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Ferrant me rodeó con el brazo izquierdo y me tendió una copa de Martell con la derecha. Me incliné hacia atrás contra él, luego me di la vuelta y le rodeé con ambos brazos, sujetando con cuidado la copa lejos de su jersey. Parecía de cachemir y puede que no le fuese muy bien el coñac. Era delgado pero fuerte, no un simple blandengue amante de la ópera. Deslizó la mano bajo mi jersey de seda y me frotó la espalda; luego empezó a buscar el broche del sujetador.

– Se abre por delante -me estaba costando mantener el equilibrio y la copa al mismo tiempo, así que puse el coñac en la repisa de la ventana, detrás de mí. Ferrant había encontrado el corchete delantero. Yo manipulé los botones de su pantalón de pinzas. Hacer el amor de pie no es tan fácil como parece en las películas. Nos deslizamos juntos sobre la alfombra color naranja.

Capítulo 5. Frustración

Nos terminamos el coñac y el resto de la noche en una cama enorme con cabecero escandinavo de madera clara. Cuando nos despertamos, bien pasadas las ocho de la mañana siguiente, Ferrant y yo nos sonreímos mutuamente con placer soñoliento. Él parecía fresco y vulnerable con su pelo colgándole sobre los oscuros ojos azules; le rodeé con el brazo y le besé.

Él me devolvió el beso con entusiasmo y luego se enderezó.

– América es un país de grandes contrastes. Te dan estas camas tan grandes, por las que daría la paga de un mes si pudiera llevarme una a casa, y luego te piden que saltes de ellas a mitad de la noche para ir al trabajo. En Londres ni se me ocurriría estar en la City antes de las nueve y media como pronto, pero aquí, todo mi equipo lleva ya media hora en la oficina. Será mejor que me vaya.

Volví a recostarme en la cama y le miré realizar el ritual masculino de vestirse, que acabó cuando hubo metido el cuello dócilmente por una corbata gris y burdeos. Me tendió una bata de cachemir azul y me levanté a tomarme con él una taza de café, encantada de haber tenido la previsión de cambiar la hora de mi cita con Hatfield para la tarde.

Cuando Ferrant se marchó murmurando maldiciones contra la ética laboral americana, telefoneé a mi servicio de mensajes. Mi primo Albert había llamado tres veces, una vez por la noche y dos esta mañana. La segunda vez dejó el número de su oficina. Mi placer matinal empezaba a evaporarse. Me puse la ropa de la noche anterior y fruncí el ceño al verme en los anchos espejos que servían de puerta al armario. Un conjunto de aspecto sexy por la noche suele verse hortera por la mañana. Iba a tener que cambiarme antes de ir a ver a Hatfield; podía ir a casa y hacerlo antes de llamar a Albert.

Pagué una buena suma para recuperar el Omega del parking del edificio Hancock después de catorce horas. No es que eso me alegrase mucho, y me gané una pitada y un grito de un guardia de tráfico en Oak Street por saltarme los coches que venían en dirección opuesta hacia Lake Shore Drive. Entonces me serené un poco. Mi padre me había repetido sin parar desde mi más tierna infancia lo estúpido que es desahogar la ira con un vehículo en movimiento. Él era policía y se tomaba los coches y los revólveres muy en serio; pasaba mucho tiempo con los restos de los que utilizaban semejantes armas letales en momentos de ira.

Me detuve a comprar un sándwich árabe en un restaurante libanes en la esquina de Halsted y Wrightwood y me lo comí en los semáforos rojos hasta llegar al final de Halsted. La destrucción del Líbano se evidenciaba en Chicago con la aparición de una serie de restaurantes y tiendecitas, igual que la destrucción de Vietnam había sido aquí visible una década antes. Si no lees nunca las noticias pero comes mucho fuera, serás capaz de decir a quién están dando caña por el mundo.

Desde la North Avenue hasta Fullerton, Halsted forma parte de una zona norte recién renovada, donde los jóvenes profesionales pagan doscientos cincuenta mil dólares o más por elegantes casitas de ladrillo. Cuatro manzanas más al norte, en Diversey, los ricos no han extendido aún sus tentáculos rehabilitadores. La mayoría de los edificios, como el mío, están confortablemente hechos polvo. Una de las ventajas son los bajos alquileres; la otra, el espacio para aparcar en la calle.

Detuve el Omega frente a mi edificio y me metí dentro para cambiarme y ponerme el traje azul marino para la cita con Hatfield. En aquel momento ya llevaba demasiado tiempo dejando a un lado la llamada de Albert. Me tomé una taza de café en la sala y me senté en el sillón lleno de cosas mientras llamaba. Me estudié los dedos de los pies a través de las medias. Puede que me pintase las uñas de rojo. No soporto el esmalte de uñas en los dedos de las manos, pero quizá en los pies quedase sexy.

Una mujer contestó en el número del trabajo de Albert. Su amante secreta, pensé: Rosa cree que es su secretaria, pero él le compra en secreto perfumes y zabiglioni. Pregunté por Albert; me dijo con voz nasal y ordinaria que «el señor Vignelli» estaba en una reunión y que si le quería dejar el recado.

– Soy V. I. Warshawski -dije-. Él quiere hablar conmigo. Dígale que éste es el único momento en que podrá hablar conmigo hoy.

Me dijo que esperase. Bebí café y empecé un artículo en el Fortune sobre las trapacerías del ayuntamiento. Me quedé encantada. Nunca olvidé que habían tardado dos años en contestarme a una protesta por un cobro. Estaba empezando a leer sobre manipulaciones ilegales de dinero cuando Albert se puso al teléfono, más petulante al parecer que de costumbre.

– ¿Dónde te has metido?

Alcé las cejas ante el auricular.

– En una orgía de sexo y drogas. El sexo estuvo fatal pero la coca era buenísima. ¿Quieres venir la próxima vez?

– Tenía que haberme imaginado que te burlarías en lugar de tomarte en serio los problemas de mamá.

– No me estoy riendo, Albert. Si lees el periódico, te enterarás de lo difícil que es conseguir buena coca últimamente. Pero dime, ¿ha empeorado el problema de Rosa? Para que veas que tengo buena voluntad, no te cobraré el tiempo que he esperado a que te pusieras.

Veía su cara gorda y redonda fruncida haciendo un puchero de tamaño natural mientras respiraba con dificultad en mi oreja. Finalmente, dijo enfadado:

– Ayer fuiste al convento de San Albertus, ¿verdad?

Asentí.

– ¿Qué descubriste?

– Que va a ser dificilísimo aclarar las cosas. Nuestra mayor esperanza está en que las acciones hubiesen sido falsificadas antes de que el convento se hiciese con ellas. Tengo una cita esta tarde con el FBI y voy a ver si están averiguándolo.

– Bueno, pues mamá ha cambiado de opinión. Ya no quiere que investigues más este asunto.

Me quedé helada durante unos cuantos segundos mientras la ira se formaba en mi cabeza.

– ¿Qué puñetas quieres decir, Albert? No soy una aspiradora que enchufas y desenchufas cuando quieres. No se me hace empezar una investigación y luego se llama dos días después para decirme que habéis cambiado de opinión.

Oía papeles arrugándose al fondo; luego Albert dijo con suficiencia:

– Tu contrato no dice eso. Sólo dice: «La conclusión del caso puede ser requerida por cualquiera de las dos partes, ya hayan sido obtenidos resultados o no. Sea cual sea el estado de la investigación y aunque cualquiera de las partes esté disconforme con los resultados, los honorarios y gastos hasta el momento de la conclusión serán abonados.» Si me mandas la factura, Victoria, te la pagaré de inmediato.

Yo olía el humo de mi cerebro.

– Albert. Cuando Rosa me llamó el domingo, me dejó entender que sería culpable de su suicidio si no iba corriendo y la ayudaba. ¿Qué ha pasado desde entonces? ¿Ha encontrado un detective que le gusta más?