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Gabe acariciaba su espalda como si quisiera pulir la piel que la seda del quimono ocultaba, como si no fuera capaz de dejar de tocarla. Y cuando de pronto alzó la cabeza, el deseo que Rebecca descubrió en su mirada la dejó sin aliento.

Gabe no había sido consciente de que iba a besarla. Y Rebecca sospechaba que tampoco sabía que iban a hacer el amor.

Pero ella sí. Gabe dejo caer la cabeza nuevamente. Los besos se sucedían uno a otro, fundiéndose cada uno de ellos con el anterior. Rebecca buscó los botones de la camisa de Gabe. Y Gabe hundió las manos en la melena de Rebecca para continuar sosteniendo a la escritora contra él.

Quizá Gabe no supiera que estaba expresando su amor, pero ese era el sentimiento claro y profundo que le estaba comunicando. No por primera vez, Rebecca fue consciente de lo mucho que Gabe se parecía a su hermano. Gabe no era un hombre capaz de vivir para siempre encerrado. A veces tenía que liberar sus sentimientos. A veces, y a pesar del miedo de no encontrar a nadie al otro lado del abismo, había que correr riesgos para averiguarlo.

Rebecca le desató el botón del pantalón mientras él se ocupaba de deslizar el kimono lentamente por sus hombros hasta hacerlo caer al suelo con un silencioso susurro.

El fuego prendió en los ojos de Gabe cuando la vio desnuda. Su expresión se tornó grave, casi dura. La luz plateada acariciaba su piel mientras la hacía descender hasta la cama.

– Maldita sea -musitó, pero su voz ronca era como una caricia.

La caricia de un hombre que iba a despertar en ella una sensualidad salvaje como no tuviera cuidado. Aunque, realmente, ella no tenía el menor interés en ser cuidadosa. Rebecca pensó en la horrible violencia que había rodeado a Gabe durante la infancia. Y pensó en lo mucho que la había afectado verlo pegar a Wayne. Pensó en un hombre que estaba dispuesto a matar para protegerla aunque aquello evocara todo el dolor y los errores de su infancia. Gabe tenía sus propios miedos también. Tenía miedo de pertenecer a alguien. Miedo de añorar. Miedo de llegar a sentirse dependiente de algo.

Pues bien, lo quisiera o no, aquella noche, Gabe iba a pertenecerle a alguien.

Sus lenguas se enfrentaron a un duelo húmedo y tórrido. Rebecca deslizaba las yemas de los dedos por el cuello de Gabe, por sus hombros, por el áspero vello de su pecho. Él también la acariciaba. Y sus manos parecían recordar perfectamente sus heridas, porque las evitaba en todo momento. Y era extremadamente delicado. Pero el deseo palpitaba entre ellos a un ritmo creciente y Rebecca sentía la excitación de Gabe pesada y vibrante sobre su vientre.

Rebecca le quitó a toda velocidad los calzoncillos, arrancando con su impaciencia una risa de Gabe. Pero estaba riendo antes de tiempo, pensó Rebecca. Gabe todavía no había visto nada de lo que podía llegar a hacer una mujer impaciente, aunque no tardaría en demostrárselo. La colcha terminó en la alfombra. Las almohadas parecían volar. Las sábanas se arrugaban. Rebecca rodaba con él en todas las direcciones posibles, besaba cada rincón alcanzable por sus labios, lo acariciaba de todas las formas posibles, pero nada parecía aplacar la necesidad de amarlo.

La intensidad de su deseo estaba comenzando a asustarla. Aquello no se parecía a nada de lo que había leído en ningún manual sobre sexo. Y Gabe no se parecía a ninguno de los hombres que hasta entonces había conocido. Respondía fieramente a sus caricias, respondía explosivamente a todo lo que ella libremente le entregaba. El resto del universo parecía haber dejado de existir. Solo estaba Gabe, para ella, con ella.

– Espera -susurró Gabe.

– No -contestó Rebecca.

Pero Gabe solo quería unos segundos para desprenderse del resto de su ropa. Antes de volver con ella a la cama, sacó algo del bolsillo de su pantalón vaquero: un preservativo.

Al verlo, Rebecca sintió que algo se encogía en su interior. Quizá no de una forma consciente, pero en su corazón sabía que Gabe era el único hombre que deseaba como padre de sus hijos. Pero una segunda percepción siguió a la anterior. No podía protestar, no tenía nada que decir, porque conocía a Gabe. Ni siquiera en medio del fuego había perdido el sentido del honor y la responsabilidad, y proteger a una mujer formaba parte de lo que él era.

Rebecca tenía intención de hacer el amor con él, pero al parecer Gabe conocía muchas formas específicas de tortura. Con un dedo acariciante, comprobó si estaba lista para el amor y le adelantó brevemente lo que la esperaba. Rebecca le hizo bajar la cabeza para darle otro beso y lo rodeó con las piernas para hacerle saber que no estaba interesada en más preámbulos.

A los ojos de Gabe asomó una sonrisa traviesa mientras se acercaba íntimamente a ella, pero en el momento de la penetración, la sonrisa desapareció. Los músculos de su rostro parecieron tensarse. Ya no estaba de humor para los juegos. Y tampoco ella. Gabe la llenó lentamente, haciéndola consciente de lo vacía que había estado sin él.

– Te amo -susurró Rebecca.

Aquellas palabras escaparon de sus labios una y otra vez. La primera embestida los unió, y a partir de ese momento fue aumentando el ritmo y la velocidad de su fusión, inflamando el vínculo que se había establecido entre ellos. Con Gabe, Rebecca se sentía libre para ser salvaje, para ser sincera, para ser ella misma, como si no hubiera nada que necesitara ocultar. Y confesar su amor era parte irrevocable de aquel sentimiento. Y si Rebecca podía ofrecerle algún regalo a Gabe, quería que fuera el de hacerle sentir la misma libertad con ella.

Gabe pareció aceptar aquella ofrenda. Su piel se tornó húmeda y resbaladiza y sus ojos mostraban un maravillado asombro que se derramaba en infinitos besos y caricias. Comenzaron a galopar, disfrutando de aquel delicioso viaje al que ninguno de ellos quería poner fin. Pero de pronto algo sucedió. Al principio, Rebecca no reconoció que algo iba mal. Fue solo un instante en el que el ritmo de su galope cambió. Algo se transformó también en la expresión de Gabe, que tuvo que detenerse para respirar.

Él fue el primero en ser consciente de que el preservativo se había roto.

Capítulo 11

Gabe no fue capaz de detenerse. Rebecca ni siquiera consideró la posibilidad de hacerlo. La pasión que había entre ellos era mucho más que un viaje hacia la satisfacción física. Para ella, todo lo que estuviera relacionado con hacer el amor con Gabe estaba bien. Gabe había acariciado su alma y ella ardía en deseos de alcanzar el alma de Gabe.

Además, la sensación de intimidad con él era tan poderosa… Hizo falta una eternidad para que su corazón se tranquilizara. Y también el de Gabe. De alguna manera, Rebecca se sentía irremediablemente unida a él. Gabe se tensó a su lado, pero continuaba acurrucándola contra él. Y Rebecca no era capaz de dejar de mirarlo, de dejar de acariciarlo. Gabe también la acariciaba y la besaba como si hubiera encontrado el mismo júbilo que ella.

Durante unos minutos, permanecieron unidos sin hablar, mirándose a los ojos. Al cabo de un rato, Gabe musitó algo sobre que necesitaba levantarse. Solo estuvo unos minutos en el baño. Cuando volvió, apagó la televisión y la luz y regresó a la cama.

Pero algo había cambiado drásticamente en aquellos minutos. Rebecca no podía ver sus ojos, su expresión. Cuando lo sintió deslizarse bajo las sábanas, comprendió que iba a pasar aquella noche con ella. Que Gabe, siendo como era, no podía hacer el amor con una mujer y después abandonarla.

Pero sentía su piel fría y sus músculos repentinamente tensos.

Segundos antes, Rebecca había estado a punto de dormirse. Pero ya no. No estaba segura de qué decir, de qué hacer, pero notaba que Gabe estaba alejándose de ella a la velocidad de la luz.

De pronto, la voz de Gabe interrumpió el silencio de la noche.

– Debería haberme detenido, Rebecca, ha sido culpa mía.