Para Rebecca, aquella joya era un talismán, un símbolo de lo que significaba la familia y de los lazos de amor y lealtad que los unían.
Su madre había fundado una dinastía financiera, sí, pero Kate amaba a sus hijos y creía en la familia por encima de todo lo demás. Había sabido inculcarle esos valores a Rebecca. Y aunque aquel no podía ser un momento peor para pensar en bebés, últimamente Rebecca, que tenía treinta y tres años, se descubría pensando en ellos con cualquier excusa. A su reloj biológico no parecía importarle que fuera soltera, o que no hubiera ningún príncipe azul en su horizonte inmediato: quería tener un hijo. Siempre había querido tener hijos y formar una familia. Por exóticos que fueran los rumbos tomados por el resto de los Fortune, Rebecca siempre había sido irremediablemente hogareña. Y, sin embargo, iba a ser la última de la familia en sentar la cabeza. ¡Incluso sus sobrinos tenían hijos!
Mecer a un niño en sus brazos le resultaba algo completamente natural. Pero lo de dedicarse a robar no tanto. Un escalofrío de terror recorrió su espalda. Pero no era la tormenta la que la asustaba. Y tampoco aquella vieja y solitaria mansión, aunque se hubiera producido un asesinato en su interior.
El miedo de Rebecca era un miedo nacido del amor. Deseaba como nada en el mundo salvar a su hermano y temía fracasar. En algún lugar de aquella mansión estaban las pistas, las pruebas que podían limpiar el buen nombre de Jake. Había docenas de personas, incluida su propia familia, que tenían motivos para matar a aquella vieja rata. Mónica había sido una mujer cruel y egoísta que había hecho todo lo posible para destrozar a la familia Fortune.
El problema era que Mónica había estado a punto de arrebatar a Jake todo lo que era importante para él, lo que lo convertía en el principal sospechoso. A ello había que añadir que Jake había estado en el escenario del crimen y había cientos de pruebas que lo señalaban. Ni la policía ni los detectives contratados por la familia habían encontrado otro sospechoso. Y tampoco el equipo de abogados. Nadie parecía lamentar la muerte de aquella estrella de Hollywood, pero nadie creía en la inocencia de Jake.
Rebecca sabía que su hermano era incapaz de matar a nadie, pero a menos que encontrara pruebas que apuntaran hacia otro sospechoso, nadie más lo haría.
Hasta el momento, no había visto ningún sistema de alarma, ni nada que indicara que lo hubiera. Con la lluvia chorreando por sus mejillas, volvió a rodear la casa con intención de revisar las ventanas del sótano. En cuclillas y batallando contra los setos del jardín, fue iluminando una a una todas las ventanas.
Las ramas de un almendro desgarraron su ropa. El barro le llegaba hasta las rodillas y se rompió una uña en el marco de una ventana. Se le clavó una astilla en un dedo y comenzó a sangrar.
Al cabo de unos minutos, el diluvio cesó, pero Rebecca estaba tan empapada que para entonces ya no había nada que pudiera consolarla.
Al final la luz de la linterna iluminó el marco de una ventana que parecía un tanto irregular y resquebrajado. Después de luchar contra un arbusto de lilas, Rebecca se agachó y deslizó la mano por el marco. La ventana no estaba cerrada con pestillo.
Aunque no habría cabido por ella ni un niño de diez años, Rebecca decidió abrirla. Sacó la palanca de la mochila con intención de forzarla, aunque era prácticamente imposible apalancaría en el estrecho espacio que le dejaba el arbusto de lilas. Pero al tercer intento, consiguió introducir la palanca en el alféizar y la ventana comenzó a ceder.
Muy bien, estaba abierta. Pero el espacio que dejaba era mucho menor de lo que imaginaba. Rebecca era una mujer delgada, sí, pero no tanto.
Vacilante, enfocó el interior de la ventana. La visión espacial no era exactamente su fuerte, pero le pareció que había muchos metros hasta el suelo de cemento. Y no había nada que pudiera amortiguar su caída.
Probablemente iba a morir en el intento, pero era la única forma de entrar y retroceder no era una opción. Guardó la linterna y arrojó la mochila al interior de la mansión.
Después de un largo descenso, la mochila chocó contra el suelo haciendo un ruido sordo.
Rebecca tragó el nudo de miedo que tenía en la garganta y comenzó a moverse. Se tumbó en el suelo, ignorando el barro, y metió primero los pies, luego las piernas… y entonces empezaron los problemas. Las caderas se quedaron atascadas en el marco y no podía moverse, ni hacia delante ni hacia atrás.
¡Cáspita! No eran pocas las veces que se había lamentado por no tener caderas suficientes para llenar unos vaqueros. Pero, en aquel momento, deseó haber comido menos dulces aquella semana. Su trasero estaba seriamente atascado.
Consideró brevemente la posibilidad de gritar. En realidad, no quería hacerlo. Solo quería estar en su casa. Disfrutando de un baño caliente, o quizá de una copa de vino… o leyendo toda la información que había reunido últimamente sobre bancos de semen y fantaseando sobre bebés.
Sí, la idea de fantasear sobre bebés era muy tentadora. Aunque, en aquel momento, no iba a servirle de mucha ayuda. Moverse le dolía, pero continuar tumbada era imposible. La espalda comenzaba a protestar tras llevar unos minutos en aquella postura de contorsionista. Sería maravilloso que algún héroe acudiera en su ayuda, pero no parecía muy probable. De hecho, era mucho más probable que comenzaran a trepar por ella lombrices de tierra. La imagen de aquellos gusanos deslizándose por su cuerpo fue suficientemente poderosa como para ponerla en acción.
Tomó aire, alzó las piernas y empujó con fuerza.
El empujón funcionó. Al menos en parte. Todavía estaba viva cuando aterrizó en el suelo de cemento, pero la medida de su éxito difícilmente merecía un aplauso. Porque en el proceso, se había golpeado la frente contra el marco de la ventana y se había arañado los senos. Aterrizó sobre una cadera y una muñeca. El sótano estaba más negro que el alquitrán y olía a moho y a humedad. Pero aunque hubiera sido el Taj Mahal no se habría enterado; el cuerpo le dolía demasiado como para que eso la preocupara. Las estrellas danzaban ante sus ojos y, aunque no estaba segura de que fuera posible romperse el trasero, tenía la certeza de que ella se había roto el suyo.
Por si fuera poco, de pronto una luz iluminó sus ojos.
Y, para coronar la debacle, el hombre que sostenía la linterna le resultaba familiar. Dolorosamente familiar. Y no tenía un solo rasguño. Estaba recién afeitado y no tenía ni una gota de barro en las botas.
– Me ha parecido que estaban intentando entrar una docena de niños en la casa. Has hecho ruido suficiente para despertar a un muerto. Debería haberme imaginado que eras tú. Maldita sea, Rebecca, ¿qué estás haciendo aquí?
Rebecca entrecerró los ojos y respondió suavemente:
– En este momento, estoy aquí sentada, con cuarenta y siete huesos rotos y compadeciéndome de mí misma. Por favor, Dios, haz que esto sea una pesadilla y que cuando me despierte ese hombre sea cualquier otro. Conviértelo en un espía ruso, en un asesino en serie. En lo que quieras, en cualquier cosa menos en Gabe Devereax.
– Tienes suerte de que sea yo. Y por lo menos yo tengo algún motivo para entrar aquí. ¿Es que te has dejado el cerebro en casa? Podrías haberte matado. O haber conseguido que te mataran. Y tienes peor aspecto que un gato callejero después de una pelea.
– Gracias por compartir conmigo tu opinión. Me estoy muriendo de dolor y lo único que se te ocurre es gritarme.
– Y te gritaría mucho más si pensara que iba a servir de algo. Por el amor de Dios, estás empapada, cubierta de barro, y parece que te están creciendo ramas en el pelo. Si eso no es una estupidez, no sé qué puede serlo. Y ahora, deja de discutir conmigo. Solo quiero ver si estás herida.
– Yo ya sé que estoy herida -pero el orgullo le dolía el doble que cualquiera de sus heridas.