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Bien, pensaba Gabe dos minutos después en el ascensor. Había, por supuesto, alguna posibilidad de que Rebecca no fuera tan estúpida e insensata como para ir a Las Vegas. Pero él pensaba convertir a Kate en su aliada y lo único que había conseguido había sido salir de su despacho cargando con otra responsabilidad.

Hasta el momento, solo tenía un montón de piezas revueltas del rompecabezas con el que pretendía resolver el misterio del asesinato de Mónica, pero ninguna de ellas parecía encajar. El relato de Kate sobre Tracey Ducet le había hecho recordar a otra de las enemigas de la familia, pero una familia con tanto dinero, siempre tenía un gran número de enemigos. El problema era que necesitaba encontrar el vínculo directo entre Tammy Diller y el asesinato de Mónica. La carta de esta última insinuaba un chantaje, pero la dificultad estribaba en intentar descubrir la historia que, según Tammy, Mónica tenía que esconder. Todo aquel asunto le olía a problemas a Gabe. Y donde había problemas, había un peligro potencial.

Mantener a Rebecca a salvo del peligro era una complicación a añadir a un trabajo de por sí complicado. Pero con o sin el mandato de su querida mamá, pensó Gabe, habría tenido que hacerlo.

Pero mantener a Rebecca a salvo de él mismo era otra cuestión completamente diferente. En el momento en el que Rebecca lo había rodeado con sus brazos, había tenido la sensación de quedarse sin cerebro. Las hormonas solo eran hormonas, pero había algo en aquella mujer que desestabilizaba todos sus asideros.

Por otra parte, Gabe no era un hombre al que le gustara imaginar problemas. Rebecca podría ser una idealista sin remedio, pero, seguramente, tendría una pizca de sentido común y estaría escondida en alguna parte. Y si el cerebro le funcionara, aunque solo fuera mínimamente, en ese momento estaría regresando hacia su casa, y no encaminándose hacia Las Vegas.

Rebecca apenas había abandonado el avión que la había llevado a Las Vegas cuando empezó a escuchar el tintineo de las máquinas tragaperras. Los agotados viajeros se abalanzaron hacia ellas, reanimados por el olor del dinero y el juego.

Rebecca estuvo a punto de sacar todo el dinero suelto que llevaba en la cartera y probar suerte. El juego era algo que llevaba en la sangre. Los Fortune siempre habían sabido apostar fuerte para sacar adelante su negocio. Su madre tenía la firme convicción de que todo lo que merecía la pena en la vida se conseguía a base de riesgos y que los cobardes no tenían posibilidad alguna de triunfar.

Sin embargo, pensó, hasta las tragaperras y la ruleta palidecían cuando las comparaba con Gabe. Aquel hombre sí que suponía un riesgo terrible, reflexionó Rebecca. Con él, hacía falta arriesgarlo todo antes de empezar a jugar y ni siquiera podía estar segura de que hubiera alguna posibilidad de éxito.

Al pensar en ello, se le llenaron los ojos de lágrimas. El estómago le sonaba y tenía un terrible dolor de cabeza. Hacía horas que no se peinaba y llevaba una camiseta que estaba tan arrugada como ella.

Pero tenía que pensar en su hermano, no en Gabe. De una forma u otra, iba a localizar a Tammy Diller. Aunque antes debería comer algo de verdad, preferiblemente una hamburguesa gigante con patatas fritas, y localizar un lugar en el que alojarse. Llevaba despierta desde el momento en el que Gabe había deslizado aquella nota debajo de su puerta en medio de la noche; estaba demasiado enfadada con él para poder conciliar el sueño.

La había abandonado. En realidad, aquel hecho en sí mismo no era ninguna sorpresa y reconocía que Gabe al menos había sido suficientemente educado como para hacerle saber que ponía pies en polvorosa. Pero aquel neanderthal le había ordenado en la nota que regresara a su casa. Había garabateado algo apenas inteligible sobre la necesidad de que se mantuviera a salvo. Pero Rebecca no pensaba permitir que aquel bruto sobre protector que parecía recién salido de las cavernas fuera a hablarle a su madre de ella.

Y como Gabe hubiera dejado preocupada a su madre, tendría que matarlo.

La mente de Rebecca volvió a poblarse de pensamientos de violenta venganza mientras recorría en taxi la ciudad de Las Vegas. Rebecca había estado en París, en Suiza, y había recorrido todo el país en viajes de negocios o de vacaciones. Pero, definitivamente, Las Vegas tenía una personalidad única. Las luces de neón resplandecían, las mujeres que caminaban por la calle podían ir vestidas con el más sofisticado satén o con unos sencillos vaqueros. Los carteles y letreros de la calle anunciaban locales en los que se permitía la prostitución. Y Rebecca miraba boquiabierta a su alrededor, tan feliz como una turista.

– ¿No tienes reservada ninguna habitación? -le preguntó el taxista.

– No -ni siquiera se le había ocurrido reservar un hotel por adelantado-. ¿Puede ser un problema?

– Si lo que quieres es jugar, pequeña, en esta ciudad nada es un problema -ya había parado para que Rebecca pudiera comprarse su hamburguesa gigante. Caramba, aquella era la mujer del dólar, pero si estaba dispuesta a detener el taxi para disfrutar de una dosis de comida rápida, mejor para él-, pero no estaría de más que me dijeras adonde tengo que dirigirme. ¿Quieres quedarte en el centro o prefieres buscar algún lugar en las afueras?

Para cuando la dejó en el Circus Circus, Rebecca ya estaba informada de que el taxista estaba divorciado y tenía dos hijos, el mayor de los cuales tenía ciertos problemas. Con su actual compañera sentimental no estaba casado, y esta era capaz de hacer explotar un bizcocho en el horno. A las mejores galerías comerciales de la ciudad se podía ir caminando desde allí y no, nunca había oído hablar de Tammy Diller, aunque en realidad no había muchas personas dispuestas a contestar preguntas en Las Vegas. Pero, aun así, su primo Harry podría recomendarle un buen restaurante. Compartió tanto tiempo con aquel taxista que, al salir de su vehículo, además de los veinte dólares correspondientes, le ofreció un fraternal abrazo.

El Circus Circus disponía de habitaciones libres. Y además parecía ser el único hotel de la ciudad en el que se permitía que se alojaran niños. Posiblemente no era el hotel más indicado para encontrar a Tammy Diller, pero un lugar con niños era lo menos extraño que Rebecca había encontrado en la ciudad hasta entonces.

Dormir un rato, una ducha y un cambio de ropa eran en aquel momento sus prioridades. La verdadera acción, le había comentado el taxista, no comenzaba hasta que se ponía el sol. Los jugadores serios rara vez salían antes del anochecer.

Rebecca giró la llave que le dio acceso a una habitación decorada en rosa y blanco, dejó en el suelo su equipaje, se dejó caer en la cama para probar la dureza del colchón y no volvió a levantarse hasta cuatro horas después. Aquella larga siesta la ayudó a despejarse. Llamó al servicio de habitaciones y pidió un vaso de leche y un sándwich de mantequilla de cacahuete, abrió las maletas y se metió en la ducha.

Había llegado la hora de acicalarse. Durante su primer recorrido por la ciudad, había podido ver que en realidad la ropa que uno llevara no tenía la menor importancia. La sudadera con la que había llegado podría haber servido. Pero ella tenía que encontrar a una estafadora, la supuesta señora Diller, y eso requería un atuendo digno de una artista de la estafa.

Rebecca no se había llevado nada de lame dorado. En realidad, no tenía ninguna prenda de ese estilo. Pero siendo una Fortune, podría tener un vestido de diamantes si lo necesitara.

Se duchó, se arregló el pelo con cuidado abandono, se pintó los ojos con los más finos cosméticos de Fortune, se enfundó unas medias negras y se perfumó generosamente. A continuación, se terminó la leche y el sándwich de cacahuete con la mirada puesta en su traje de noche.

Aquel vestido era más negro que el pecado, además de la prenda más ajustada que tenía: de manga larga y suficientemente discreto por delante, pero no por la espalda. En absoluto. Después de ponérselo, completó su atuendo con unos zapatos de tacón y cubrió todas las superficies de piel que su modelo dejaba al descubierto con las joyas más resplandecientes. Lo único que le quedaba ya por hacer era analizar críticamente su aspecto frente al espejo.