– A todo mundo le sucede alguna vez. El truco consiste en no repetirlo.
– Te aseguro que no quiero beber jugo de naranja en mucho tiempo -exclamó ella frotándose los ojos.
– Lástima que Dave consideró que tu concierto merecía algo más fuerte. Fue el vodka que añadieron al jugo lo que te hizo daño.
– Así que, ¡eso era lo que me quería decir! -exclamó la chica recordando los gestos que Dave le hizo -él recogió el vaso de su manos.
– Creo que ya te estás sintiendo mejor. Ya no suenas tan humilde.
Ella consideró que tenía razón. No mejoró mucho, pero la sensación ya no era tan espantosa. Deslizó suavemente los pies al suelo y se puso de pie. Se balanceó un momento y luego mantuvo el equilibrio.
– Necesito ir al baño -dijo con voz débil. Gil le ayudó a ponerse el camisón y la acompañó para bajar por la escalera.
– No cierres la puerta. Si te desmayas no podré ayudarte -le advirtió él.
Ella obedeció y media hora después, bañada, vestida y con una taza de café adentro, comenzó a sentirse mejor. Gil levantó la vista del periódico.
– ¿Se te ocurre algo que quieras hacer hoy? Pensé en almorzar fuera, pero…
– No es buena idea -replicó ella de inmediato.
– No -él sonrió con maldad-. Aunque creo que te haría bien tomar aire fresco. ¿No quieres pasear a la orilla del río?
– Es… posible.
– Anda, vamos -la levantó de la silla-. Voy por tu chaqueta.
Diez minutos más tarde Gil se estacionó en el muelle, y caminaron lentamente por ahí, disfrutando la vista de los yates y de los jóvenes del club que navegaban a lo largo y ancho para sus lecciones del domingo. La brisa del río devolvió el color a sus mejillas y pronto, como Gil predijo, Casey comenzó a sentirse mejor. Iban del brazo paseando por el sendero cuando él le preguntó:
– Hace mucho tiempo paseamos igual, Casey. ¿Te acuerdas?
– Jamás lo olvidaré.
– Son ya casi seis años.
– Cinco años, ocho meses, y tres semanas -murmuró ella -Gil la miró con una expresión muy rara.
– ¿Y no cuentas los días? -preguntó; ella apuró el paso. Contaba cada día, cada hora, cada segundo.
– Sería un poco melodramático, ¿no crees? -respondió ella furiosa por haberse traicionado con tanto descuido.
– Sobre todo, cuando tenías a Michael para distraerte.
– Exactamente -ella trató de separarse, pero él la mantuvo cerca y ella no quiso hacer una escena en público-. Estoy segura de que tú también tenías quién te consolara -musitó enfadada.
– Bueno -él sonrió-, como tú bien señalaste, tengo una debilidad por las morenas bien proporcionadas-. El levanté la vista-. ¿No es esa Annisgarth?
– Sabes muy bien que sí.
– No he tenido oportunidad de verificar cómo quedaron las composturas. ¿Te importaría que fuéramos a ver? -le preguntó él.
Sí le importaba. Y mucho, Annisgarth era el último lugar en el mundo donde quería ir con Gil; pero no tenía la energía suficiente para discutir, y notó tal determinación en el rostro de él que comprendió que sería en vano. Se encogió de hombros y respondió:
– Tengo la llave por si quieres entrar.
Capítulo 6
– QUE generosa. Según recuerdo la última vez sólo permitías que me asomara por la ventana -ella lo miró extrañada por el súbito cambio en su tono de voz. La estaba mirando con dureza y una vena temblaba en su frente.
– Pero… -protestó ella. El no la escuchó. Caminaba a grandes zancadas frente a ella y no pudo hacer más que seguirlo, aunque de mala gana. Claro que no pudieron entrar la última vez. No se había completado la venta -no era posible que Gil no lo entendiera.
El la esperaba impaciente en la puerta principal y ella le entregó la llave.
– ¿No vas a entrar? -preguntó Gil.
– Mejor no -respondió ella moviendo la cabeza.
– Deberías entrar. Sería muy irresponsable de tu parte permitir a cualquier patán deambular por aquí sin compañía.
– Pero tú no eres cualquier patán… -Gil tenía una expresión tan decidida que ella suspiró y entró delante de él.
– Y, por cierto, ¿quién es tu cliente?
– ¿Qué, tú no sabes? -preguntó ella sorprendida-. Si dijiste que O'Connor hizo las modificaciones.
– Nos dio instrucciones un arquitecto que representa una compañía costera.
– A mí también -dijo ella y él movió la cabeza distraído, paseando por la casa, admirando el paisaje exterior y revisando el trabajo que realizó su personal.
– Esto me gusta -Gil señaló dos pequeñas habitaciones convertidas en una gran sala con ventanas en tres lados. La vista daba hacia una brecha que formaban las colinas y cuando niña, Casey creía quejera el mar.
– Sí. Quedó estupendo -respondió ella desanimada. Era muy doloroso. Casey no quería estar allí con Gil y sintió ansias de irse, pero él estaba revisando la calefacción.
– Ya era tiempo de que la remodelaran. Estaba muy deteriorada -había una crítica latente en sus palabras, que la irritó.
– Mi papá la rentó a una compañía local hasta hace poco. Era demasiado grande para mí…
– Mucho -aceptó él-. Era para cuando te casaras. Lo recuerdo -Gil se levantó y contempló el valle-. Va a quedar maravillosa, Casey. Tu padre nunca debió despojarte de ella. Fue un caso desesperado; debió comprender que no sería suficiente para salvar su situación.
– Me imagino que lo sabía -admitió Casey-. Pero yo insistí. Creo que estaba más desesperada que él.
– Comprendo -ella comenzó a sentir de nuevo el dolor de cabeza y se estremeció sintiendo un frío que no tenía nada que ver con el clima.
– Vámonos, Gil. Fue un error venir aquí contigo -esperó hasta que él la alcanzó en la entrada y cerró con fuerza la puerta.
– Una vez me trajiste aquí a ver la casa. ¿Recuerdas ese día, Casey?
Ella no pudo responder. Comenzó a correr hacia el.bosque, ignorando que la llamaba, y se detuvo sólo cuando llegó al refugio de los árboles. Débil y mareada, se dejó caer bajo su sombra. Claro que recordaba ese día. ¿Cómo podría olvidarlo? Había sido joven y estaba enamorada, trajo a Gil a conocer su casa, esperando que le fascinara tanto como a ella.
Quiso transmitirle que no existía ninguna barrera entre ellos para casarse. Su madre lo rechazaría, quería un casamiento entre la alta sociedad, pero ella poseía su casa y podrían vivir ahí juntos y felices para siempre. Qué ingenua y qué estúpida había sido.
Sucedió una semana antes de cumplir los dieciocho años y lo había soñado. Preparó un picnic y trajo a Gil al bosque con la intención de convertir su sueño en realidad. Terminaron de comer y descansaban sobre un tronco de árbol; se terminaron una botella de vino.
– La semana entrante será mi cumpleaños. Me van a hacer una fiesta en el Club. ¿Vas a venir? -le preguntó con timidez.
– No lo creo. A tu mamacita no le gustaría, ¿verdad? Y a los caddies les está prohibido entrar a los salones del Club.
– ¿Eres un caddy? -exclamó ella divertida-. Nunca te había visto.
– Lo fui antes. Cuando terminé la escuela. Estuve poco tiempo. Mejor lo celebramos privadamente -le murmuró inclinándose a besarla-, tú y yo solos-ella no insistió; no le importaba la fiesta. Había algo mucho más importante. Se levantó y estiró la mano.
– Ven conmigo, Gil. Quiero enseñarte algo. Es el regalo de cumpleaños que me dio mi papá -él la siguió hasta el borde del bosque y miró hacia el valle protegiendo sus ojos del sol.
– Mira, ahí. Mi casa -ella lo miró esperando que comprendiera lo que le quería decir.
– Es enorme. ¿Para qué ibas a querer una casa como esa? -preguntó él entrecerrando los ojos. Ella sabía que él se sonrojó.
– Es para cuando me case -lo había dicho y esperó, sin aliento, a que él le propusiera matrimonio.