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– Hola, gatito -se inclinó y le acarició el lomo-. ¿Cómo te llamas? El gato maulló y ella estaba contenta de tenerlo de compañía cuando tuvo que explorar el oscuro cobertizo lleno de telarañas para buscar la escalera. Le ofreció un poco de leche y se puso a limpiar las ventanas.

Mientras restregaba el vidrio y contemplaba las terrazas grises de las casas vecinas, suspiraba. No tenía sentido pensar en lo que pudo haber sido. Su padre la había vendido para pagar al banco y tendría que acomodarse con lo que tenía. Si Gil la amara no le importaría cómo fuera esa casa. Hubiera vivido con él en una cueva.

Pero no la amaba. Además, era parte del paquete de venganza, porque su padre lo había despedido y Gil la culpaba a ella; y les había pagado con la misma moneda. Los había comprado en cuerpo y alma.

Terminó cerca de la una. La pequeña habitación brillaba. Satisfecha, se concentró ahora en su apariencia.

Se había cepillado el cabello, y lo levantó en un suave moño. Contemplaba el contenido de su guardarropa cuando escuchó la llave de Gil en la cerradura. Rápidamente descolgó un vestido color turquesa con un cinturón de ante del mismo tono y se lo puso mientras él subía por la escalera. La contempló con interés, mientras ella trataba de colocar en sus orejas las perlas, con las manos temblorosas.

– Muy bonito -ella miró el vestido.

– Gracias.

– No me refería al vestido -él miró su reloj fingiendo que no notaba el rubor de sus mejillas-. Ya tenemos que irnos.

El Watermill estaba lleno, pero Gil logró convencer al capitán de que les diera una mesa junto a la ventana. De inmediato llevaron una botella de champaña y el camarero la abrió con gran ceremonia, atrayendo la mirada y la sonrisa de los otros comensales. Gil levantó su copa.

– Por nosotros, Casey -si su sonrisa parecía alejo triste, sólo ella lo notó-. "Hasta que la muerte nos separe".

– Parece más una sentencia de muerte que un brindis -murmuró ella.

– Como quieras, querida. Pero es una sentencia mutua. Ambos estamos cautivos.

Un agudo dolor en la garganta amenazó de pronto avasallarla y corrió al tocador. Se encerró en un cubículo y metió sus nudillos en la boca para no gritar con fuerza; poco a poco recuperó el control, pero cuando se dirigió a la puerta escuchó voces.

– ¿Viste a Casey O'Connor con el hombre con el que se casó? -Casey sintió que palidecía.

– Es obvio por qué la atrajo. Junto a él Michael Hetherington luce bastante flacucho.

– Fue muy repentino, ¿verdad? ¿Crees que está embarazada?

– ¿Qué? ¿La doncella de hielo? -la mujer soltó una carcajada-. No, el chisme en el Club es que fue su dinero lo que la atrajo. Parece que es rico como Midas.

– Dios, algunas mujeres no saben qué suerte tienen -las voces se acallaron y Casey hizo girar el picaporte. Tenía que regresar al comedor y fingir que no había escuchado esa conversación. Contempló en el espejo sus ojos grandes en el pálido rostro, y sonrió. La perfecta imagen de una recién casada. Se alisó la falda, levantó la cabeza y se preparó a enfrentar al mundo.

Tan pronto salió del tocador, vio a las mujeres que habían estado hablando de ella. Entre ellas intercambiaron miradas, pensando que quizá las había oído. Casey las conocía de vista y las saludó cortes-mente al pasar, sin traicionar por nada las ganas que tenía de sacarles los ojos, y sonrió entusiasmada a Gil cuando él se levantó al verla.

– ¿Estás bien? -preguntó él desconcertado por tan amplia sonrisa.

– Excelente -afirmó ella, y levantó la copa para hacer una brillante imitación de la feliz recién casada para beneficio de alguien que lo dudara. El frunció el ceño y se inclinó sobre la mesa.

– ¿Qué sucedió?

– Nada -respondió ella alegre, pero le brillaban demasiado los ojos y no logró engañarlo.

Apareció el camarero para tomar la orden y Gil tuvo que posponer el asunto, pero tan pronto se alejó insistió con sus preguntas.

– Dime qué sucedió -y cuando ella abrió la boca para negar que algo había pasado, él la interrumpió-. No vuelvas a decir que "nada". Se nota que algo te ha trastornado -Casey lo contempló incrédula.

– ¿Me ha trastornado? -murmuró.

– Algo más -declaró él moviendo la cabeza con impaciencia.

– Sufrí el destino de todos los que escuchan tras la puerta, Gil. No dijeron nada bueno de mí.

– ¿No?

– Parece que tienen opiniones divididas acerca de los motivos que tuve para casarme contigo tan apresuradamente.

– ¡Oh! -exclamó él aliviado y sonrió-. Creo que puedo adivinar los más obvios. ¿Cuál era la otra alternativa?

– Tu dinero. Piensan que eres tan rico como el rey Midas -él estalló en carcajadas haciendo que los demás se volvieran a verlos.

– Tú podrías desengañarlas, ¿no cariño? En ambos aspectos -Casey sintió que se sonrojaba.

– ¡Gil, por amor de Dios! -exclamó.

– No es muy halagador que digamos. Tengo otros… atributos que cualquier mujer encontraría envidiables en un marido. Dame tu mano -él colocó el codo en la mesa y extendió el brazo hacia ella.

– ¿Qué?

– Tu mano, señora Blake -ansiosa de no provocar una escena, ella colocó sus dedos en los de él, y sin prevenirla él inclinó la cabeza y se los besó.

– ¡Gil! -él levantó los ojos indescifrables en su rostro bronceado.

– Pensé que sería divertido jugar un juego. Vamos a convencer a esas chismosas de que nos casamos por pura lujuria. Con eso de veras tendrán bastante de que murmurar -Casey movió la cabeza sin quitar su mano.

– No. No me dejaste terminar de decirte lo demás. Descartaron el embarazo. La "doncella de hielo" no pudo haberse casado por lujuria -quitó la mano cuando el camarero llevó el platillo de camarones. Gil titubeó antes de tomar el tenedor; tenía un extraño brillo en los ojos.

– ¿Doncella de hielo? -preguntó-. Quizá están mejor informadas de lo que imaginaba.

– De modo que no cabe duda alguna de que me casé contigo por tu dinero.

– Siento resultarte una desilusión.

Cuando retornaron, Gil abrió la puerta del auto y acompañó a Casey a la casa.

– Tengo que regresar a la oficina por un rato, Casey. Necesito hacer varias llamadas. Aquí no hay teléfono…

Afligida y angustiada a la vez, la joven observó cuando él se marchaba. Se puso los pantalones de mezclilla, una sudadera y empezó a desempacar sus cosas. Su lámpara china y algunas figuras de porcelana le dieron un aspecto más hogareño a la sala; desempacó sus excelentes utensilios de cocina y los guardó en los anaqueles.

Pasó el resto de la tarde midiendo las habitaciones y las ventanas, seguida por el travieso gato, que se sentaba a sus pies mientras ella pensaba como rediseñar cada habitación. Empezaría por organizar las composturas en la casa tan pronto llegara-al día siguiente a su mesa de dibujo en la oficina. Su prioridad número uno era el cuarto de baño.

Se preparó un emparedado y trabajó hasta sentirse tensa y congelada. Había tratado de ignorar la larga ausencia de Gil, pero furiosa, a las diez, se metió a la cama. Le dejó una nota pegada a la repisa de la chimenea: "tu cena está en el refrigerador". Se quedó despierta, acostada con su pijama de seda blanca que Charlotte consideró apropiada para una sexy luna de miel.

De pronto escuchó el auto afuera y, poco después, la llave en la cerradura. Cerró los ojos y fingió estar dormida cuando escuchó a Gil subir por la escalera. Pensó que él no la despertaría, pero estaba equivocada. Tiró la nota en su almohada y le quitó las sábanas.

– No me hizo ninguna gracia, Casey. Unos huevos revueltos y pan tostado serán suficiente.

– Es muy tarde -murmuró ella entreabriendo los ojos.

– Por eso mismo, es preferible que te apures a prepararlo para que puedas acostarte de nuevo -la escudriñó con la mirada, sobre la delgada tela que se ceñía al cuerpo de la joven-. Mejor será que te levantes, Casey, antes de que olvide que soy un caballero -susurró él.