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– Más agua caliente, por favor -Casey contempló la cubeta.

– Si quieres más agua caliente, tendrás que traerla tú -dijo y contuvo el aliento mientras él la contemplaba intrigado, hundido entre las burbujas.

– Bueno, si eso es lo que quieres -se incorporó e hizo el intento de salir de la tina.

– Espérate -exclamó ella ruborizada-. Yo voy -el volvió a sumergirse y sonrió con aprobación.

– Buena chica. Estás aprendiendo rápido.

– ¿Ya es suficiente? -preguntó ella después de dos cubetas.

– Una más -ella trajo otra cubeta y la vació.

– ¿Algo más que pueda hacer por ti? -preguntó probándolo.

– ¿Tienes buena técnica para el masaje?

– No he practicado tanto como tú, es obvio -pero se arrodilló y empezó a darle masaje en los hombros-. ¿Así está bien?

– Un poco más fuerte -ella enterró los dedos y tuvo el placer de escucharlo respirar hondo. Poco a poco, la sensación de su cuerpo musculoso en sus dedos le cambió el humor.

– ¿Qué tal…?-aclaró su garganta y tragó saliva-. ¿Así está bien?

– Más abajo -murmuró él-. Sigue bajando por la espalda -ella intentó repetir lo mismo que él había hecho en su espalda y lo oyó suspirar.

– ¿Así está bien? -volvió a preguntar insegura.

– Más que bien -respondió él tomando su mano y llevándola entre sus piernas-. ¿Verdad? -preguntó. Ella quitó la mano y se puso de pie-. ¿No? Bueno, en ese caso tomaré otro trago -con las manos temblorosas ella llenó el vaso y se lo dio-. ¿Y el hielo? -preguntó él.

Casey miró la hielera donde se estaba derritiendo ya el hielo. Se lo llevó a Gil y él levantó su vaso.

– ¿Cuántos cubos quieres?

– Un par -respondió; ella los puso en el vaso.

– ¿Estás seguro?

– Quizá otro más -decidió él mirando el vaso.

– No escatimes, Gil. ¿No los quieres todos? -ella volteó la hielera y el congelado líquido rodó por su pecho. El se levantó violentamente, sofocado. Los ojos azules de Casey brillaron de felicidad.

– ¿Está mejor tu ardor, Gil? -le preguntó.

– Más fresco, querida -asintió recuperando el aliento-. Mucho más fresco.

Al día siguiente ella se despertó al amanecer, se vistió y desayunó antes que Gil apareciera. Casey lo miró, sentada a la mesa de la cocina.

– Ya preparé una lista de invitados para la cena. Me parece bien que sea el martes, pero no sé si tienes otros planes. Cualquier día después me da lo mismo.

– Buenos días, Casey -él ignoró la lista y se desplomó frente a ella. Tenía un aspecto desaliñado que sugería una noche sin dormir. Ella dejó la hoja de papel sobre la mesa y sonrió con alegría.

– Buenos días, Gil. ¿Sería mucha molestia que me dejaras cerca del centro comercial cuando te vayas? Es para economizar en los boletos del camión, ¿comprendes?

– Comprendo perfectamente. ¿Desayunamos?

– ¿Huevos con tocino? -ella sonrió con benevolencia-. ¿Y un par de salchichas? -él la contempló.

– Mejor jugo de naranja y pan tostado -ella obedeció sin replicar y media hora después la dejó cerca del centro del pueblo.

– ¿Llegarás tarde hoy? -preguntó Casey.

– Como a las seis -respondió él.

– Bueno, si no he regresado, ¿puedes empezar a preparar la cena? Hay unas piezas de pollo listas en el refrigerador, sólo tienes que meterlas en el horno -ya estaba casi fuera del auto cuando él la tomó del brazo para detenerla. Ella se volvió para mirarlo asustada.

– No, Casey. Será mejor que regreses -ordenó.

– ¿Y si no, qué, Gil? -preguntó ella en voz baja.

– Que puedes olvidarte de ser una esposa que trabaja. ¿Está claro?

– Como el cristal -replicó ella-. ¿Por qué no redactas un con¬loara mí sólo para estar seguro? Uno de esos que tienen muchas ¡etras Preñas. T©n90 fa certeza de que eres un genio en eso sus mejillas se ruborizaron-. De hecho, no comprendo cómo es ~^e no insististe en que firmara uno de esos asquerosos contratos orenupciales con una cláusula que garantice que nunca te pediré aue te bañes… -él enterró los dedos en su carne.

– Los contratos premaritales son una protección en caso de divor¬cio, Casey. Jamás te permitas el consuelo de creer que este matrimonio no es para siempre -lo dijo con tal seriedad que Casey, incómoda, tuvo que bajar la vista-. Así que siendo éste un lugar público, y debido a la intención de mostrar que somos una pareja de recién casados excepcional, me vas a dar un beso antes de irte.

– ¿Aquí? -exclamó ella sorprendida.

– Aquí y ahora.

Casey pasó saliva. Tenía tal arrogancia que no permitiría negativas. Lentamente ella se recargó hacia adelante hasta que sus ojos estuvieron muy cerca de los de Gil. El no se movió forzándola a acercarse hasta él. Ella rozó sus labios y luego retrocedió. El la apretó más fuerte.

– Intenta hacerlo mejor, cariño -le exigió. Ella cerró los ojos para no ver su cínica expresión y permitió que su boca lo besara como tanto lo ansiaba. Durante un breve y aterrador momento, él no respondió, pero luego su boca presionó la suya y, durante el tiempo que le tomó subir al cielo y regresar, el mundo se redujo hasta que no existió más que el cálido abrazo de Gil estrechándola.

– Así está mucho mejor, querida -musitó él cuando finalmente levantó la cabeza y la observó; se inclinó y abrió la portezuela. Casey titubeó un momento. Después, como él mostró impaciencia, salió a la calle y vio cómo él maniobraba el pequeño auto rojo entre el tráfico de la mañana sin mirar hacia atrás.

Respiró hondo antes de tocar en la puerta trasera de la tienda de Philip. Si él notó su apariencia distraída, no lo mencionó, sólo señaló la cafetera y comenzó a analizar sus diseños.

– Están divinos, Casey -comentó al fin-. Realmente preciosos -ella se estremeció cuando su voz la rescató del recuerdo de la boca de Gil en sus labios. Philip sonrió-. Estoy seguro de que te ha de resultar difícil no pensar más que en tu nuevo y flamante esposo, pero trata de concentrarte en tu trabajo, cariño.

– Lo siento -ella hizo un esfuerzo por concentrarse-. Necesit en qué transportarme, Philip. ¿Puedes sugerime algo?

– ¿Precio?

– Ese es el problema. Tenía la esperanza de que pudieras pres. tarme tu vieja minicamioneta. Casi nunca la usas -él la miró extra¬ñado.

– Tendrás que pagar el seguro.

– Eso sí puedo hacerlo -asintió ella.

– Si la necesitas puedes usarla mientras terminas este trabajo. Ahora vamos a ver cómo solucionamos todo el conjunto.

Ella trató de frenar sus emociones cuando se estacionaron frente a la casa, temerosa de que, a pesar de lo valiente que fue ante Gil la noche anterior, se hiciera pedazos.

Philip entró a la casa, pero Casey trepó la colina hasta su sitio favorito. Annisgarth aparecía inmóvil y en silencio anidada en su terreno. Estar arriba la hizo sentirse siempre como en su hogar.

"El acre de Casey", la llamaba su padre, aunque eran casi dos. Le tomó mucho tiempo y dinero para podérsela comprar. La casa soñada de su pequeñita.

Habían paseado por allí un domingo en la mañana cuando era niña y después del almuerzo ella hizo un dibujo del lugar. Trazó un columpio en el viejo roble, y a un gato sonriendo en la ventana de la recámara; su padre estaba admirado.

– ¿Piensas ser arquitecto, hijita? -ella no tenía idea de lo que era un arquitecto. Pero sabía lo que quería.

– Es donde voy a vivir cuando sea grande -respondió-. En la casa amarilla de la colina -y fue un pacto silencioso sólo entre los dos sin contar con su madre.

Ya no era una niña. Era una mujer casada y tenía que dejar atrás los sueños de la infancia. Quedó prendada demasiado tiempo en un enamoramiento de adolescente y unos cuantos besos, aunque en verdad no lo quería olvidar. Michael fue un amigo muy cómodo. Demasiado. Si hubiera exigido más como amante quizá ella podría haber olvidado a Gil. Aunque lo dudaba. Incluso después de seis años, su presencia aún le imponía.