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– Quizá para ti sea una almuerzo, pero probablemente para mí será un desayuno. Creo que voy a quedarme durmiendo hasta las once de la mañana.

– Buena idea -contestó Gabe.

Él, por su parte, no pensaba dormir en absoluto. Tenía muchas cosas que solucionar antes del día siguiente, entre ellas, alquilar un segundo coche para examinar el lugar en el que Tammy había citado a Rebecca. Comenzó a dirigirse hacia la puerta, pero de pronto se detuvo.

– Pelirroja…

La verdad era que no sabía qué decir, pero necesitaba decir algo. La llamada de Tammy había interrumpido un momento muy especial entre ellos. Aun así, continuaban existiendo los recuerdos de lo que había ocurrido y, si no se enfrentaban a ellos, la situación podría llegar a enconarse.

– ¿Piensas disculparte porque hemos estado a punto de hacer el amor? -preguntó Rebecca con una voz más suave que la mantequilla.

– No, no iba a disculparme -se pasó la mano nervioso por la cara-. Bueno sí, quiero disculparme.

– A mí me parece que he sido yo la que se ha acercado a ti -ella también se frotó la cara, como si el gesto de Gabe fuera contagioso-. Debería estar pensando en mi hermano, Gabe. Él es la razón por la que estoy aquí. Cuando Tammy ha llamado, no he sido capaz de pensar con claridad, y no puedo dejar de sentirme culpable por eso.

– Pues olvídate de esa culpa, pelirroja. Tu hermano es asunto mío. Por mucho que el amor y la lealtad te estén impulsando a actuar, tú no estás acostumbrada a esto. No estás acostumbrada a tratar con la escoria de la sociedad, ni a viajar de un día para otro por todo el país, y tampoco estás acostumbrada a la gente que vive a margen de la ley -hundió las manos en los bolsillos del pantalón-. Además, estás preocupada por tu hermano. Es lógico que toda esta situación contribuya a intensificar los sentimientos. Cuando la adrenalina se pone en funcionamiento, nadie es capaz de pensar como lo hace normalmente.

– Yo estoy pensando perfectamente -le sostuvo la mirada-. Simplemente, no he elegido el momento adecuado. Eso es lo único que lamento, pero no me arrepiento en absoluto de lo que siento por ti ni de lo que hemos compartido.

– Sí, bueno. Pero en cuanto regreses a tu casa, volverás a soñar con tener una casa en el campo con un columpio en el jardín, un montón de niños y un hombre con el que cuidarlos.

Rebecca abrió la boca para decir algo más, pero inmediatamente la cerró. Gabe vio entonces la frágil vulnerabilidad que reflejaba su rostro, el dolor que aparecía en el verde de sus ojos. Un dolor que él mismo había provocado y que le habría gustado poder sanar. Le dirigió una última mirada y salió.

El pasillo estaba desierto y en silencio. Tan silencioso que podía oír los latidos de su propio corazón.

Había sido sincero con ella, no pretendía hacerle daño. Rebecca era proclive a creer en ilusiones y en príncipes azules. Y si hubiera dejado que pensara en él en esos términos, el dolor habría sido mucho más intenso. Pero aun así, Gabe continuaba sintiendo un desagradable nudo en la garganta.

Rebecca era la luna y el sol en los que en otro tiempo él había deseado creer. Gabe se sentía incómodo e incrédulo ante la palabra «amor», pero no podía negar que había muchas cosas que adoraba de Rebecca. Y deseaba que tuviera derecho a ser exactamente lo que era: una estúpida idealista que todavía creía en los sueños.

Y la única forma de que eso pudiera ocurrir era que continuara protegiéndola. Y no solo de los peligros externos, sino también de él.

Era imposible que él fuera el hombre que Rebecca necesitaba. El hombre con el que quería compartir su vida. Y Gabe lo sabía.

El apuñalamiento siempre había sido el método preferido de Rebecca para el asesinato. Había matado a algunos de sus personajes con veneno, utilizando una vieja pistola o arrojándolos cruelmente por un precipicio. En el ordenador que tenía en su casa, tenía un libro de suspense a punto de acabar en el que el malo se inclinaba por un puñal de plata. Sí, apuñalar a alguien con un puñal de plata.

Un crítico literario, recordó Rebecca, había alabado su imaginación tan deliciosamente perversa. Pero eso era ficción. En la vida real, Rebecca se sentía culpable hasta matando un mosquito y, desde luego, jamás había aspirado a conocer a alguien que hubiera cometido un asesinato.

Se desabrochó la camisa color crema, se puso los pantalones caquis y se calzó unas zapatillas deportivas. La cabeza le latía y tenía el estómago revuelto. Aquel era el tercer modelo que se probaba, lo cual tensionaba hasta el límite las opciones que le ofrecía su maleta. A pesar de las muchas horas que había pasado creando todo tipo de asesinos violentos, no tenía la menor idea de la ropa que debía ponerse para ir a ver a una posible asesina.

El alegre sol de la mañana entraba a raudales por la ventana mientras ella agarraba un cepillo y se debatía entre dejar o no sus rizos sueltos.

Se recordó a sí misma, una vez más, que el hecho de que Mónica Malone hubiera sido asesinada con un cortaplumas no era razón alguna para asumir que Tammy era la responsable de su muerte. De hecho, no había ninguna prueba que indicara que Tammy había estado en la casa en el momento del asesinato de Mónica. Nada indicaba que hubiera tocado siquiera aquel abrecartas.

Y además de todo ello, Rebecca tenía la constante sensación de que había algún tipo de relación entre Tammy y su familia. Pero, como Gabe se encargaba de recordarle constantemente, tenía una imaginación demasiado activa y todavía no había encontrado ningún hecho que corroborara aquel presentimiento.

Por otra parte, si Gabe de verdad creyera que la señorita Diller era culpable, Rebecca sospechaba que el detective habría encontrado alguna forma sucia y nefanda de dar al traste con aquella reunión. De modo que, seguramente, lo único que Gabe veía de Tammy era su vínculo con Mónica y la posibilidad de que este pudiera salvar a Jake. Rebecca sabía que el detective no creía en la inocencia de su hermano más que los demás. Y aunque el resto de la familia pensaba que Jake era inocente, habían dejado en manos de sus abogados la futura libertad de Jake. Rebecca, sin embargo, no pensaba correr ningún riesgo estando de por medio la libertad de su hermano.

Su hermano era ética, emocional e intelectualmente incapaz de asesinar. Rebecca lo sabía con toda certeza. Pero si él no había cometido aquel asesinato, tenía que haber otra persona que lo hubiera hecho. Y la única alternativa que hasta el momento había surgido era la de Tammy.

La mujer con la que, Rebecca miró el reloj, debería encontrarse al cabo de tres horas.

Rebecca dejó el cepillo, se pintó los labios, se puso el brazalete de su madre, puesto que por nada del mundo iba a salir sin su preciado talismán aquel día, y consideró si todavía tenía tiempo para vomitar. Una legión de mariposas suicidas revoloteaban en su estómago y cada uno de sus movimientos le provocaba una náusea. El voto de las mariposas era unánime. Pero Gabe estaba a punto de llegar.

De hecho, Gabe aporreó la puerta justo un segundo antes de que Rebecca hubiera terminado de presionar el cierre de seguridad del brazalete. En el instante en el que le permitió el paso, Gabe la recorrió de pies a cabeza con la mirada como si fuera un perro guardián examinando a su cachorro.

– ¿Te encuentras bien? ¿Has podido dormir? ¿Te sientes preparada para esto?

– No podría encontrarme mejor y estoy deseando marcharme -pretendía parecer segura y confiada, pero descubrió bruscamente que no tenía por qué fingir.

El estómago se le había asentado en cuanto había visto entrar a Gabe, aunque el pulso se le había acelerado repentinamente.

El atuendo de Gabe era informal; una camisa a cuadros, vaqueros y cazadora de aviador. Pero ya fuera formal o informalmente vestido, Gabe siempre conseguía parecer infinitamente más pulcro que ella. Sus camisas se mantenían siempre sin una sola arruga, no llevaba un solo pelo fuera de lugar. Las mejillas las llevaba recién afeitadas, pero a Rebecca le dio un vuelco el corazón al ver las sombras que había bajo sus ojos. Obviamente, Gabe no había olvidado lo que había ocurrido la noche anterior.