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– ¿Perdón?

– Acabo de ofrecerte uno de los yates de la familia. ¿O preferirías uno de los aviones?

Gabe no contestó. No habría parecido más asombrado si en ese momento hubiera entrado un elefante en el despacho.

Evidentemente, esperaba que Kate lo pusiera de patitas en la calle. Pero esta se limitó a servirle una copa de jerez. Era una bebida terriblemente cursi para alguien como el señor Devereax, pero Kate no tenía licores más fuertes en su despacho y Gabe parecía estar sufriendo alguna clase de choque emocional.

Y, sobre todo, no iba a ser capaz de hablar más claramente si no se relajaba. Y Kate no pensaba dejarlo marchar hasta que no supiera mucho más sobre Gabe y su hija de lo que hasta entonces había oído.

Gabe se fijó en los arces que adornaban el barrio de Rebecca. Los narcisos y los tulipanes destacaban en los lechos de flores. Y la hierba ya había adquirido aquel verde aterciopelado único de la primavera.

La primavera podía ser la estación del amor, pero el resto de los augurios no eran nada buenos. Por el oeste se acercaban enormes nubarrones negros que dejaban la tarde casi en penumbra. Cuando Gabe llegó a la casa de Rebecca, las calles estaban desiertas y los rayos cruzaban el cielo.

Gabe abrió la puerta del Morgan y, utilizando ambas manos, sacó la pierna izquierda del coche. La funda de velero le cubría la pierna desde la rodilla hasta el tobillo y la movilidad se hacía más difícil a causa del cabestrillo con el que llevaba sujeto el brazo izquierdo al pecho. Salió del coche lentamente y, al ver que Rebecca corría la cortina de la ventana principal, hizo una mueca de dolor y se frotó la mejilla derecha, que llevaba oculta bajo un vendaje.

De pronto se desató la lluvia. Una lluvia helada. Su sudadera no permanecería seca durante mucho tiempo y los vaqueros se los había tenido que cortar para poder ponerse la funda de velero. Aun así, no podía aumentar la velocidad de su paso.

La puerta de la casa estaba a diez largos metros de distancia. Una distancia más que suficiente para que Gabe repasara mentalmente la extraña conversación que había mantenido con Kate en su despacho.

Todavía no comprendía por qué Kate no se había puesto hecha una furia cuando le había hablado de su relación con su hija. Ni siquiera le había preguntado si había pensado en el matrimonio.

En cambio, le había servido una copa de aquella empalagosa crema de jerez y le había hablado del caos en el que había estado envuelta su familia desde hacía dos años.

– Todos mis hijos han sufrido alguna crisis personal en este tiempo. Además, tuvimos que enfrentarnos a serios problemas financieros en la empresa, como muy bien sabes, Gabe. Y, sin embargo, después de lo ocurrido, mis hijos parecen haber salido más fortalecidos, son ahora más felices. Con una sola excepción.

– Rebecca -había aventurado Gabe.

– Sí, Rebecca. He podido ayudar a todos mis hijos, excepto a Rebecca. Y también a ella quiero verla feliz. Quiero que siente la cabeza, que pueda ver su casa llena de esos hijos que tanto desea. Pero ninguno de los hombres que hasta ahora ha llamado a su puerta ha conseguido ponerla nerviosa. Hasta que has llegado tú.

Nerviosa.

Gabe dio otro paso hacia la puerta de Rebecca, pensando que la palabra «nerviosa» se había quedado clavada en su mente durante días. No sabía lo que Kate Fortune había intentado decirle. No sabía si eso significaba algo bueno sobre los sentimientos de Rebecca hacia él.

Pero fueran cuales fueran las consecuencias, había descubierto que no podía esperar ni un segundo más para averiguarlo.

Semanas atrás, cuando Jake había sido liberado, Gabe se había sentido aliviado al dar por terminado aquel trabajo y poder así alejarse de Rebecca. Como siempre, estaba deseando encontrarse con su soledad y con su propia libertad.

Después, habían llegado los síntomas de aquella extraña gripe: el vacío en las entrañas, el malestar, una tristeza que era incapaz de superar. La sensación de pérdida era tan grande que no podía ni comer ni dormir.

Se había obligado a recordar cientos de veces las peleas de sus padres, la tensión y los amargos silencios en su relación. Durante toda su vida, Gabe había decidido ser realista. El amor era real, pero no era algo que durara. Y si uno no creía en los cuentos de hadas, no tenía que enfrentarse después al dolor y a la desilusión. Y si uno conseguía ser autosuficiente, nunca necesitaría a nadie más.

Pero en algún momento, cuando estaba sufriendo los peores síntomas de aquella gripe, Gabe se había dado cuento de algo completamente extraño: los recuerdos de todas esas parejas peleándose y destrozándose la una a la otra podían estar motivados por su filosofía de solitario. Pero él había estado peleándose con Rebecca desde el principio. Y, de hecho, adoraba discutir con ella.

A esa desastrosa conclusión sentimental le habían seguido otras. Gabe sabía la cantidad de problemas en los que podía llegar a meterse aquella pelirroja. Y también que nadie era capaz de mantenerla a salvo.

Pero estaba bien que hubiera alguien en el mundo capaz de creer en príncipes azules. Alguien que creyera en la bondad del ser humano, en que el bien siempre vencía al mal y en que nada podía hacerle a uno ningún daño si hacía las cosas correctamente.

Y él quería que Rebecca tuviera la libertad para creer en todas esas cosas. Pero para que eso sucediera, alguien tendría que protegerla, sutilmente y con mucho cuidado. Alguien que comprendiera lo vulnerable y lo maravillosa que era. Alguien suficientemente fuerte para ponerla en su sitio de vez en cuando. Para poder darle todo el amor que ella daba. Alguien que comprendiera que Rebecca nunca soportaría que le pusieran límites, pero que realmente necesitara estar a su lado.

Y había sido entonces cuando Gabe se había dado cuenta de que no se le ocurría nadie que pudiera estar a su lado… salvo él.

Estaba enamorado de aquella mujer.

Tan intensamente enamorado que le dolía. Y entonces, una noche, se había despertado en medio de una pesadilla, imaginando a Rebecca con su hijo en su vientre. Su hijo. Aquella imagen lo había golpeado con la misma fuerza que una explosión nuclear, con un anhelo de ser padre que ni siquiera sabía que sentía. No un padre como el que él había tenido, sino un padre a su manera. Quería formar su propia familia.

Y el carácter de pesadilla de aquel sueño se debía a que sabía que, si Rebecca estaba embarazada, jamás se lo diría. Aquella pelirroja siempre había dejado muy claro que lo quería todo o nada. Ni remotamente iba a conformarse con menos. Y eso significaba que, a no ser que creyera posible todo el sensiblero futuro que ella imaginaba, jamás lo llamaría, ni a causa de un hijo ni por ninguna otra razón.

La cortina volvió a correrse. Y en aquella ocasión se abrió varios centímetros.

Gabe hizo otra mueca de dolor y dio otro par de agonizantes pasos hacia el porche. Y, milagro de los milagros, de pronto se abrió la puerta de par en par.

– ¡Gabe! He visto que algo se movía desde la ventana, pero al principio no sabía que eras tú. ¡Dios mío! ¿Qué demonios te ha pasado?

– Ha sido un pequeño accidente -confesó.

Por un momento, casi se olvidó de mostrarse dolorido. Solo quería embeberse de la visión de Rebecca.

– ¿Un pequeño accidente? Dios mío, Gabe.

– Es posible que necesite ayuda, pequeña, esa es la verdad -en cuanto llegó al voladizo del porche, se apoyó en la muleta-. Necesito un lugar en el que recuperarme, en el que poder descansar… y ya lo he encontrado. Pero no puedo conducir solo hasta allí, y mucho menos cargar con todas las provisiones que necesito. En cuanto me instale, podré arreglármelas solo. Pero si pudieras concederme esta tarde… -tomó aire-. Te necesito, pelirroja.

Su voz sonaba extraña, precipitada y cortante. Pero Gabe nunca había admitido necesitar a nadie y le resultaba difícil. Temía que Rebecca pensara que le estaba mintiendo, y era cierto que había ciertos detalles que incluían cierta dosis de mentirijillas. Pero lo de que la necesitaba era la mayor verdad que había dicho en toda su vida.