Pero entonces Rebecca reparó en que llevaba un objeto plateado y brillante en la mano izquierda. Todavía estaba sonriendo cuando blandió la navaja.
No había nadie a la vista, ningún sonido o movimiento indicaba que pudiera haber alguien ni remotamente cerca. Pero aquello no detuvo a Rebecca. Tomó una bocanada de aire con la intención de gritar suficientemente fuerte como para llamar la atención a un muerto.
Pero el grito nunca se produjo. Apenas consiguió emitir un graznido antes de que aquel tipo se abalanzara sobre ella y le retorciera dolorosamente el brazo. El olor de una empalagosa colonia masculina invadió la pituitaria de Rebecca. Sentía el frío del acero en la garganta y el pánico arrastrándola como una marea de la que era imposible escapar.
El nombre de Wayne Potts resonó en su cabeza como un disparo. Un disparo completamente inútil, porque encajar por fin todos los detalles no iba a protegerla de nada en aquel momento. Debería haber tenido más cuidado. Debería haber confiado en su intuición y haberse esforzado en recordar por qué el nombre de Tammy Diller le resultaba familiar. Pero todos esos «debería» no eran nada comparados con la sensación de aquella fría hoja en su garganta.
– Llega tarde, señorita Fortune. La esperaba hace unos veinte minutos y estaba empezando a preguntarme qué demonios podría haberle pasado. ¿Se ha perdido? No debería haber tardado tanto en recorrer menos de treinta kilómetros.
¿Pretendía hablar con ella? Porque Rebecca no estaba para conversaciones, sino a punto de dejarse arrastrar por la histeria, de disolverse en un charco de terror. Era incapaz de concentrarse en nada que no fuera aquella navaja que estaba tan cerca de su cuello. Pero, por otra parte, mientras aquel tipo continuara hablando, ella no iba a morir.
– ¿Cómo sabe mi nombre?
– No me ha resultado muy difícil averiguarlo. Los teléfonos móviles han sido una gran aportación tecnológica a nuestras vidas, ¿no cree? Lo sé todo sobre usted. Tracey no podía esperar a contármelo. Y ha jugado muy bien, señorita Fortune. Ha conseguido convencer a Tracey de que es tan inocente como un gatito recién nacido… y de que se ha creído todo lo que ella le ha dicho.
Volvió a retorcerle el brazo, haciendo que los ojos se le llenaran de lágrimas. Bajo la pesada fragancia de su colonia, Rebecca distinguía el repugnante olor de su sudor. Un sudor nacido de la excitación. Aquel hombre estaba disfrutando de la situación, comprendió intuitivamente. Pero no conseguía hacer que su voz sonara real ni siquiera para salvar su propia vida.
– No lo comprendo. No tengo ni idea de lo que me está hablando. Jamás he oído hablar de ninguna Tracey.
Su agresor soltó una carcajada carente por completo de humor.
– Buen intento pequeña. Pero yo no intentaría mentir a un jugador. Ha reconocido a Tracey nada más verla, ¿verdad? Por supuesto que sí. Tracey es idéntica a su hermana mayor. Le dije a Tracey que esa reunión era una estupidez, pero no quiso escucharme. Decía que era demasiado importante para nosotros descubrir lo que usted sabía. Y ya hemos encontrado la respuesta, ¿verdad? Es evidente que sabe demasiado.
De pronto, y procedente de ninguna parte, se oyó el chirriar de unos neumáticos. Aquella interrupción fue suficiente para que Wayne alzara la mirada. Pero no Rebecca. Cuando aquel canalla levantó la cabeza, tensó la navaja sobre su garganta. Rebecca no podía arriesgarse a mover la cabeza ni una fracción de milímetro. Pero por el rabillo del ojo distinguió la capota blanca del coche que Gabe había alquilado bajando a toda velocidad la rampa del aparcamiento.
A partir de ahí, todo transcurrió en cuestión de segundos. Si Wayne hubiera tenido cerebro, se habría dado cuenta que tenía entre sus manos la carta más valiosa y la mejor jugada habría sido retenerla. Pero solo había tiempo para la respuesta más instintiva, y la respuesta instintiva de Wayne ante un problema era salir corriendo.
El filo de la navaja arañaba el cuello de Rebecca, pero de pronto Wayne la empujó bruscamente y Rebecca se sintió inesperadamente libre. Chocó violentamente contra el coche de Gabe. Durante unos segundos, apenas pudo mantener el equilibrio, ni siquiera podía respirar y lo único que quería era dejar que sus rodillas se doblaran y tener un agradable y ruidoso ataque de histeria. Pero entonces vio a Gabe. Se movía a la velocidad del rayo y un brillo terrorífico iluminaba sus ojos negros.
– ¡Gabe, tiene una navaja! -le advirtió.
Pero aquello era como hablar con un motor a reacción.
Un motor a reacción y además sordo. Gabe pareció volar sobre Wayne mientras le hacía un placaje que dejó a ambos peleando sobre el cemento. La navaja plateada salió volando y aterrizó bajo el coche de algún desconocido.,
Gabe ya estaba sujetando a Wayne, obligándolo a levantarse y retorciéndole el brazo. Enterró el puño en su diafragma, haciéndole doblarse sobre sí mismo con un sordo lamento. Después volvió a agarrarlo como si no pesara más que un perro, le sujetó ambas manos por encima de la cabeza y volvió a tirarlo contra el suelo. Wayne gritaba y lloraba mientras intentaba escapar gateando, protegiéndose al mismo tiempo.
Rebecca estaba paralizada, con las manos sobre el estómago y demasiado impactada para tener la menor idea de lo que debía hacer. Era obvio que ayudar a Gabe, ¿pero cómo? ¿Haciéndose con la navaja? ¿Llamando a la policía? ¿Pero cómo iba a dejar solo a Gabe?
Entonces, el sonido de un coche añadió más confusión al alboroto de la pelea. Se trataba solo de unos turistas, una pareja de jubilados que habían elegido inconscientemente aquel momento para aparcar su coche. Rebecca se interpuso en medio de su camino, ondeando salvajemente los brazos para que se detuvieran. Dos pares de ojos la miraron con incrédulo asombro.
– ¡Dejen allí el coche y llamen a la policía, por favor! -les gritó.
Como continuaban completamente paralizados, gritó de nuevo:
– ¡Vamos! ¡Vayan al hotel y llamen a la policía!
Tanto el hombre como la mujer se precipitaron a salir en aquel momento. El caballero tuvo la presencia de ánimo para preguntar:
– ¿Está usted bien?
– Estoy bien, estoy bien -les aseguró.
Pero en cuanto los perdió de vista, pensó que no había estado peor en toda su vida. Y se volvió justo a tiempo de ver a Gabe asestando un nuevo puñetazo en el estómago de Wayne, y pensó que tampoco Gabe estaba demasiado bien.
Además, estaba comenzando a asustarla. Quizá fuera el otro hombre el que se estuviera llevando la paliza, pero su intuición femenina le decía que Gabe estaba librando allí una suerte de batalla diferente. Jamás lo había visto tan mortalmente frío como entonces. El instinto le hizo gritar:
– ¡Gabe, estoy bien! ¡No me ha hecho ningún daño!
No hubo una respuesta inmediata. Rebecca no sabía si la había oído o no, si la había visto, si sabía siquiera que estaba allí. De modo que se acercó corriendo a los dos hombres sin estar todavía muy segura de lo que podía hacer, de lo que debía hacer. Y cuanto más se acercaba, mejor podía ver la oscura furia de la expresión de Gabe. Dios, aquella mirada se quedaría grabada para siempre en su mente como una pesadilla.
– Estoy bien, no me ha hecho daño -repitió una y otra vez.
Debió de oírla entonces. O quizá, simplemente, decidió que había llegado el momento de detenerse. Wayne se derrumbó contra la pared de cemento, dobló las rodillas y terminó llorando en el suelo. Al principio, parecía incapaz de creer que Gabe hubiera dejado de golpearlo.
Se abrieron las puertas de metal del aparcamiento y comenzó a entrar gente corriendo. Rebecca vio a los vigilantes corriendo hacia ellos, oyó el aullido de las sirenas y cerró los ojos durante un segundo, mientras intentaba recuperar la respiración.
Cuando volvió a abrirlos, a pesar de todos los gritos, los ruidos y el remolino de cuerpos, lo único que vio fueron los ojos de Gabe encontrándose con los suyos, como si ellos dos fueran los únicos seres humanos que habitaban el universo.