Y tampoco ella.
Antes de aquella noche, quizá tuviera la sospecha que se había enamorado de él. Pero después de lo ocurrido, lo sabía. Y estaba avergonzada por el abandono con el que se había arrojado a sus brazos. La química que había entre ellos era imperiosa y casi insoportable, pero era solo un síntoma de aquella dolencia en particular. Su mente se convertía en mantequilla en cuanto estaba cerca de Gabe y sus rodillas en fideos. Aquel condenado hombre había capturado un rincón de su corazón.
– Continúa sin resultarme fácil dejarte ir -dijo Gabe sombrío.
– Déjame darte un consejo, grandullón: cuando estés delante de una mujer, intenta no utilizar las palabras «dejar» o «permitir» y posiblemente te evitarás tener que terminar con un ojo morado.
Gabe apoyó el hombro contra el marco de la puerta.
– Con ninguna otra mujer tendría que hablar de la misma forma que estoy hablando contigo. Esta no es una cuestión de género. Hay personas que son gorilas y otras corderos. Y tú vas a ser un cordero hasta el día que te mueras.
– Bueno, posiblemente tengas razón, pero si lo piensas un momento, te darás cuenta de que el hecho de que yo sea un cordero tiene tremendas ventajas -agarró el bolso y el trozo de papel en el que tenía la dirección que Tammy le había dado la noche anterior y pasó a toda velocidad por delante de él para dirigirse al pasillo y desde allí al ascensor-. No hay nada por lo que preocuparse. Confía en mí, soy la mujer más cobarde que has conocido en toda tu vida. Si crees que voy a hacer algo que pueda provocar a nuestra querida señorita Diller, es que has perdido la cabeza.
Gabe cerró la puerta y salió corriendo tras ella. Ambos presionaron el botón del ascensor al mismo tiempo.
– No te creo más de lo que creo en las promesas de los políticos. Tú no sólo no eres una cobarde, sino que no has dejado de correr un riesgo tras otro desde que te conocí. Y esta tarde no quiero que corras ningún riesgo. ¿Te acuerdas de todo lo que hablamos ayer por la noche? En cuanto tengas la sensación de que puede haber algún problema, sal de allí. Incluso en el caso de que lo estés intuyendo, o simplemente si empiezas a sentirte incómoda.
Las puertas del ascensor se abrieron de repente. Para cuando Rebecca entró en el ascensor, un brillo travieso iluminaba su mirada.
– Gabe, Gabe, Gabe. No me digas que está empezando a creer en el instinto y la intuición. No me estarás aconsejando que siga lo que me dicen las entrañas, ¿verdad?
Gabe suspiró pesadamente.
– Si ya empiezas así, solo Dios sabe cómo voy a poder soportarte al final del día.
Con la eficiencia de un sargento de marina, Gabe la puso al corriente de los planes que había elaborado la noche anterior y le explicó dónde estaría él y cuándo y dónde se encontrarían. Tenía además un mapa para ella marcado con rotulador rojo. Al parecer, en vez de a dormir, Gabe había dedicado la noche a conducir hasta el lugar en el que Tammy la había citado y examinar hasta el último centímetro de los alrededores.
Para cuando Gabe acabó con su interminable lista de órdenes, habían llegado ya al vestíbulo. Lo cruzaron y se dirigieron al restaurante. Pero antes de que hubieran cruzado las puertas, Gabe le puso a Rebecca una llave en la mano.
– ¿Esto qué es?
– Te he alquilado un coche. Un Mazda negro RX-7.
Rebecca pestañeó.
– Me habría gustado más un viejo Chevy.
– Quizá. Pero si decides que quieres huir, te bastará con poner un pie en el acelerador para salir volando.
Rebecca ni siquiera había intentado decir una sola palabra hasta entonces. Habría sido como interrumpir a un cirujano con el bisturí entre las manos. Gabe estaba en su elemento haciendo planes y organizándolo todo. Y, para ser sincera, tenía que reconocer que lo hacía estupendamente. Pero no podía pasar por alto su último comentario.
De modo que apoyó la mano en el codo de Gabe para llamarle la atención y dijo muy suavemente:
– Yo nunca rehuyo un problema, Gabe. Puedo estar asustada, puedo llegar incluso a vomitar. Pero jamás huyo de un problema.
Capítulo 9
Aunque la distancia de Las Vegas hasta las tierras del Gran Cañón no alcanzaba ni treinta kilómetros, podría haber sido perfectamente la distancia que había hasta otro planeta. Las luces y la civilización se transformaban en un desierto que daba paso a una de las zonas más salvajes y montañosas del país.
Para un turista cansado de perder dinero en los casinos, aquellos cañones podían suponer un refrescante cambio, pensó Gabe. Pero, de alguna manera, sospechaba que Tammy Diller había elegido aquel lugar por motivos completamente diferentes.
Gabe se frotó la barbilla, lenta, muy lentamente. Tammy ya había llegado en un Cadillac amarillo claro. Gabe había podido contemplarla durante un buen rato y no le había hecho gracia lo que había visto.
Aunque la señorita Diller no lo sabía, el detective se encontraba a unos ocho metros por encima de ella, tumbado en el polvoriento saliente de una roca. Era una posición estratégica que le permitía estar lo suficientemente cerca de ellas como para oír su conversación. Eso en el caso de que no se asara antes.
Tammy le había sugerido a Rebecca que se encontraran en el merendero situado en el interior de la zona recreativa del parque. Era un lugar pacífico y totalmente inofensivo para mantener una conversación privada. Y aparentemente seguro, puesto que era público. Pero en un día de trabajo y con aquel sol implacable reflejándose en las rocas desnudas, era también insoportablemente caluroso. No había un solo ser vivo por los alrededores: ni pájaros, ni grillos y, desde luego, ni un solo ser humano.
Gabe se había llevado una cantimplora, pero no se atrevía a arriesgarse a beber por miedo a hacer ruido. Y aunque estaba completamente seguro de que cualquier geólogo consideraría aquel lugar como una suerte de paraíso, a él le importaban un comino tanto la geología como la belleza del paisaje. Cuando había dejado su coche kilómetros atrás y había comenzado a caminar hacia el lugar de la cita, había tenido que hacer un serio esfuerzo para dominar sus nervios al ver lo aislado que estaba. No había ni un solo pueblo, ni un solo edificio a la vista. Era el lugar ideal para hacer cualquier cosa sin arriesgarse a ser descubierto.
Y la mujer que tenía debajo de él había activado todas las alarmas de Gabe. Tammy había llegado veinte minutos antes de la hora prevista para la reunión, de modo que había tenido tiempo más que suficiente para observarla. Tenía una larga melena castaña que le llegaba hasta los hombros. Suponía que otra mujer habría considerado original su estilo, pero él lo encontraba vulgar.
También su maquillaje lo era y parecía habérselo aplicado en toneladas en los ojos. Las piernas no estaban mal. Llevaba una blusa que le llegaba casi hasta el cuello. Gabe pensó que probablemente estaba intentando parecer inocente y digna de confianza con aquella ropa de aspecto caro. Pero su forma de llevarla, su caminar, la delataba. Aquella mujer estaba muy trabajada. Aunque Gabe sospechaba que Rebecca le retorcería el cuello con alguna de sus arengas feministas si lo oía utilizar un término como aquel para hablar de Tammy.
Pero lo era. Tammy Diller era una prostituta hasta los huesos. Había miles de kilómetros de la peor vida reflejados en aquellos ojos. No había nada malo en su rostro, de hecho, podría decirse que era una mujer bonita. Pero su expresión era más dura que una bota de cuero. Estaba suficientemente alerta como para saltar al menor ruido, aunque Gabe no estuviera haciendo ninguno.
Ambos oyeron el ronroneo del motor de un coche. Tenía que ser la llegada de Rebecca. Gabe sintió cómo se tensaban todos sus músculos, pero no apartó en ningún momento la mirada de Rebecca. A más velocidad de la que tardaba en llegar una mala noticia, Tammy apagó su cigarro, tiró el chicle, se puso un par de gafas de sol y recompuso su rostro hasta convertirlo en un modelo de calma y serenidad.