– Imagínate. Para mañana a mediodía todo el pueblo conocerá los detalles de nuestra "joya" de residencia -sorbió un trago y contempló a la luz de la chimenea al hombre con quien se había casado. Se veía fatigado. Lo que fuera que tuvo que hacer en Londres fue pesado y Casey comprendió que sabía muy poco acerca de él. Sólo lo que le contó de cómo empezó a construir sus negocios de la nada.
Sin embargo, cuando su padre fue dueño de la compañía, nunca tuvo necesidad de citas nocturnas en Londres. El la miró a su vez.
– ¿Qué? -preguntó como si percibiera las dudas en su mente.
– Estaba curiosa acerca del aspecto de albañil que tenías cuando llegaste -reclamó ella. El soltó una carcajada y de pronto ya no parecía tan cansado.
– ¿No fue divertido? Debiste ver tu expresión. Aunque fue verdad que tuvimos un problema con la mezcladora y estábamos por hacer un vaciado grande de concreto. Uno de los trabajadores me prestó ropa y logramos que funcionara.
– ¡Qué heroico! -bromeó ella, pero le daba satisfacción la imagen del Gil sudando y haciendo esfuerzos. Se parecía más al hombre de quien se enamoró.
– Iba a ducharme y a ponerme un traje, pero no pude resistir hacer la actuación. ¿Crees que se impresionaron?
– Se emocionaron. Menos mal que ya te aceptaron como miembro del Club o tu actuación te hubiera costado bastante.
– ¿Crees? ¿Después de que tu padre me recomendó tanto?
– Mi padre esperó cuatro años antes de ser miembro, si mal no recuerdo, e incluso fueron las obras de caridad de mi madre lo que logró que finalmente lo admitieran -señaló Casey, enferma de repente por el juego que estaban jugando-. No sé cómo te las arreglaste, Gil, pero estoy segura de que necesitabas algo más que una palabra de recomendación de mi padre para pasar por encima de la lista de espera -se puso de pie-. No se te olvide llevar la sábana cuando subas. La extraño.
, E^se incorporó un poco y ella se quedó parada desafiándolo, esperando que la cargara y la subiera por la escalera, como lo hizo aquel primer día, y la convirtiera en su verdadera esposa. Por un breve instante que congeló su corazón, creyó que lo iba a hacer.
– Pídemelo, Casey -murmuró él-. Pídemelo de buena manera -los dos sabían que no hablaba de la sábana. No tenía nada que ver con el ambiente que existía entre ellos. Casey se quedó hipnotizada, incapaz de retroceder ni avanzar-. ¡Pídemelo! -exigió él, con voz dura y enérgica.
– ¡No! -en el mismo instante de pronunciar la palabra, se arrepintió, pero era demasiado tarde, y Gil se desplomó en el sillón, concentrado en el fuego de la chimenea.
– Buenas noches, Casey -era una despedida. Reacia, Casey subió por la escalera, pero a pesar de que estuvo mucho tiempo despierta él no la siguió.
– Casey Blake.
– Casey. Querida -la voz de la señora Hetherington se oyó condescendiente desde el otro extremo de la línea telefónica-. ¿Cómo estás? -Casey sintió una gran desilusión. Pasaron varios días desde la cena y tenía la esperanza de que la madre de Michael hubiera vetado su intervención en el baile de las rosas.
– Muy bien, gracias. ¿Y usted?
– Muy bien.
Se hizo un incómodo silencio mientras Casey dudaba si debería preguntar cómo estaba Michael, pero antes de decidirlo la señora Hetherington habló sobre la solicitud de su cooperación.
– Me doy cuenta que será un poco incómodo para ambas, pero ya somos personas adultas y sería ridículo permitir que este desafortunado acontecimiento destruyera una amistad tan larga entre nuestras familias. Michael ha reaccionado bastante bien después de todo: Fue un shock, claro. Pero yo le expliqué que cualquier chica puede perder la cabeza…
– ¿Perder la cabeza? -repitió la joven pasmada, pero la señora continuó.
…y qué bueno que fue antes de que cometieras el error de casarte con él. Ya ha aceptado la situación.
Casey tragó el veneno en las palabras de la señora y comprendió que, aunque se merecía el reproche, nadie soportaría a esa detestable mujer de suegra.
– La ayudaré con mucho gusto, señora Hetherington. Es lo que mi madre quisiera, estoy segura.
– Tenemos junta hoy en la tarde. Comprendo que no es hora para avisarte.
– No hay problema -la interrumpió ella. Era como ir al dentista; mientras menos se piense, mejor. Anotó la hora y colgó.
– ¿Perdí la cabeza? -se preguntó-. ¿Por qué? -luego empezó a sonar de nuevo el teléfono y por algún tiempo el trabajo distrajo todos sus pensamientos.
A pesar de haber dicho que no tendría problema para llegar a tiempo a la cita, Casey estuvo ocupada contestando y haciendo llamadas por teléfono, de modo que salió un poco atrasada. Al salir rápidamente de su casa, se encontró con que su auto tenía un neumático averiado y no había tiempo para cambiarlo.
– ¡Maldición! -sacó el teléfono de su bolsa y marcó el número de la compañía de taxis. Llegó tarde, murmuró sus disculpas y tomó asiento, puesto que la junta ya había comenzado.
La señora Hetherington creía en juntas formales de los comités. Pasaron dos horas antes de que llegaran a un acuerdo sobre un tema, repartieron responsabilidades y por fin pudieron dar término a la sesión.
– Creo que nos merecemos una copa de jerez -ofreció satisfecha la señora Hetherington.
– ¿Me permitiría llamar para pedir un taxi? -le pidió Casey mirando el reloj.
– Con mucho gusto. Puedes llamar. Ya sabes dónde está el teléfono.
Casey pudo usar su propio teléfono, pero ansiaba la oportunidad de escapar de la abrumadora cortesía de su anfitriona, aunque fuera por unos minutos. En el pasillo descolgó el auricular y trató de recordar el número de los taxis. Mientras lo lograba, se abrió la puerta principal y apareció Michael, boquiabierto, en el umbral.
– ¡Casey!
– Hola Michael.
– ¿Qué diantres…?
– Baile de la rosa -ella no pudo contener la risa por la conversación taquigráfica de dos personas que habían sido amigas durante tanto tiempo.
– Me da gusto verte, Casey. ¿Cómo has estado? -tomó su mano y la miró con ansiedad-. Has perdido peso.
– He estado ocupada -señaló el teléfono-. Estoy pidiendo un taxi. Se averió mi neumático.
– No te molestes. Yo te llevaré a tu casa.
– No creo…
– Por favor, Casey -lo dijo con insistencia-. Ahora que estás aquí, quiero pedirte un favor -movió la cabeza en dirección a la sala de juntas y no fue necesaria más explicación. No quería que su madre lo oyera-. Te espero en el auto.
Cinco minutos después se estacionaron en un recodo del camino que conducía a Melchester.
– ¿Qué sucede, Michael?
– Quiero que invites a alguien a que te ayude en el subcomité de decoraciones.
– Bueno…
– No tengo idea si te pueda ayudar, pero no se me ocurre otra manera de poder llevarla al baile.
– ¿No puedes invitarla y ya? -sugirió cortésmente.
– No es tan fácil.
– Ah, entiendo -Casey sonrió-. ¿Tu mamá no lo aprueba?
– Mi mamá no sabe -declaró él con súbito vigor-. Y no lo sabrá hasta que sea demasiado tarde para meterse con nosotros. Jennie es secretaria en la oficina.
– Caramba -dijo ella ocultando una sonrisa al pensar en la esperada reacción de la madre.
– Oh, Casey -él dio la vuelta impulsivamente para mirarla-. No concebía que me abandonaras. Estaba tan furioso. Pero, ahora, veo todo tan claro. Cuando es amor verdadero, no puedes hacer nada ¿no es asi?
– Sí, Michael, así es -ella rió y tomó su mano-. No sabes cuánto me alegro de saber que has encontrado a alguien. Dame su número telefónico. Me acabo de dar cuenta de que necesito a alguien que anote todo para mi subcomité. Y con mucho gusto te invito a compartir nuestra mesa, si quieres. Después de todo, Jennie necesita un acompañante. -¿No le importará a tu esposo?