– Maldito Gil -exclamó furiosa.
La brisa de abril era más fresca de lo que pensó, pues tenía las mejillas frías; levantó las manos para calentarlas y entonces descubrió que las tenía húmedas de lágrimas, sin siquiera saber que lloraba hacía tiempo:
– ¡Casey! -la voz de Philip la regresó a la realidad. Miró una vez más el maravilloso panorama antes de retornar a la casa y dedicarse a su trabajo.
Le tomó todo él día hacer los pedidos y conseguir el equipo de trabajadores, de modo que fue después de las seis de la tarde cuando estacionó la vieja camioneta detrás del Metro.
Gil estaba recostado en el sillón bebiendo una copa frente a la chimenea; el suelo de la sala estaba cubierto de cajas de cartón. Ella gritó de alegría y luego calló al contemplar su expresión.
– ¿Cómo llegaste a casa? -le preguntó mirándola fijamente. Casey levantó una ceja, sospechando que no era la primera copa. Levantó la mano y le mostró las llaves.
– Philip me prestó una camioneta -él se levantó tratando de mantener el equilibrio.
– ¿De veras? ¿Otro de tus admiradores? Deberías hacer una lista para saber quiénes y cuántos son.
– Con mucho gusto. Cuando tenga tiempo libre -respondió ella, aguantándose de reír ante la idea de que Philip fuese rival.
– Creí -exclamó él en tono agresivo-, que ibas a trabajar en esta casa.
– Así es. Y así lo haré -contestó ella-. Es que era más sencillo trabajar hoy con Philip. Teníamos que ir a la casa y los pedidos de las telas los hice a través de él. El tiene cuentas y descuentos especiales que yo no podría conseguir…
– Ya noté que no has mencionado la falta de teléfono -ella sintió un escalofrío en toda la espalda-. Contabilidad me envió la cuenta de tu teléfono portátil. Querían saber si se va a pagar como gasto de la compañía. ¿Qué teléfono portátil, Casey?
– ¿Este? -preguntó ella después de abrir su bolsa.
– ¿Tienes otros? -ella negó con la cabeza-. Entonces ese debe ser.
– ¿También quieres que te lo entregue? -se lo ofreció-. Igual que mi auto y las llaves de mi apartamento.
– ¿Tú apartamento? -ella se ruborizó desconcertada por la ira en su voz-. ¡Esta es tu casa! ¡Este es el hogar que yo te he dado y no importa qué le falte, te aguantas! -se inclinó hacia ella-. No te voy a permitir que aparezcas en ningún otro sitio para bañarte, o para lo que se te antoje -pasó el teléfono de una mano a otra antes de regresárselo a ella-. Puedes guardártelo. Si te lo quito conseguirás otro. ¿Verdad?
– Si me obligas -afirmó ella. El se enderezó con un esfuerzo.
– Eso Casey -le advirtió-, es un juego para dos. No se te olvide que ciertos juegos son más fáciles de iniciar que de acabar -Casey comprendió y recordó a la mujer que lo acompañaba en el elevador.
– No estoy interesada en ningún juego, Gil. Este lo iniciaste tú -le recordó; el gruñó y la contempló con el ceño fruncido, luego terminó su bebida.
– ¿No vas a preparar la cena? -le ordenó.
Casey dejó que Philip instruyera al equipo de decoración que iba a pintar el exterior de Annisgarth, y se concentró en su propio hogar por unos días. Pintó la buhardilla, suavizó lo blanco con una capa rosa en sus bordes y en las ventanas, haciendo juego con la alfombra que Philip le vendió muy barata. Dejó aquéllas descubiertas para tener más luz y colocó su mesa de dibujo frente a ellas.
Hecho eso, empezó a desocupar la pequeña recámara extra para convertirla en un baño. En el momento que quitaba el horrible tapiz de flores, llegó Gil la noche del viernes. Se paró en el umbral y la observó un momento.
– ¿Por qué estás decorando, arriba? Pensaba que comenzarías por abajo -ella hizo una pausa y lo miró.
– ¿Tienes prisa por que se vea respetable para la cena?
– No estaría mal -él se encogió de hombros; ella arrancó otro pedazo de papel y lo echó con el resto.
– No quedaría como me gusta en tan poco tiempo y no pienso estropearlo sólo para poder impresionar. Además, lo que me urge es un baño, y aquí lo haré.
– ¿Un baño? -él levantó la ceja-. Creí que planeabas mudarte aquí…
– ¿Mudarme aquí? -repitió ella enderezándose y notando el reto en los ojos de él-. ¿Por qué habría de hacer eso, Gil? Ya me prometiste que dejarías que decidiera cuando desee convertirme en tu… «esposa"…
– Ya eres mi esposa, Casey -musitó él con rudeza y apretando los puños-. Que no se te olvide.
– … y me aseguraste que eres un caballero -continuó ella como si él no la hubiera interrumpido-. ¿Por qué necesitaría una recámara separada para reforzar esa promesa? -lo miró esperando comprensión.
– Tú… -él dio uno pasos hacia adelante con el rostro rígido, luego se controló y movió la cabeza.
– Tienes toda la razón. No hay ninguna necesidad. Y si yo cambiara de opinión, esa puerta no sería ningún obstáculo -añadió como si fuese un hecho. Se asomó a la ventana para ver el patio-. Hay un gato en la entrada -comentó.
– Si, ella cree que vive aquí -explicó Casey, dejando escapar un suspiro-. Espera pronto dar a luz. La he estado alimentando.
– ¡Qué alivio! Pensé que ibas a servirme las latas de comida para gatos que vi en la alacena.
– No es mala idea -sonrió-. Si no estás ocupado, ¿por qué no te acercas y me ayudas? -por un momento creyó que él se iba a negar, pero se encogió de hombros y dijo:
– Claro. Voy a cambiarme.
Trabajaron un buen rato en silencio y acabaron las partes más complicadas.
– Gracias, Gil -Casey se quitó los guantes de hule y miró alrededor-. Ya casi quedó terminado.
– El hecho de que estés tan empeñada en un baño representa un problema -trató de recordarle-. Yo creí que ya disfrutábamos de nuestros baños frente a la chimenea -Casey ignoró sus palabras.
– Philip me avisó que ciertos aditamentos iban a estar a precios bajos en el salón de baños del parque de exhibiciones. Iré a verlos mañana.
– Vaya, un aplauso para Philip -entrecerró los ojos pensativo-. Creo que será mejor que te acompañe.
– A ver si puedes escaparte de la oficina -murmuró ella. Era la primera vez en muchos días que regresaba a casa antes de las nueve.
– Quizás si me esperara aquí algo más que la frialdad con la que me recibes tendría motivos para venir a casa -replicó él con aspereza-. ¿Qué preparaste para cenar?
– ¡Todavía nada! Yo también he estado trabajando -furiosa agarró la bolsa de plástico llena de basura y se encaminó a la puerta. El se interpuso en su camino y la estrechó en sus brazos.
– Puedo comprar comida china, si quieres -le ofreció.
– ¿No es un poco extravagante? ¿Podremos darnos el lujo de eso, además de un baño nuevo? -preguntó Casey mientras el corazón le daba brincos traicioneros, al tener cerca a Gil.
– Creo que podemos, siempre y cuando mañana sólo comamos huevos y papas fritas -él sonrió-. Y no recuerdo haberte dicho que podemos pagar un baño nuevo. Sólo dije que lo pensaría.
– En ese caso quiero el veintisiete, el treinta y dos y el sesenta y uno del menú chino.
– No es mucha novedad para ti la comida china, ¿verdad? -preguntó él soltándola.
– Ya sabes cómo es, Gil. Prueba uno cosas nuevas, y prefiere uno los favoritos de siempre.
– ¿De veras? -el arrojó las llaves del auto al aire, y los ojos le brillaron peligrosamente-. Me pregunto cuáles de tus favoritos has estado probando últimamente -no esperó que ella respondiera, pero dio un portazo con mayor fuerza que nunca al salir.
Casey se estremeció; hacía frío en la casa. Eran principios de mayo y el clima caluroso desapareció tan pronto como había llegado. Por impulso encendió la chimenea. Acercó el cerillo encendido al periódico, prendió por un momento, pero se apagó.