Rebecca subió uno de los pies a la silla, mucho más interesada en la información que le estaba proporcionando el detective que en su ridícula estrategia para hacerla volver a su casa.
– Así que ahora ya estamos seguros de que Tammy está utilizando una identidad falsa, y que también lo ha hecho antes. Sabemos que viaja con su novio, tiene treinta y cinco años y es una mujer atractiva. A juzgar por los gastos que ha cargado a su tarjeta de crédito, es una mujer de gustos caros. Y también podemos demostrar que estuvo en Minneapolis, alojada en un hotel, alrededor de la fecha en la que Mónica fue asesinada. Quizá no sea suficiente, pero si conseguimos encontrar alguna prueba directa, es probable que nos sirva para demostrar la inocencia de mi hermano. También sabemos que no tiene ni trabajo ni ninguna fuente de ingresos que le permita financiar el tren de vida al que está acostumbrada. ¿Me he olvidado de algo hasta ahora?
– No, de nada. Ese es todo el paquete de información del que disponemos.
– Maldita sea, Gabe. Estamos tan cerca… Sé que esa mujer es la que mató a Mónica. Puedo olerlo. Y si pudiéramos conocerla personalmente, encontrar la manera de hablar con ella, estoy convencida de que podría descubrir el vínculo que la une a Mónica… Por cierto, ¿en qué hotel dices que está alojada?
– No pierdas el tiempo dirigiéndome esas miraditas inocentes, pequeña. No te he dicho el hotel en el que está alojada ni pienso hacerlo. Solo hay una razón por la que te he puesto al corriente de todo esto…
– Confía en mí. Puedo imaginarme perfectamente esa razón. Quieres intentar convencerme, por enésima vez, de que me aparte del caso -bajó varias octavas la voz para imitar el tono de barítono malhumorado de Gabe-. La señorita Diller todavía no tiene todas las cartas contra ella, pero todas las pruebas apuntan cada vez más en su dirección. Y si existe la más remota posibilidad de que haya estado involucrada en el asesinato de Mónica, no le hará ninguna gracia que aparezcan de pronto unos desconocidos dedicados a fisgonear en su vida. De hecho, creo que hasta la irritaría. Y no creo que sea buena idea irritar a una mujer capaz de matar. Estarías mucho más segura si regresaras a tu casa y te dedicaras a hornear galletas de pasas, de chocolate, de…
– Vaya, al parecer has adivinado palabra por palabra el que iba a ser mi discurso. Excepto por lo de las galletas, claro. Como comprenderás, no iba a arriesgarme a recibir un mamporro por culpa de un comentario sexista.
– Eh, no te preocupes, no te ha habría ocurrido nada. Me encanta hacer galletas. De hecho, estaré más que encantada de volver a mi casa y hacer justamente eso… en el mismo instante en el que mi hermano salga de la cárcel y dejen de acusarlo de asesinato -su voz se tornó serena.
Había renunciado ya a que Gabe comprendiera su punto de vista. Pero todavía esperaba que fuera capaz de aceptar que aquella no era una cuestión a la que pudiera darle la espalda.
Gabe se aclaró bruscamente la garganta.
– Podrías terminar tú misma en la cárcel si continúas desnudándote en público.
En un primer momento, Rebecca pestañeó, sin entender muy bien el giro tan brusco que acababa de tomar la conversación, pero de pronto se echó a reír:
– Vaya, si solo me he quitado los zapatos… de momento. Pero las joyas me estaban volviendo loca. Pesan demasiado…
Se desabrochó la gargantilla y la dejó encima de la mesa, al lado del brazalete y los pendientes que había ido quitándose a lo largo de la conversación. La única joya que siempre le había gustado llevar era el brazalete de su madre.
La llama de la vela se reflejaba en el oro de las joyas, haciéndolas resplandecer como el fuego y su brillo alcanzaba la mirada de Gabe. Sin joyas, sin zapatos y acurrucada sobre una pierna… Rebecca fue de pronto consciente de que, cuando estaba con Gabe, se olvidaba de todas las formalidades. Desde el principio, había confiado instintivamente en él; lo suficiente al menos como para sentirse completamente libre a su lado. Pero la respuesta de Gabe a su presencia parecía ser exactamente la contraria. El pobre hombre estaba volviendo a pasarse la mano por la cara otra vez.
– ¿No puedes guardar todas tus joyas en el bolso antes de llamar la atención de todos los ladrones y estafadores que hay por los alrededores?
– No he traído bolso, Gabe. Y los diamantes no son verdaderos, solo buenas imitaciones. Si tanto te preocupa, no me importaría nada que te las guardaras en el bolsillo.
Gabe no tardó en hacer desaparecer las joyas de vista.
– Si no has traído bolso, ¿dónde guardas la llave de tu habitación?
– En el zapato -alargó la mano hacia su vaso de leche-. Junto con una moneda de cuarto de dólar. Creo que no podré quitarme esa costumbre ni a los noventa años. Es una regla que me inculcaron cuando tenía solo cuatro años: siempre debía llevar encima algo de dinero para poder llamar a casa. ¿Sabes? Creo que mañana iré a uno de esos prostíbulos.
El último comentario de Rebecca hizo que Gabe estuviera a punto de atragantarse con la cerveza.
– ¿Perdón?
– No me digas que no has visto todos los letreros que hay por la ciudad. Aquí la prostitución es legal.
– Ya sé que aquí la prostitución es legal. Pero me temo que todavía me está resonando en los oídos el ruido de las tragaperras porque sé que no has podido decir una locura tan grande como que estás pensando en acercarte a uno de esos prostíbulos.
– Me has entendido perfectamente, encanto -Gabe parecía reaccionar mucho mejor cuando no lo dejaba pensar durante demasiado tiempo, así que decidió continuar-. En Las Vegas hay información valiosísima para una escritora de novelas de misterio. Jamás en mi vida he visto un ludópata. Ni un estafador. Y, por supuesto, tampoco he tenido nunca oportunidad de visitar un prostíbulo.
– Estás intentando provocarme un infarto -la acusó Gabe.
– Es solo una cuestión de curiosidad.
– ¿El que yo tenga un infarto?
– No, tonto. ¿Has estado alguna vez con una prostituta? -sacudió la mano-. No malgastes saliva diciéndome que a ti no te hace falta pagar para hacer el amor. Evidentemente, ya lo sé. Eres adorable, monada. Y además eres un hombre adulto, me cuesta imaginarme que pudieras encontrarle ningún atractivo a un acto puramente sexual, sin… -se interrumpió de pronto-. ¿Te duele la cabeza?
Gabe dejó de frotarse la frente.
– Creo que va a terminar doliéndome. Intentar seguir esta conversación podría provocarle una jaqueca a cualquiera. No sé por qué, pero no podía imaginarme a una bebedora de leche haciendo este tipo de preguntas. Tú… eh, ¿sueles hacer preguntas sobre su vida sexual a los hombres con los que sales?
Rebecca elevó los ojos al cielo con un gesto tan remilgado como el de una monja.
– Seguro que has estudiado en el mismo colegio en el que se educó mi padre. Él siempre decía que las mujeres no debían hablar ni de sexo, ni de religión ni de política, pero me temo que a mí esa lección me entró por un oído y me salió por el otro. Adoro los tres temas. Y además soy escritora. ¿Cómo voy a aprender nada si no hablo con la gente y no hago preguntas? Eso forma parte de mi trabajo.
– Lo que quieres decir es que tu trabajo es una buena excusa para ser una entrometida.
– Eso también -sonrió de oreja a oreja-. Pero a ti tu trabajo también te sirve de excusa para entrometerte en la vida de los demás, así que será mejor que te lo pienses antes de lanzar la primera piedra. Además, estás eludiendo mi pregunta. Sé que algunos chicos acuden a… eh, a trabajadoras del sexo para perder su virginidad. Es como un rito de iniciación, por decirlo de alguna manera.
– Creo que ni una garrapata se aferraría con tanta insistencia a su presa. ¿Por qué tienes tanto interés en sacar este tema?