ceniza, y luego se volvió hacia Ernesto.

– ¿Conocemos a Walter Novick, Ernesto?

Ernesto se encogió de hombros desdeñosamente.

– Le ha hecho a usted unos cuantos encargos, Don. Es un tipo al que le gusta agarrarse a los faldones de los poderosos.

Pasquale asintió regiamente.

– Siento que el tal Novick haya querido dar la impresión de que estaba bajo mi protección. Como ha dicho Ernesto, se hace ilusiones acerca de sus habilidades. Esas ilusiones le han llevado a usar mi nombre de modo muy comprometedor -volvió a examinar la ceniza. Aún no estaba madura-. Este Novick está relacionado con muchos pequeños delincuentes. Un hombre que a menudo se mete en hazañas peligrosas o imprudentes con semejantes delincuentes para impresionar a un hombre como yo -se encogió de hombros como si estuviese harto. Yo sabía, y él sabía, que tales hazañas eran actos infantiles pero, ¿qué quieres? La ceniza estaba lista para darle una pequeña sacudida-. Entre esos delincuentes había algunos falsificadores. A Novick se le ocurrió una cosa demenciaclass="underline" contratar a esos falsificadores para que hiciesen unas acciones falsificadas y colocarlas en la caja fuerte de una casa religiosa.