Abrió un armarito de madera clara y cristal en una esquina y un impresionante muestrario de bebidas apareció ante nuestros ojos. Me reí: me había bebido dos botellas de Chateau St. Georges cuando fuimos a cenar juntos en mayo pasado.
– Johnny Walker etiqueta negra si tienen.
Rebuscó por el armarito, encontró una botella a medias y sirvió una copa pequeña para cada uno.
– Deben odiarte en Londres para mandarte a Chicago en enero. Y si tienes que quedarte hasta febrero, puedes estar seguro de que te tienen en la lista negra.
Hizo una mueca.
– Ya he estado aquí antes en invierno. Ésa debe ser la razón por la que vosotras, las chicas americanas, sois tan rudas. ¿Son así de brutas en el sur?
– Peor -le aseguré-. Son más rudas aún pero lo ocultan bajo un torrente de maneras suaves, así que no sabes que te están golpeando hasta que vuelves en ti.
Me senté en un extremo del sofá naranja; él acercó una de las sillas cromadas hacia mí y se inclinó como una cigüeña sobre su copa con el pelo cayéndole de nuevo sobre los ojos. Me explicó que Scupperfield y Plouder, su compañía de Londres, poseía un tres por ciento de Ajax.
– No somos los accionistas más importantes, pero tampoco los menos. Así que tenemos que vigilar de cerca a los de Ajax. Mandamos aquí a los más jóvenes para entrenarlos y nos llevamos a algunos de los de Ajax y les enseñamos cómo es el mercado de Londres. Lo creas o no, yo fui una vez un joven.
Como muchas de las personas que trabajan en las compañías de seguros inglesas, Roger Ferrant había empezado a trabajar nada más terminar la universidad. Así que a los treinta y siete años tenía casi veinte de experiencia en el azaroso negocio de las compañías de seguros.
– Te lo digo para que no te asombres cuando oigas que soy ahora un socio temporal -sonrió-. A mucha de la gente de Ajax le fastidia porque soy muy joven, pero para cuando ellos tengan mi experiencia, tendrán unos seis o siete años más que yo.
Aaron Cárter, el director de la división de seguros de Ajax, había muerto de repente el mes pasado de un ataque al corazón. Su sucesor más probable se marchó en septiembre para unirse a una compañía rival.
– No hago más que sustituirle de momento hasta que encuentren a alguien con la cualificación necesaria. Necesitan un buen director, pero tienen que encontrar a alguien que conozca el mercado de Londres de arriba abajo.
Me preguntó en qué estaba trabajando. Yo tenía unos cuantos casos de rutina, pero nada interesante, así que le conté lo de mi tía Rosa y las acciones falsificadas.
– Me encantaría que la encerrasen por fraude, pero me temo que no es más que una espectadora inocente -pensándolo bien, nadie diría que Rosa era una persona inocente. Libre de culpa sería una definición mejor.
Rehusé un segundo whisky y nos pusimos el abrigo para salir a la noche invernal. Un fuerte viento soplaba desde el lago, llevándose las nubes pero haciendo bajar la temperatura a bajo cero. Nos cogimos de la mano y corrimos hacia un restaurante italiano cuatro manzanas más allá de Séneca.
A pesar de encontrarse en el distrito de las finanzas, el Caffé Firenze tenía un interior alegre y sin pretensiones.
– No sabía que eras medio italiana cuando hice la reserva; si no, habría tenido mis dudas -dijo Ferrant mientras tendíamos nuestros abrigos hacia una atractiva señorita-. ¿Conoces este lugar? ¿Es auténtica la comida?
– Nunca he oído hablar de él, pero no suelo comer a menudo en esta parte de la ciudad. Mientras hagan su propia pasta, seguro que está bien.
Seguí al maître hasta un reservado que estaba contra el muro del fondo. Firenze evitaba los manteles de cuadros rojos y las botellas de Chianti que hay en la mayoría de los restaurantes italianos de Chicago. La mesa de madera pulida tenía manteles individuales de lino y una flor en un florero de cerámica toscana.
Pedimos una botella de Ruffino y unos pasticcini di spinacchi, entusiasmando al camarero al hablar italiano. Resultó que Ferrant había visitado el país numerosas veces y hablaba italiano pasablemente bien. Me preguntó si solía ir a ver a la familia de mi madre allí.
Negué con la cabeza.
– Mi madre era de Florencia, pero su familia era medio judía; su madre provenía de una familia de profesores de Pitigliano. Se desperdigaron al estallar la guerra. Mi madre se vino aquí, su hermano se fue a África y los primos se marcharon cada uno por su lado. Mi abuela murió durante la guerra. Gabriela volvió una vez en 1955 a ver a su padre, pero le resultó deprimente. Era el único miembro de la familia inmediata que le quedaba en Florencia y ella dijo que no había podido aguantar la guerra ni los cambios que trajo; seguía haciendo como si viviese en 1936 y la familia siguiera junta. Creo que vive aún pero… -hice un gesto de disgusto-. Mi padre le escribió cuando murió mi madre y nosotros recibimos una carta inquietante invitándonos a oírla cantar. Nunca me sentí con ánimos de conocerle.
– ¿Era cantante tu madre?
– Se educó para ello. Le hubiera gustado cantar ópera. Más tarde, cuando tuvo que dejar su país, no pudo seguir con sus clases. En lugar de ello, enseñaba. Me enseñó a mí. Le hubiera gustado que yo cogiera el relevo e hiciera la carrera que ella no hizo. Pero yo no tengo bastante voz. Y la verdad es que no me gusta tanto la ópera.
Ferrant dijo disculpándose que él siempre tenía entradas para la Royal Opera y le encantaba.
Me reí.
– A mí me gusta la puesta en escena y el brillo -el virtuosismo, supongo- del montaje de una ópera. Es un trabajo arduo, ¿sabes? Pero el canto es demasiado violento. Prefiero los Lieder. Mi madre siempre ahorraba el dinero suficiente de las lecciones de canto como para ir a un par de representaciones de la Ópera Lírica cada otoño. Luego, en verano, mi padre me llevaba a ver a los Cubs cuatro o cinco veces. La Ópera Lírica es mejor que los Chicago Cubs, pero tengo que admitir que siempre encontré mayor placer en el béisbol.
Pedimos la cena: alcachofas fritas y pollo in galantina para mí y riñones de ternera para Ferrant. La conversación pasó del béisbol al cricket, al que Ferrant jugaba; a su propia infancia en Highgate; y finalmente a su carrera en Scupperfield y Plouder.
Mientras me terminaba la segunda taza de espresso, me preguntó distraídamente si yo seguía las fluctuaciones del mercado bursátil.
Negué con la cabeza.
– No tengo nada que invertir. ¿Por qué?
Se encogió de hombros.
– Sólo llevo aquí una semana, pero he advertido en el Wall Street Journal que el volumen de Ajax parece compararse ventajosamente con el de otras compañías aseguradoras y que el precio puede estar subiendo.
– Muy bien. Parece que a tu firma le conviene.
Pidió la cuenta.
– No hacemos nada espectacular en lo que se refiere a ganancias. No estamos comprando compañías ni vendiendo propiedades. ¿Qué otra cosa hace subir las acciones?
– A veces, a los inversores institucionales les da por encapricharse de unas acciones determinadas. Las compañías aseguradoras funcionaron mejor durante la última depresión o recesión que cualquier otro negocio. Ajax es una de las más grandes. Quizá los fondos públicos y los demás inversores no hagan más que jugar sobre seguro… Si quieres, puedo darte el nombre de una agente que conozco; puede que tenga más información.
– Puede ser.
Recogimos nuestros abrigos y volvimos a enfrentarnos al viento. Soplaba más fuerte, pero las alcachofas fritas y media botella de vino parecían hacerle menos penetrante. Ferrant me invitó a subir a tomar un coñac.
Encendió la luz de la lámpara del mueble bar. Podíamos ver las botellas, pero el horrible mobiliario permanecía piadosamente en sombras. Me quedé junto a la ventana mirando al lago. El hielo reflejaba las farolas de Lake Shore Drive. Guiñando los ojos, veía los promontorios de más al sur, donde se encontraban Navy Pier y McCormick Place. En el aire claro del invierno los South Works brillaban rojizos doce millas más allá. Antes vivía allí, en una casa de madera mal hecha, que destacaba gracias al arte de mi madre.