El cheque que me entregó por haber detenido la adquisición fue la mayor tarifa que cobré en mi vida. Pude pagarme un Steinway grande para reemplazar la reliquia vertical de Gabriela. No era suficiente como para pagarme un piso. Pero unos días después de la muerte de O'Faolin, un sobre conteniendo veinticinco billetes nuevecitos de mil dólares llegó por correo a mi oficina. Sin una nota, sin remite. Me pareció una grosería tratar de seguirle la pista. En cualquier caso, yo siempre había deseado poseer mi propia casa. Roger me ayudó a encontrar un piso en Racine, cerca de Lincoln; en un edificio pequeño y tranquilo con otras cuatro viviendas y un portal muy bien cuidado.
Durante casi una semana después de la explosión, pasé la mayor parte del tiempo en el edificio del FBI. Hablando con ellos y hablando con el SEC. Cuando no estaba allí, estaba con Mallory. Su orgullo estaba malherido. Quería calmarse quitándome la licencia, pero mi abogado se lo impidió fácilmente. Lo que más hería a Bobby era una carta que le envió el doctor Paciorek, desahogando su culpabilidad y pesar por su esposa y su hija. La señora Paciorek había sufrido un infarto. Los pocos signos de vida que mostraba eran de rabia contra su marido. Él había abandonado su consulta en North Shore y marchado a Panamá para reanudar su trabajo con los pobres; escribió a Bobby desde Ciudad Isabella. Murray me contó más acerca de todo ello de lo que yo quería saber.
Después de eso, no me quedaba más que hacer que dormir, comer y amueblar la casa nueva. No me apetecía mucho pensar. Acerca de Rosa, de mi madre o de la parte fea de mí misma que había descubierto aquella noche con Walter Novick en la nieve. Roger me ayudó a mantener los pensamientos alejados. Al menos durante el día. No podía hacer gran cosa con mis sueños.
Tras dejarle en el aeropuerto, me sentí vacía y sola. Y asustada. Roger había mantenido apartados ciertos demonios. Ahora tendría que enfrentarme a ellos. Quizá lo hiciera en algún otro lugar. Aceptar la oferta del tío Stefan de ir con él a las Bahamas una semana. O volar a Arizona y ver cómo los Cubs realizaban su entrenamiento primaveral.
Me senté delante del apartamento durante un rato, jugueteando con las llaves en el contacto. Al otro lado de la calle, la puerta de un Datsun verde oscuro se abrió. El coche me resultaba familiar, con su sucio guardabarros y la pintura rayada. Lotty cruzó la calle y se detuvo ante el Omega. No parecía ella, parecía por una vez tan bajita como debe parecerlo una persona de un metro cincuenta. Salí del Omega y cerré la puerta.
– ¿Podemos hablar, Victoria?
Asentí en silencio y la acompañé al interior del edificio. No dijo nada hasta que estuvimos dentro de mi apartamento. Le colgué el abrigo en un colgador en el pequeño recibidor y la conduje al salón, donde un confortable caos comenzaba a instalarse entre el nuevo mobiliario.
– Stefan me dijo que Roger se marchaba hoy. Quise esperar a que se marchase antes de venir a verte… Tengo muchas cosas que decirte. Mucho que no decir, también. ¿Podrías…? ¿Querrías…? -su rostro inteligente y feo se retorció en un sorprendente espasmo. Se dominó y volvió a empezar-. Has sido la hija que nunca tuve, V. I. Así como una de las mejores amigas que una mujer puede desear. Y yo te he tratado mal. Quiero que me perdones. Quiero… no volver al punto en que estábamos, no. No podríamos. Quiero continuar nuestra amistad desde aquí… Déjame explicarte; no justificar, explicar… Nunca he hablado de mi familia y la guerra. Me resulta demasiado íntimo.
»Mis padres nos mandaron a mi hermano Hugo y a mí a Londres en 1938. Ellos tenían que venir más tarde, pero nunca salieron de Viena. Hugo y yo nos pasamos toda la guerra pensando, esperando. Más tarde nos enteramos de que habían muerto en Buchenwald en 1941. Mi abuela, todos mis tíos y primos. De aquella gran familia feliz de Kleinsee no quedábamos más que Hugo y yo.
»Stefan… Stefan es un granuja encantador. Pero si fuera tan detestable como tu tía, yo seguiría sintiendo la necesidad de protegerle. Hugo, él y yo somos lo que queda de aquellos tiempos idílicos. Cuando le apuñalaron, me volví como loca. No podía admitir que hubiera escogido él mismo su destino. No podía admitir que tuviera el derecho de hacerlo. Te eché la culpa. Y eso estuvo muy mal por mi parte.
Yo tenía la garganta seca y las primeras veces que intenté hablar no me salió más que un carraspeo en voz baja.
– Lotty, Lotty. ¡He estado tan sola este invierno! ¿Sabes el tormento por el que he pasado? Agnes murió porque yo la mezclé en mis maquinaciones. A su madre le dio un infarto. Mi tía se ha vuelto loca. Y todo porque yo he decidido ser terca, cabezota, y abrirme camino a la fuerza por un sendero por el que el FBI y el SEC no podían pasar.
Lotty se encogió.
– Vic, no me atormentes devolviéndome mis duras palabras. Ya me he torturado yo bastante. Stefan… Stefan me contó la escena del convento. Lo de Rosa y Gabriela. Oh, querida. Sabía que me necesitabas, pero yo no podía acercarme a ti.
– ¿Sabes cuál es mi segundo nombre, Lotty? -exploté-. ¿Conoces el mito de Ingenia? ¿Cómo Agamenón la sacrificó para conseguir un viento favorable que le condujese a Troya? Desde aquel día terrible en el convento, no dejo de soñar con ello. Pero en mis sueños es Gabriela. Me tiende en la pira, prende la antorcha y solloza por mí. ¡Oh, Lotty! ¿Por qué no me lo dijo? ¿Por qué me hizo hacerle esa promesa terrible? ¿Por qué?
Y de pronto, el dolor por Gabriela y el dolor por mí misma se vinieron encima y empecé a sollozar. Las lágrimas de muchos años de silencio no cesaban. Lotty estaba a mi lado sosteniéndome.
– Sí, cariño, sí, llora, sí, muy bien. Escogieron bien tu nombre, Victoria Ifigenia. Porque ¿no sabes que en la leyenda Ifigenia es también Artemisa, la cazadora?
Sara Paretsky