Rebecca indagó en sus ojos. Solo durante un par de segundos.
– Solo tengo que apagar el ordenador y agarrar un bolso -dijo rápidamente.
– Y los zapatos, pequeña.
Rebecca volvió con los zapatos puestos y, moviéndose a la velocidad de una bala, lo acompañó y lo instaló maternalmente en el asiento de pasajeros del Morgan. El plan era que lo llevara hasta su refugio, lo ayudara a instalarse, regresara en el coche y volviera a buscarlo al cabo de una semana. Gabe sabía condenadamente bien que era un plan completamente ilógico, pero quizá fuera una suerte que Rebecca fuera una escritora tan idealista e imaginativa. Porque pareció tragarse toda la historia.
Gabe tenía algunas cosas más que necesitaba que Rebecca aceptara para poder sacar adelante aquel plan. Le dio a Rebecca la dirección de su destino y una hora después estaban rodando por carreteras rurales. Pero Rebecca prestaba más atención a sus heridas y a su rostro que a la geografía.
Sin embargo, cuando pararon en un supermercado, se convirtió en un general. Permitió que Gabe entrara con ella y eligiera lo que quería, pero cargó ella con todas las bolsas. Al ver que Gabe no protestaba y respondía a todas sus indicaciones con mansa obediencia, posó la mano sobre su frente.
– ¿Estás seguro de que no tienes fiebre?
– ¿Crees que tengo fiebre porque estoy siendo amable?
– Hasta ahora nunca me habías obedecido, monada. Aunque, por supuesto, puede haber alguna otra razón por la que hayas dejado de ser tú mismo. ¿Estás tomando mucha medicación contra el dolor?
– Humm -fue lo único que contestó Gabe.
Las direcciones que tuvo que darle a partir de aquel momento fueron mucho más complicadas y, sumadas a los constantes errores de Gabe, podrían haber confundido a cualquier geógrafo.
Terminaron en una camino cubierto de hierba media hora después. Por fin habían llegado a su destino. Rebecca bajó del coche, con las manos en las caderas miró a su alrededor. La cabaña de cedro, de varios pisos, había sido construida en lo alto de una colina. La fachada principal tenía enormes puertas de cristal que conducían a una terraza desde la que se disfrutaba de las vistas de un gorgoteante arroyo que estallaba en miles de diamantes en la base de la colina.
– Es un lugar maravilloso, Gabe. ¿Lo has alquilado?
– Sí, durante una semana.
– No se me ocurre otro lugar mejor para descansar, pero está terriblemente aislado. No se ve otra casa en más de dos kilómetros a la redonda.
Rebecca fue a buscar las provisiones, le ordenó a Gabe que se limitara a descansar y fue a echar un vistazo por la casa. Cuando desapareció, Gabe permaneció esperándola con miles de mariposas borrachas en el estómago. Sabía lo que Rebecca iba a ver: los suelos de madera, la chimenea de piedra y los muebles rústicos y funcionales. Había un solo dormitorio, con una enorme cama de matrimonio y un tragaluz que ofrecía unas vistas espectaculares. No había nada superfluo en aquella casa, pero el baño contaba con una sauna de madera.
Cuando Rebecca regresó, continuaba con los brazos en jarras.
– Es preciosa, ¿pero no tiene teléfono?
– No, no tiene teléfono.
– Ni teléfono ni vecinos. ¿Y qué pasará si te caes? ¿O si necesitas ayuda para subir las escaleras? -pateó el suelo con el pie-. No sé si me gusta la idea de dejarte solo.
– Llevo arreglándomelas solo durante toda mi vida.
– Sí, pero no estando herido.
– Por lo menos tanto como lo estoy ahora -confirmó Gabe-. ¿Rebecca?
Rebecca volvió la cabeza. Gabe abrió la mano para mostrarle las llaves del coche y cuando Rebecca las estaba mirando, las lanzó al aire y las llaves aterrizaron en el arroyo.
Rebecca lo miró boquiabierta.
– ¡No puedo creer lo que acabas de hacer! ¿Es que te has vuelto loco? ¿En qué demonios estás pensando? Sin llaves del coche ninguno de nosotros podrá salir de aquí…
Mientras Rebecca lo observaba, Gabe tiró la muleta al suelo. Y, después de quitarse la venda de la sien, se quitó el cabestrillo y la espinillera de velero.
Rebecca no se movió. Y no apartó los ojos de él ni durante un solo segundo. Pero parecieron pasar un par de siglos hasta que consiguió decir algo.
Y Gabe imaginó que eran muchas las posibilidades de que lo matara.
Capítulo 13
– No estás herido -anunció Rebecca.
– No.
– Y no has sufrido ningún accidente en el que te hayas jugado la vida.
– No. De hecho, la última vez que me jugué la vida fue en Las Vegas. Contigo. ¿Rebecca?
– ¿Qué?
– No pareces en absoluto sorprendida.
– Claro que no estoy sorprendida, Devereax. Te conozco. Te pondría en un callejón con seis matones y compadecería a los matones. Si hay algún hombre sobre la tierra capaz de cuidar de sí mismo, ese eres tú. ¿Qué te creías, que me estaba tragando toda esta farsa? Escribo ficción, por el amor de Dios, soy perfectamente capaz de reconocer una estratagema tan artificiosa con los ojos cerrados.
Gabe se aclaró la garganta con incomodidad.
– Pero… has venido.
– Claro que he venido. Estaba terriblemente preocupada. Todavía lo estoy de hecho. No es propio de ti recurrir a la mentira. Ha tenido que ocurrirte algo verdaderamente malo para que hayas tramado todo esto.
– Sí, me ha ocurrido: no querías verme, ni siquiera podía conseguir que te pusieras al teléfono. Era bastante evidente que tenía que hacer algo creativo para llamar tu atención.
– Vaya, y desde luego lo has hecho.
Rebecca había estado evitándolo porque no quería contestar a ninguna pregunta sobre su embarazo hasta que no estuviera realmente preparada. Pero durante aquel increíble trayecto hasta la cabaña, no había podido evitar advertir que Gabe, a pesar de todas las oportunidades que había tenido, no había sacado todavía el tema.
– Así que querías hablar conmigo…
– Sí -musitó-. Pero creo que ya he tenido toda la conversación que soy capaz de soportar por ahora.
Rebecca estaba caminando a su alrededor, con los brazos todavía en las caderas, cuando Gabe alargó los brazos hacia ella y la estrechó contra su pecho. Rebecca pudo sentir los latidos atemorizados de su corazón contra los latidos asustados del suyo. Y entonces Gabe la besó.
Rebecca tenía miedo de que la besara. Mucho miedo. Porque sabía lo fácil que sería volver a hundirse en el abrazo de Gabe otra vez. La química era tan mágica entre ellos que sospechaba que podría durar toda una vida y que, si seguía al lado de Gabe, su amor iría haciéndose cada vez más desesperantemente profundo.
El primer beso fue todo lo que había temido…, y más todavía. La boca de Gabe descendió sobre sus labios con la suavidad del rocío sobre una rosa. Rozó su boca con una dulzura infinita, como si estuviera dando un largo y tierno sorbo de sus labios. Como si fuera agua para un hombre que había estado agonizando de sed en el desierto.
Un golpe de viento primaveral alborotó los árboles. De sus hojas cayeron gotas de agua que llegaron hasta ellos. Rebecca podía oír el gorgoteo del agua en la distancia, olía la fragancia de los pinos y sentía la humedad de la hierba atravesando sus zapatos.
La boca de Gabe era más suave que la luz de la luna y sus brazos más ardientes que el sol. Los sueños en los que Rebecca había querido creer durante toda su vida parecían muy reales en aquel momento, pero se sentía tan frágil que tenía miedo de romperse…
– Gabe…
– Lo sé, tenemos que hablar. Y yo quiero hablar contigo, pelirroja. Pero ahora mismo lo único que quiero es averiguar si puedo ponerte nerviosa.
– ¿Nerviosa? ¿Por qué demonios quieres ponerme nerviosa?
– Ojalá lo supiera, maldita sea, pero es importante -la levantó en brazos y subió con ella los escalones que conducían hasta la casa, besándola cada tres pasos-Tenemos que solucionar esto pelirroja. No creo que sea capaz de hacer nada más hasta que lo hayamos resuelto.