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– ¡Todas las jóvenes perfectas! Mi querido Charles, ¿qué dices?

– Sí, todas. Todas pintan, forran biombos y hacen bolsitas de malla. No conozco a ninguna que no sepa hacer todas estas cosas, y nunca he oído hablar de una damita por primera vez sin que se me informara de que era perfecta.

– Tu lista de lo que abarcan comúnmente esas perfecciones -dijo Darcy- tiene mucho de verdad. El adjetivo se aplica a mujeres cuyos conocimientos no son otros que hacer bolsos de malla o forrar biombos. Pero disto mucho de estar de acuerdo contigo en lo que se refiere a tu estimación de las damas en general. De todas las que he conocido, no puedo alardear de conocer más que a una media docena que sean realmente perfectas.

– Ni yo, desde luego -dijo la señorita Bingley.

– Entonces observó Elizabeth- debe ser que su concepto de la mujer perfecta es muy exigente.

– Sí, es muy exigente.

– ¡Oh, desde luego! exclamó su fiel colaboradora-. Nadie puede estimarse realmente perfecto si no sobrepasa en mucho lo que se encuentra normalmente. Una mujer debe tener un conocimiento profundo de música, canto, dibujo, baile y lenguas modernas. Y además de todo esto, debe poseer un algo especial en su aire y manera de andar, en el tono de su voz, en su trato y modo de expresarse; pues de lo contrario no merecería el calificativo más que a medias.

– Debe poseer todo esto -agregó Darcy-, y a ello hay que añadir algo más sustancial en el desarrollo de su inteligencia por medio de abundantes lecturas.

– No me sorprende ahora que conozca sólo a seis mujeres perfectas. Lo que me extraña es que conozca a alguna.

– ¿Tan severa es usted con su propio sexo que duda de que esto sea posible?

– Yo nunca he visto una mujer así. Nunca he visto tanta capacidad, tanto gusto, tanta aplicación y tanta elegancia juntas como usted describe.

La señora Hurst y la señorita Bingley protestaron contra la injusticia de su implícita duda, afirmando que conocían muchas mujeres que respondían a dicha descripción, cuando el señor Hurst las llamó al orden quejándose amargamente de que no prestasen atención al juego. Como la conversación parecía haber terminado, Elizabeth no tardó en abandonar el salón.

– Elizabeth -dijo la señorita Bingley cuando la puerta se hubo cerrado tras ella- es una de esas muchachas que tratan de hacerse agradables al sexo opuesto desacreditando al suyo propio; no diré que no dé resultado con muchos hombres, pero en mi opinión es un truco vil, una mala maña.

– Indudablemente -respondió Darcy, a quien iba dirigida principalmente esta observación- hay vileza en todas las artes que las damas a veces se rebajan a emplear para cautivar a los hombres. Todo lo que tenga algo que ver con la astucia es despreciable.

La señorita Bingley no quedó lo bastante satisfecha con la respuesta como para continuar con el tema. Elizabeth se reunió de nuevo con ellos sólo para decirles que su hermana estaba peor y que no podía dejarla. Bingley decidió enviar a alguien a buscar inmediatamente al doctor Jones; mientras que sus hermanas, convencidas de que la asistencia médica en el campo no servía para nada, propusieron enviar a alguien a la capital para que trajese a uno de los más eminentes doctores. Elizabeth no quiso ni oír hablar de esto último, pero no se oponía a que se hiciese lo que decía el hermano. De manera que se acordó mandar a buscar al doctor Jones temprano a la mañana siguiente si Jane no se encontraba mejor. Bingley estaba bastante preocupado y sus hermanas estaban muy afligidas. Sin embargo, más tarde se consolaron cantando unos dúos, mientras Bingley no podía encontrar mejor alivio a su preocupación que dar órdenes a su ama de llaves para que se prestase toda atención posible a la enferma y a su hermana.

CAPÍTULO IX

Elizabeth pasó la mayor parte de la noche en la habitación de su hermana, y por la mañana tuvo el placer de poder enviar una respuesta satisfactoria a las múltiples preguntas que ya muy temprano venía recibiendo, a través de una sirvienta de Bingley; y también a las que más tarde recibía de las dos elegantes damas de compañía de las hermanas. A pesar de la mejoría, Elizabeth pidió que se mandase una nota a Longbourn, pues quería que su madre viniese a visitar a Jane para que ella misma juzgase la situación. La nota fue despachada inmediatamente y la respuesta a su contenido fue cumplimentada con la misma rapidez. La señora Bennet, acompañada de sus dos hijas menores, llegó a Netherfield poco después del desayuno de la familia.

Si hubiese encontrado a Jane en peligro aparente, la señora Bennet se habría disgustado mucho; pero quedándose satisfecha al ver que la enfermedad no era alarmante, no tenía ningún deseo de que se recobrase pronto, ya que su cura significaría marcharse de Netherfield. Por este motivo se negó a atender la petición de su hija de que se la llevase a casa, cosa que el médico, que había llegado casi al mismo tiempo, tampoco juzgó prudente. Después de estar sentadas un rato con Jane, apareció la señorita Bingley y las invitó a pasar al comedor. La madre y las tres hijas la siguieron. Bingley las recibió y les preguntó por Jane con la esperanza de que la señora Bennet no hubiese encontrado a su hija peor de lo que esperaba.

– Pues verdaderamente, la he encontrado muy mal -respondió la señora Bennet-. Tan mal que no es posible llevarla a casa. El doctor Jones dice que no debemos pensar en trasladarla. Tendremos que abusar un poco más de su amabilidad.

– ¡Trasladarla! -exclamó Bingley-. ¡Ni pensarlo! Estoy seguro de que mi hermana también se opondrá a que se vaya a casa.

– Puede usted confiar, señora -repuso la señorita Bingley con fría cortesía-, en que a la señorita Bennet no le ha de faltar nada mientras esté con nosotros.

– Estoy segura -añadió- de que, a no ser por tan buenos amigos, no sé qué habría sido de ella, porque está muy enferma y sufre mucho; aunque eso sí, con la mayor paciencia del mundo, como hace siempre, porque tiene el carácter más dulce que conozco. Muchas veces les digo a mis otras hijas que no valen nada a su lado. ¡Qué bonita habitación es ésta, señor Bingley, y qué encantadora vista tiene a los senderos de jardín! Nunca he visto un lugar en todo el país comparable a Netherfield. Espero que no pensará dejarlo repentinamente, aunque lo haya alquilado por poco tiempo.

– Yo todo lo hago repentinamente -respondió Bingley-. Así que si decidiese dejar Netherfield, probablemente me iría en cinco minutos. Pero, por ahora, me encuentro bien aquí.

– Eso es exactamente lo que yo me esperaba de usted -dijo Elizabeth.

– Empieza usted a comprenderme, ¿no es así? -exclamó Bingley volviéndose hacia ella.

– ¡Oh, sí! Le comprendo perfectamente.

– Desearía tomarlo como un cumplido; pero me temo que el que se me conozca fácilmente es lamentable.

– Es como es. Ello no significa necesariamente que un carácter profundo y complejo sea más o menos estimable que el suyo.

– Lizzy -exclamó su madre-, recuerda dónde estás y deja de comportarte con esa conducta intolerable a la que nos tienes acostumbrados en casa.

– No sabía que se dedicase usted a estudiar el carácter de las personas -prosiguió Bingley inmediatamente-. Debe ser un estudio apasionante.

– Sí; y los caracteres complejos son los más apasionantes de todos. Por lo menos, tienen esa ventaja.

– El campo -dijo Darcy- no puede proporcionar muchos sujetos para tal estudio. En un pueblo se mueve uno en una sociedad invariable y muy limitada.

– Pero la gente cambia tanto, que siempre hay en ellos algo nuevo que observar.

– Ya lo creo que sí -exclamó la señora Bennet, ofendida por la manera en la que había hablado de la gente del campo-; le aseguro que eso ocurre lo mismo en el campo que en la ciudad.

Todo el mundo se quedó sorprendido. Darcy la miró un momento y luego se volvió sin decir nada. La señora Bennet creyó que había obtenido una victoria aplastante sobre él y continuó triunfante: