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Hizo una pausa para invitarme a comentar el acto demencial.

– ¿Cómo sabían, Don, los falsificadores, a qué empresas y con qué denominación hacer las falsificaciones?

Pasquale hundió un hombro impaciente.

– Los curas son hombres cándidos. Todo lo cuentan. Sin duda alguien oyó lo que no debía. Ya han ocurrido esas cosas antes.

– No le importará que cuente esa historia a Derek Hatfield.

Sonrió untuoso.

– En absoluto. Aunque no es más que un simple rumor. No veo la utilidad de hablar con Hatfield yo mismo.

– Y no sabrá usted por una casualidad los nombres de esos falsificadores, ¿verdad?

– Por desgracia, no, mi querida señorita Warshawski.

– Y no sabrá por qué esos falsificadores utilizaron el convento, ¿verdad?

– Podría ser, señorita Warshawski, que fuese porque les resultaba fácil. No me resulta de gran interés.

Sentía el sudor empapando las palmas de mis manos. Tenía la boca seca. Aquella era mi oportunidad; esperaba que Pasquale, siendo como era un estudioso del terror humano, no detectase mi nerviosismo.

– Desgraciadamente, Don, podría haberle interesado.

Pasquale no cambió de postura ni alteró su aspecto de educada atención. Pero su expresión se fijó en cierto modo y sus ojos brillaron de una manera que me hizo sentir un sudor frío en la frente. Su voz, cuando habló, me heló la médula espinal.

– ¿Es eso una amenaza, señorita Warshawski?

Por el rabillo del ojo veía a Ernesto, repantigado en una silla de vinilo, y que de pronto prestó atención.

– Una amenaza, no, don Pasquale. Sólo una información. Novick está en el hospital y va a hablar. Y el arzobispo O'Faolin va a decir que lo de las falsificaciones, lo de atacarme y todo lo demás fue todo idea de usted. No va a hacerse responsable de nada.

Pasquale se había relajado ligeramente. Yo respiraba más tranquila. Ernesto se había vuelto a echar hacia atrás en su silla y empezó a mirar su agenda.

– Como sabrá, Don, el SEC no va a permitir que nadie con conexiones conocidas con la Mafia posea una compañía de seguros ni un banco.

Así que O'Faolin va a alejarse de Novick lo más rápido posible. Se marcha mañana en el vuelo de las diez de la noche y va a dejar que usted maneje la situación lo mejor que pueda.

El don asintió volviendo a su grave cortesía.

– Como de costumbre, sus comentarios son fascinantes, señorita Warshawski. Si conociera al tal O'Faolin… -extendió las manos con desaprobación-. Siento mucho las molestias que Walter Novick le ha causado -miró a Ernesto; surgió de la nada un cuaderno de cuero rojo. El don escribió en él-. ¿Cubrirían veinticinco mil dólares la pérdida de su apartamento?

Traque saliva unas cuantas veces. Veinticinco mil dólares me permitirían conseguir un piso, reemplazar el piano de mi madre o permitirme pasar el resto del invierno en el Caribe. Pero, ¿por qué merecía yo esas cosas?

– Su generosidad es fabulosa, don Pasquale. Pero no he hecho nada para merecerla.

Él insistió, muy educado. Fijando los ojos en una mala reproducción del rostro de Garibaldi que estaba sobre el escritorio de aglomerado, me mantuve impertérrita. Pasquale me echó finalmente una mirada de arriba abajo y le dijo a Ernesto que se asegurase de que llegaba sana y salva a casa.

Capítulo 27. La suerte del arzobispo

A principios de febrero, a las cuatro y media, el cielo está ya oscureciéndose. En el interior de la capilla del convento, las velas creaban cálidos círculos de luz. Detrás de una celosía de madera labrada, que separaba los sitiales del coro de los frailes del personal en general, la estancia se encontraba en penumbra. Apenas podía distinguir la silueta del tío Stefan, pero sabía que estaba allí por el confortante contacto de su mano. Murray estaba a mi izquierda. Más allá estaba Cordelia Hull, una de sus fotógrafas.

Cuando el padre Carroll empezó a cantar el introito con su voz alta y clara de tenor, mi depresión aumentó. No tendría que estar allí. Tras haber hecho locuras de todas las maneras posibles, debería de haberme retirado al Bellerophon y tapado la cabeza con las mantas durante un mes seguido.

El día había empezado mal. Lotty, rabiosa ante la historia de cuatro párrafos que salió en el Herald Star anunciando el repentino empeoramiento y muerte de su tío, no se puso de mejor humor ante la decisión de él de irse a casa de Murray. Según Murray, la discusión había sido breve. El tío Stefan lanzando risitas y llamando a Lotty cabeza dura no fue algo que a ella le hiciera precisamente feliz y se pasó al alemán para poder ventilar su furia. El tío Stefan le dijo que estaba interfiriendo en asuntos que no eran de su incumbencia, con lo que ella se precipitó a su Datsun verde para ir a buscarme. Yo no tenía la ventaja de haber conocido a Lotty siendo una niña obstinada que cabalgaba con su poni por las escaleras del castillo de Kleinsee. Además, sus acusaciones me pusieron los nervios algo de punta. Egocéntrica. Tan centrada en mí misma que sacrificaría al tío Stefan por resolver un problema con el que no habían podido el FBI ni el SEC.

– Pero Lotty, yo también me arriesgué personalmente. El incendio de mi apartamento…

Rechazó desdeñosa mis protestas. ¿No había pedido la policía una información completa? ¿No se la había negado yo con mi habitual estilo arrogante? ¿Y quería ahora que alguien me compadeciese por estar sufriendo las consecuencias?

Cuando traté de sugerirle al tío Stefan que abandonáramos el asunto y nos retirásemos, me apartó a un lado.

– Francamente, Victoria, a estas alturas ya deberías saber que a Lotty no hay que hacerle mucho caso cuando se pone así. Si te estás dejando preocupar, es sólo porque estás muy cansada. -Me palmeó la mano e insistió para que Murray fuese a la panadería y comprase un poco de pastel de chocolate-. Y nada de pasteles de esos Sara Lee o Davidson. Me refiero a uno de verdad, joven. Alguna buena panadería habrá por aquí.

Así que Murray regresó con un pastel de chocolate y avellanas y nata montada. El tío Stefan cortó para mí un buen pedazo, le echó nata encima y se me quedó mirando mientras comía con benevolencia.

– Vamos, Nichtchen, ya te sientes mejor, ¿verdad?

La verdad era que no. De ningún modo podía recrear el terror que había sentido al tratar con O'Faolin. Sólo podía pensar en la posible reacción del padre Carroll ante mis payasadas en la capilla. Pero a las tres y media me uní al tío Stefan en el asiento de atrás del Pontiac Fiero de Murray.

Llegamos a la capilla temprano y conseguimos asientos en la primera fila, tras la celosía de madera. Supuse que Rosa, muy atareada con las finanzas del convento, iría al servicio, pero no quería correr el riesgo de que me reconociera, incluso en la penumbra, si me daba la vuelta y me ponía a mirar.

A nuestro alrededor, otras personas llegaban a la ceremonia, sabiendo qué cánticos permitían el canto en coro y los que eran cantos para solista. Nosotros cuatro estábamos sentados en silencio.

Cuando dieron la comunión, el corazón empezó a latirme más rápido. Vergüenza, miedo y ansiedad todos juntos. Junto a mí, el tío Stefan seguía respirando con calma mientras las palmas de mis manos se humedecían y la respiración se me hacía cada vez más difícil.