– Puedes seguir ordenándomelo todas las veces que quieras: no pienso ir a ninguna parte.
– Oh, claro que vas a ir.
– Gabe, soy consciente de que estás preocupado. Yo también lo estoy. Pero esta es la primera vez que tengo una oportunidad auténtica de ayudar a mi hermano. Confía en mí. No hay nada ni nadie que pueda detenerme.
Pronunció la última frase en un tono tan firme y sereno que a Gabe le entraron ganas de retorcerle el cuello.
Como la habitación de Rebecca disponía de muy poco espacio libre, Gabe comenzó a caminar por uno de los lados de la cama. Rebecca lo imitó por el otro. Y sus ojos se encontraban cada vez que giraban.
Gabe nunca se había peleado con una mujer. Jamás. Y, desde luego, jamás le había tenido que gritar a una mujer. Era algo que iba en contra de su ética y de lo que su instinto le decía sobre la conducta que un hombre debía mantener con el sexo opuesto.
La culpabilidad hacía añicos su conciencia. Pero el hecho de sentirse culpable por haberle gritado no le resultaba demasiado doloroso. Al fin y al cabo, Rebecca estaba siendo tan cabezota y tozuda como un burro. Y si se viera en la obligación de retorcer el idealista cuello de Rebecca para poder mantenerla con vida, lo haría. Gabe había intimidado a hombres que estaban bajo sus órdenes con la mitad de esfuerzo. Hasta ese momento, nada parecía haber intimidado o asustado a esa condenada pelirroja. Lo cual era una prueba más de que era una mujer temeraria e imprudente. No tenía la menor idea de lo que era el peligro.
Hasta ese momento, intentar intimidarla no había servido de nada, pero todavía no se había empleado a fondo con ella. Y se creía perfectamente capaz de sobrevivir a la culpa cuando lo hiciera. En ese caso, el fin justificaba los medios.
Pero había otro tipo de culpa machacando su conciencia. Una culpabilidad que crecía con solo mirarla y que lo azotaba con la intensidad de una tormenta de vientos salvajes y lúgubres rayos.
Uno de los minúsculos tirantes del vestido se había roto. El corpiño colgaba sobre el seno derecho de Rebecca, amenazando con descubrirlo cada vez que la escritora tomaba aire. Los labios de Rebecca estaban enrojecidos por la presión de su beso. Y su piel continuaba suave y sonrosada por el deseo.
La luz de la lámpara iluminaba todo su cuerpo. Su pelo era como una puesta de sol, lanzaba destellos dorados y rojizos en una maraña de luz cada vez que giraba.
La cama que se interponía entre ellos era como el afilado recuerdo de lo cerca que habían estado de terminar sobre ella. De lo mucho que Gabe continuaba deseando hacerlo. De lo mucho que continuaba deseando a Rebecca.
No había nada malo en desear a una mujer. No había nada malo en acostarse con una mujer dispuesta a hacerlo. Pero, maldita fuera, aquella era Rebecca. Ella quería tener hijos, formar una familia. Gabe sabía que desnudarse ante una mujer era algo completamente diferente a compartir intimidad. Él nunca había herido deliberadamente a una mujer, jamás se había acostado con nadie que no estuviera jugando con la misma baraja que él.
Y tampoco había dejado nunca que una mujer, ni ninguna otra cosa, interfiriera en su trabajo.
– Me cuesta creer que haya dejado que las cosas fueran tan lejos -musitó-Tammy no debería tener la menor idea de dónde localizarte, pelirroja.
– Si no hubiera averiguado quién soy yo, nunca habría intentado ponerse en contacto conmigo -respondió Rebecca-.Y, por el amor de Dios, no hay nada peligroso en una conversación. Y la verdad es que Tammy ha sido… muy amable. Se ha disculpado por llamarme tan tarde. Y lo único que ha dicho ha sido que se ha enterado a través de unos amigos de que estaba intentando localizarla. No sabía por qué, pero que si quería que nos viéramos, ella estaba de acuerdo y disponía de tiempo mañana por la mañana.
Cabe elevó los ojos al cielo y contestó imitando la voz de una soprano.
– No sé cómo has podido tragarte una cosa así, pequeña.
– Yo no me he tragado nada, Gabe. Por el amor de Dios, estamos deseando hablar con esa mujer y ella me ha servido la oportunidad en bandeja.
– Sí. Y, curiosamente, ha sugerido una agradable y tranquila reunión en la zona del Gran Cañón para hacerlo. Tammy, o la señorita Pollyana si lo prefieres, no es una amante de la naturaleza. Y es evidente que si ha elegido un lugar tan solitario como ese no es porque quiera dedicarse a meditar contigo.
– Estás sacando conclusiones precipitadas -replicó Rebecca con firmeza-. Ni tú ni yo sabemos si tiene algo peligroso en mente. Y a menos que hable con ella, no tenemos ninguna forma de saber lo que le ronda por la cabeza. -Entonces nunca lo sabremos porque no hay ni la más remota posibilidad de que vayas a reunirte tú sola con esa mujer.
– Gabe, Tammy ha preguntado por mí, no por ti. Y ahora, deja de comportarte por un instante como si fueras un gorila sobre protector y piensa. Tengo que ir sola y quiero hacerlo. Una mujer siempre encuentra la manera de entablar conversación con otra mujer. Tammy se ha ofrecido voluntariamente a hablar conmigo y estoy segura de que, diga lo que diga, seré capaz de adivinar sus intenciones. Estás montando demasiado alboroto por todo esto, grandullón. No es que no me parezcas adorable, pero tienes una tendencia casi adolescente a parecer intimidante, además de ser incapaz de ser mínimamente sutil.
– Estoy hablando de tu seguridad. Y la sutilidad me importa menos que el trasero de una rata.
Rebecca tuvo el valor de dirigirle una sonrisa traviesa.
– A las pruebas me remito.
– Rebecca, esto no me gusta.
– Lo sé.
– Esto no me gusta nada en absoluto.
– Lo sé.
Al final, Gabe renunció, parcialmente y, desde luego, no voluntariamente. Si hubiera tenido alguna opción, habría llamado a la madre de Rebecca y le habría pedido que encerrara a su hija en un convento. Pero a pesar de todo su poder, dudaba que Kate Fortune pudiera ejercitar ese poder sobre su hija. Nadie parecía capaz de dominar a aquella pesadilla andante capaz de provocarle una úlcera a cualquiera.
Desgraciadamente, era su pesadilla. Y no podía confiar en que cuidara de sí misma. Rebecca tenía todo un historial saltándose las normas que supuestamente habían establecido. Gabe podía meterla en un avión, sí, pero no podía garantizar que no lo secuestrara y se las arreglara como fuera para asistir a la reunión con la señorita Di-11er. Gabe tenía el desagradable presentimiento de que incluso en el caso de que la atara y la descuartizara, ella se las arreglaría para ir a esa reunión.
De modo que sería él el que establecería las normas. Iría a ver a Tammy, sí, pero Gabe viajaría primero a aquel lugar. Nadie podría verlo, pero él estaría allí. Rebecca se mostraría dispuesta a seguir la conversación que Tammy iniciara, pero bajo ningún concepto mencionaría el asesinato de Mónica Malone. Podía inventarse un cuento de hadas si quería satisfacer la curiosidad de Tammy sobre los motivos de sus preguntas, pero debía evitar cualquier tema peligroso.
Rebecca se mostró de acuerdo en todos los puntos sin vacilar. Gabe no comentó que pensaba ir armado… ni que decidiría si debía permanecer invisible en función de lo que viera y presintiera cuando llegara al lugar de la reunión. Rebecca tampoco preguntó nada.
De pronto, la escritora bostezó. Fue un sonoro y enorme bostezo, seguido de un fuerte pestañeo y una sonrisa.
– Discutir contigo es realmente agotador -dijo secamente-. ¡Dios mío! ¿Pero tienes idea de la hora que es?
En realidad no la tenía, pero nada más mirar el reloj, Gabe alargó el brazo para agarrar la chaqueta de su esmoquin.
– Mañana repasaremos todo esto otra vez antes de que te vayas. Si se supone que debes reunirte con ella a las dos, podríamos almorzar juntos alrededor de las once. Vendré a buscarte a tu habitación.