– ¿Lo de sí me pones o no nerviosa?
– Sí. Ahora vamos a ir al dormitorio. ¿Eso te pone nerviosa?
– Eh… no. ¿Debería? -la puerta se cerró tras ellos.
– Mira Rebecca, esto no es solo una cuestión de sexo. Esto tiene que ver con lo mucho que te necesito. Y con la tristeza de todas las mañanas de mi vida en las que tú no estás. Tiene que ver con que pensaba que era un hombre libre hasta que te he conocido y he descubierto que jamás lo he sido. Y ahora, ¿todo eso te pone nerviosa?
– No, Gabe -susurró Rebecca.
– Te amo. Te amo, pequeña. Nunca he amado a nadie. Y nunca he pensado que podría llegar a amar a alguien. Y ahora, por el amor de Dios, Rebecca, estoy empezando a desesperarme. ¿Qué demonios te pone nerviosa?
Llegaron al dormitorio después de cruzar el resto de la casa a una velocidad suicida, pero una vez allí, Gabe parecía estar confundido sobre lo que debía hacer con ella. Parecía incapaz de soltarla. Y parecía incapaz de dejar de besarla. Pero tampoco era capaz de dar un paso más allá del umbral de la puerta.
– Gabe -susurró Rebecca-, aunque me sueltes, no voy a ir a ninguna parte.
– No voy a dejarte marchar -respondió Gabe con fiereza, pero la dejó en el suelo.
Rebecca le quitó la sudadera. Y lo besó. Después buscó el cierre de sus vaqueros y volvió a besarlo otra vez.
Y cuando vio que ni siquiera aquella sensualidad agresiva hacía mella en la desesperación que reflejaban sus ojos, deslizó las manos en el interior de la tela vaquera y tomó su miembro posesivamente. Posiblemente le temblaron un poco las manos, pero por lo menos la expresión de Gabe se transformó. Y también el sentimiento que reflejaba su mirada. Arqueó una ceja y dijo en tono acusador:
– No estás nerviosa en absoluto.
– Creo que eres tú el que debería estarlo, monada. Si no eres capaz de reconocer cuándo te encuentras frente a un problema serio, déjame darte alguna pista.
Le dio un empujón. Y no necesitó nada más para derrumbarlo sobre la cama. Rebecca se desprendió de todas las prendas que llevaba encima. Primero un zapato. Después el jersey. Después el otro zapato. Y luego bajaron sus pantalones al mismo tiempo que sus bragas.
Una colcha de lana gruesa cubría la cama, haciendo un contraste imposiblemente erótico con Gabe.
Él era satén; Rebecca sintió su piel suave y sedosa bajo las manos. Gabe era un hombre duro, pero se derretía como la mantequilla bajo sus húmedos besos. Y la ternura iba invadiendo sus ojos con cada uno de ellos.
La amaba. Rebecca le había oído decirlo, había inhalado y saboreado aquellas palabras que nunca había esperado escuchar. Y en aquel momento estaba sintiendo el amor de Gabe en cada beso, en todas las respuestas de su cuerpo.
Dejándose llevar por la intuición, por el amor, Rebecca fue desenredando para él toda una madeja de besos. Había muchas preguntas entre ellos que todavía necesitaban respuesta, pero el amor también era una forma de responder. Todos los miedos que Rebecca había tenido a perderlo los expresaba en sus caricias. Todas las noches oscuras, todas sus pesadillas, las comunicaba en sus manos, en sus besos, en el deseo de desnudar su alma ante él. Aquel no era momento para secretos. Gabe era su pareja, su alma gemela, el único hombre al que realmente había querido.
Se amaron una y otra vez. Compartieron besos cálidos y besos tórridos, caricias apasionadas y caricias tiernas como la seda. Escalaron una y otra vez el precipicio del éxtasis, buscando cómo complacerse el uno al otro. Rebecca habría jurado que había llegado a tocar el alma de Gabe. Jamás se había sentido tan libre con otro ser humano. Y esperaba, con todo su corazón, ser capaz de hacerle sentir lo mismo.
Tiempo después, Rebecca se recordaría desplomándose en sus brazos, con el pulso resonando en su interior como el palpitar de un trueno. Pero no fue consciente de que se había quedado dormida hasta que se despertó.
Todavía somnolienta, advirtió que era noche cerrada. La colcha había desaparecido. Gabe la había tapado con una sábana mucho más suave y había encendido la lámpara de la mesilla. Continuaba tumbado a su lado, despierto y con los ojos fijos en su rostro con una expresión de gravedad que Rebecca le había visto docenas de veces.
Rebecca alargó la mano para borrar el ceño que ensombrecía su frente. Le daba miedo hablar, pero más todavía no hacerlo.
– Voy a tener un hijo tuyo, Gabe -le dijo con voz queda.
En vez del recelo que esperaba, descubrió en los ojos de Gabe un brillo luminoso.
– Gracias a Dios. Si llenamos la casa de Devereax en miniatura, a lo mejor hay alguna oportunidad de que te mantengas suficientemente ocupada como para que dejes de meterte en problemas. Excepto los que tengas conmigo, claro.
Rebecca se incorporó sobre un codo, sin engañarse por aquella maliciosa broma.
– Esto no puede ser una propuesta de matrimonio. Lo último que sabía era que estabas completamente en contra del matrimonio, de las familias y de los bebés.
– Sí, bueno, pero enamorarme de ti me ha hecho repensar algunas cosas. En realidad nunca he estado en contra de todas esas cosas. Lo que no quería era cometer un error y, para no mentirte, no soy una persona a la que le guste correr riesgos. Y no tengo ni la mitad de confianza en el amor que tú.
– Creo que eres la persona más arriesgada que he conocido en mi vida. Siempre he sabido que no eras una de esas personas que huyen de los problemas.
– En eso tienes razón.
– Y también sé que nos vamos a pelear.
– Eso también lo he descubierto yo. Durante mucho tiempo, he asociado erróneamente las discusiones con hacerle daño a otra persona. Pero nosotros siempre nos peleamos, pelirroja, y, por alguna condenada razón, me encanta discutir contigo. No puedo jurarte que vayamos a estar siempre de acuerdo, pero mi intención es no hacerte sufrir nunca. Te quiero Rebecca.
Cubrió el rostro de Rebecca de besos lentos y tiernos. Besos cargados de promesas.
– No voy a dejar de besarte hasta que no me digas claramente que sí -le advirtió.
– Entonces vas a tener que sufrir durante un buen rato, porque no voy a darte ninguna excusa para que pares.
– ¿Y vas a seguir siendo tan implacable después de que nos casemos?
– Pienso seguir siendo igual de implacable durante los siguientes cincuenta o sesenta años de mi vida, Devereax. Confía en mí. Pretendo darte muchas cosas.
– Confío plenamente en ti.
Rebecca lo sabía. Podía verlo en sus ojos.
– Creo que acabas de ganarte un sí perfectamente claro -susurró-. Sí, sí, sí. Yo solía soñar con el amor auténtico, Gabe. Nunca quise conformarme con menos. Pero no creía que fuera capaz de encontrarlo. Hasta que te conocí. Sin embargo…
– ¿Sin embargo?
– Sin embargo, ¿cómo demonios vamos a volver a casa si has tirado las llaves del coche?
– Es posible que tenga otro juego.
– Siendo el hombre lógico y racional que has sido siempre, estoy convencida.
– En realidad, hasta hace muy poco no he confiado en mi intuición. Sé que puede parecer una locura, pero… -se interrumpió.
– ¿Pero?
– Pero dejarse llevar por los impulsos puede tener ciertas repercusiones.
– ¿Y no tienes otro juego de llaves?
– Sí, lo tengo, pero en casa.
– ¿Y estás intentando decirme que vamos a quedarnos aislados en esta cabaña?
– Sí,
– ¿Indefinidamente?
– Sí.
– Estupendo -musitó Rebecca y alargó la mano para apagar la luz.
Epílogo
Kate rara vez se ponía nerviosa. Había pasado por demasiados trances en la vida para que algo realmente la afectara. Había sobrevivido a un accidente de avión, a intentos de asesinato, a sabotajes… Y todo lo había soportado. Sabía que era una mujer fuerte.