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Terminó el vals y Casey miró hacia su mesa. Gil no estaba allí, para su alivio. No iba a ser fácil explicarle que se escabullía para ayudar a escapar a un par de recién casados, sobre todo cuando estaban otras cuatro personas presentes. Ya se lo diría más tarde.

Siguió a Michael hasta el vestíbulo. No había nadie; ios que no bailaban fueron a sentarse junto a la piscina. Riendo como niños, subieron aprisa por la escalera. Casey abrió la puerta y Michael entró.

– Esas son las maletas -indicó Casey señalando las que estaban al pie de la cama. Michael las levantó y miró hacia la puerta.

– ¡Oh, Gil! Has descubierto nuestro pequeño secreto -Gil entró y le dio un golpe a Michael en la quijada, mandándolo al otro extremo de la habitación.

Casey miró a su esposo horrorizada, luego cayó de rodillas para colocar la cabeza de Michael en su regazo.

– ¡Michael! -gritó. Luego miró a Gil-. ¿Qué demonios crees que estás haciendo?

Por un momento él se quedó parado contemplando la escena sin notar la sangre en sus nudillos.

– Lo siento. Me imagino que perdí la cabeza. Quería ser civilizado -se desplomó en un extremo de la cama-. No es cosa de todos los días ver que tu esposa haga planes tan elaborados para huir con su amante.

Michael trató de incorporarse mientras Casey corrió al baño a traer agua.

– Me diste un golpe muy fuerte, Blake -se quejó Michael, estremeciéndose cuando Casey le aplicó una toalla mojada y fría en el rostro-. Tengo que manejar hasta llegar a Francia hoy en la noche.

– Casey puede manejar -señaló Gil con voz opaca-. Pero no tienen por qué ir tan lejos. Toma -le echó un montón de llaves, y Casey palideció al reconocer la etiqueta.

– ¿Annisgarth?

– Sí. Annisgarth. Ya de una vez pueden tener también la casa. Ya no voy a necesitarla. Sólo le pido a Dios que sean felices allí. Uno de los dos debería tener la oportunidad de ser feliz, y no importa qué haga, les puedo asegurar que no voy a ser yo -declaró con amargura.

– ¿Compraste Annisgarth para mí? -susurró Casey levantando las llaves. Su corazón latía con la ridícula sensación que podía muy bien ser de felicidad, pero hacía tanto tiempo qué no sentía esa emoción que no estaba segura.

– Sí. Y tu padre me la vendió muy cara. De todas maneras, qué importa. Sólo es dinero, y Dios sabe que tengo más que suficiente -se puso de pie-. No necesitan preocupársele nada. Yo me encargaré de llegar a un acuerdo contigo, y Peter va a ocuparse de la compañía. Ya me cansé de venganzas.

Michael aclaró su garganta y logró ponerse de pie sosteniendo la toalla en su barbilla.

– ¿Me permiten decir unas palabras?

– ¿Falta todavía algo? -Gil lo miró con frialdad-. Ya tienes todo lo que yo quise… ¿no es bastante?

– Sería preciso que te explicara…

Se abrió la puerta y apareció Jennie, puso las manos en su cintura y exclamó:

– Michael Hetherington, si tengo que esperarte un minuto más tendrás que irte de luna miel solo -declaró. Luego notó la toalla y la sangre y gritando corrió hacia él Gil los observó y luego miró a Casey anonadado.

– Se casaron esta mañana. Se suponía que era un secreto.

– ¿Se casaron? -exclamó Gil-. ¡Pero si se acaban de conocer!

– Bueno… no exactamente. Las presentaciones fueron para engañar al público. Por razones que no nos incumben, Michael y Jennie no querían que nadie supiera de sus relaciones.

– Pero yo te vi y… -él señaló a Michael con la mano- subiéndose aquí a escondidas como un par de conspiradores.

– Michael vino por las maletas de Jennie. Yo me iba a encargar de la vigilancia. Como verás, con poco éxito.

– ¡Dios mío! Oh, Dios mío. Michael… ¿Qué te puedo decir, Michael?

– Puedes felicitarme por mi buena suerte -Michael sonrió-. Y a la vez -le sugirió-, discúlpate con tu esposa -los observó de manera extraña.

– Deberías ofrecerte de chofer hasta Francia -dijo Casey acalorada-. ¿O todavía quieres que lo haga yo? -continuó con peligrosa calma.

– No hace falta. Yo podré arreglármelas – se apresuró a decir Michael-. Si no nos apuramos perderemos el transbordador -arrojó la toalla a un lado.

– Yo llevaré las maletas -se ofreció Gil-. Si alguien me ve, estoy seguro que podré inventar alguna excusa.

– Siempre lo haces -Casey lo miró con ojos encendidos.

– ¿Dónde está el auto? -preguntó Gil un poco incómodo.

Jennie respondió y unos minutos después lo siguieron por la escalera. Jennie se recargaba en el brazo de Casey. Quedaron en pretextar un fuerte dolor de cabeza en caso de encontrarse con alguien que les preguntara. Nadie se fijó. Casey y Gil vieron como el auto se perdía de vista y luego se miraron de frente.

– Le pudiste romper la quijada -dijo ella con reproche.

– Eso fue lo que intenté hacer.

– Oh -ella miró sus pies y comenzó a sonreír. Luego lo miró a través de sus pestañas-. Después de vengar tu honor, ¿estabas dispuesto a dejarme ir con él?

– Quería que fueras feliz Casey -él colocó su mano y levantó su barbilla-. Ya te he lastimado mucho y pensé que si era lo que querías tendría que dejarte ir.

– ¿Pero de preferencia con la quijada de Michael partida en dos?

– Bueno, soy humano -la observó sin parpadear, intrigado.

– ¿Lo bastante humano como para besarme? -susurró ella.

– Claro que sí -dijo él, y estrechándola en sus brazos le demostró con detalle cuánto quería besarla. Cuan humano podía ser. Cuando finalmente levantó la cabeza, ella sonrió.

– No creo que el estacionamiento sea el lugar apropiado para terminar esta conversación.

– No podía estar más de acuerdo, señora Blake.

– Es un poco descortés abandonar el baile -le recordó ella.

– ¿Cuál baile?

El la condujo manejando fuera del pueblo arriba hasta Annisgarth. Estaba empotrada en la noche semioscura del verano, envuelta en el aroma de rosas que embriagaban el ambiente en su camino hasta la puerta principal. Gil deslizó la llave en 1a cerradura, pero Casey detuvo su mano.

– No, aquí no -cuando él se volvió intrigado, ella miraba abajo de la colina hacia la oscura sombra del bosque y sonrió comprendiendo.

– Voy a traer un tapete del coche.

– No teníamos tapete antes -le recordó ella.

– Usabas jeans en esa ocasión. Creo que tafetán y brillantes merecen un tapete -señaló él e hizo una pausa para besarla.

– Creo que tienes razón -asintió ella y no muy convencida le permitió ir por él. Cuando Gil regresó tenía un tapete en un brazo y con el otro la abrazó.

– ¿No tienes frío?

– No. Es una noche bellísima.

– Perfecta.

El tendió el tapete y se recostaron en el claro, respirando el aroma de los pinos. Gil quiso abrazarla, pero ella lo detuvo.

– No, todavía no. Tengo que decirte por qué quería venir aquí.

– No quiero hablar -murmuró él besándole el cuello.

– Es importante, Gil. Fue aquí donde todo empezó a ir tan mal.

– Silencio, Casey. Ya todo pasó.

– No -insistió ella convencida-. Si no revelamos uno al otro lo que sentimos y lo que sentíamos, puede irnos mal de nuevo -él la besó en la frente y se recargó en un codo.

– Trataré de ser paciente. Tenemos toda la noche para nosotros.

– Quiero contarte acerca del día que te traje aquí. Antes de mi cumpleaños.

– Sí, lo recuerdo -respondió él en voz baja.

– Quería que vieras la casa porque pensaba… esperaba… que me quisieras tanto como para casarte conmigo y traté de que supieras que podía ser posible -él abrió la boca para hablar, pero ella prosiguió rápidamente-. No habías dicho que me amabas. Pero yo creía que sí. No tenía mucha experiencia en estas cosas.

– Y yo todo lo interpreté mal.