Pero, en fin, ya tendría tiempo de ponerse a remojo cuando llegara a casa. Aquel no era el momento. Se negaba a admitir que estaba agotada, aunque debían de ser ya las tres de la mañana. Un trueno retumbó en el exterior. Y Rebecca adoptó un ceño tan sombrío como la propia noche.
Gabe no creía que hubiera ninguna prueba que favoreciera a su hermano, lo sabía. Y tampoco quería tenerla cerca. Eso también lo sabía. Pero, por alguna estúpida razón, Rebecca esperaba que Gabe pudiera creer en la inocencia de su hermano. Pero era evidente que Gabe era igual que todos los demás.
Aquella no era la primera vez que Rebecca se sentía sola. Mientras su miraba vagaba a lo ancho de la habitación, acarició el brazalete de oro que llevaba en la muñeca. El símbolo de la familia que siempre la había sostenido. Por diverso que fuera el clan de los Fortune, Rebecca siempre se había sentido diferente a todos ellos, no parecía encajar en los valores y patrones del resto de la familia. Pero no importaba. Nunca le había importado. La familia significaba lealtad. Amor. Y lazos irrompibles. Ella encontraría la manera de limpiar el nombre de su hermano, estaba dispuesta a morir en el intento.
Mientras miraba a su alrededor, frotaba una y otra vez el brazalete y se preguntaba, estúpidamente, sí Gabe tendría familia. Él nunca había mencionado a sus hermanos, ni a ningún otro pariente. Y el matrimonio y los hijos no parecían estar en su lista de prioridades. Gabe se mostraba al mundo como un solitario autosuficiente, pero en algún rincón lejano de su mente, Rebecca tenía la sensación de que era un hombre que se sentía profundamente solo.
Probablemente, soltaría una carcajada si le sugería algo parecido, pensó, y de pronto, se olvidó de Gabe. Clavó la mirada en el brazalete y a continuación dejó que vagara por el resto de la habitación. Joyas. Aquella mujer tenía toneladas de joyas. Indudablemente, las más caras las tendría depositadas en la caja de seguridad de algún banco, pero seguramente tendría otras muchas por allí. Sí, allí estaban.
Rebecca encontró dos joyeros empotrados en la parte posterior del armario, ambos llenos a reventar. Rebecca se agachó, abrió uno de los pequeños cajones y comenzó a revisar toda la bisutería.
La expectación mejoró su humor. No, no sabía lo que estaba buscando, no sabía dónde mirar y ni siquiera sabía si había algo que encontrar. Pero si había algún secreto que descubrir sobre Mónica, tenía la intuición de que se encontraba en aquel dormitorio. Un hombre quizá escondería sus secretos en su despacho, pero una mujer siempre los atesoraba en su dormitorio. El dormitorio era su escondite, su refugio, algo que un hombre nunca comprendería.
En la base del cuarto cajón, sus dedos descubrieron un bulto. Pasó la mano nuevamente por él. Sí, definitivamente un bulto. Precipitadamente sacó el cajón y volcó su contenido en la alfombra. Y entonces pudo ver aquella protuberancia marcada en el satén.
El satén se rasgó tan fácilmente como el papel de un dulce.
Y había varias hojas de papel debajo de él. Una era un viejo telegrama perteneciente a un pobre petimetre que le declaraba a Mónica su amor. Rebecca lo apartó y fue a buscar el siguiente. Era una carta de amor de un hombre que se declaraba su «fiel senador». Rebecca estudió atentamente aquella nota. Estaba fechada diez años atrás, era demasiado vieja para que pudiera tener alguna relevancia en el caso, pero, aun así, no la descartó. Si Mónica había considerado que tenía valor suficiente como para que mereciera la pena esconderla, podría significar algo.
La mayor parte del resto de los papeles eran recuerdos personales. No había nada que pudiera relacionar ni remotamente con el asesinato de Mónica. Rebecca hizo una mueca al encontrar una prueba más de la perversidad de la antigua actriz. Encontró la prueba que demostraba que Mónica había estado detrás del intento de robo de la fórmula del secreto de la juventud. También había sido ella la que había alentado al acosador de Allie, e incluso estaba detrás de las amenazas de deportación de Nick Valkov, el principal químico de Fortune Cosmetics. Afortunadamente, aquella amenaza había derivado en el matrimonio de Nick con Caroline. Por lo menos Mónica había hecho algo bien. Pero ninguna de aquellas pruebas podía utilizarse para exculpar a Jake.
Hasta que encontró una carta. La adrenalina comenzó a correr salvajemente por sus venas mientras la leía.
Era una copia a carbón de una carta escrita por la propia Mónica. Aunque el mensaje era solamente de unas pocas líneas, estaba fechada diez días antes de su muerte. En ella amenazaba a una tal Tammy Diller con hacer pública su reunión o arriesgarse a encontrarse con más problemas de los que nunca había podido soñar. La euforia aceleraba el pulso de Rebecca. Había algo en el nombre de aquella mujer que le resultaba familiar, pero no conseguía adivinar lo que era… De todas formas, de momento no importaba. Con la carta era más que suficiente. Quizá no demostrara la inocencia de su hermano. Y tampoco que aquella Tammy hubiera hecho nada. Pero por lo menos era la prueba que había otra persona enfrentada a Mónica durante las fechas próximas a su muerte… Ignorando sus múltiples dolores, Rebecca se levantó. Con la carta en la mano, salió al pasillo y llamó a Gabe a gritos.
Más tarde, se le ocurrió pensar que su grito podría haber puesto en funcionamiento todos los sistemas de alarma de Gabe y probablemente le había hecho pensar que había hecho algo que estaba a punto de acabar con su vida, porque lo vio subir los escalones de tres en tres. Pero, en ese momento, en lo único que podía pensar era en la alegría de haber encontrado algo concreto que podía vincular el asesinato de Mónica con otra persona.
Mientras Gabe volaba hacia ella, Rebecca salió volando hacia él. Y le pareció completamente lógico arrojarse a sus brazos. Cualquier mujer habría comprendido perfectamente aquel impulso.
Sin embargo, Gabe no parecía ver las cosas de la misma forma.
Capítulo 3
Rebecca corría de tal manera por el pasillo que Gabe asumió lógicamente que la perseguía un ejército de monstruos, de diablos… o quizá un asesino. Y podía llevar retirado más de siete años de las Fuerzas Especiales, pero había algunas respuestas que eran instintivas en él. De modo que se abalanzó hacia Rebecca con intención de agarrarla, colocarla tras él y protegerla y se dispuso a enfrentarse a un serio peligro.
Estaba preparado para enfrentarse a cualquier cosa… excepto a que una estúpida mujer se arrojara a sus brazos. El abrazo fue tan exuberante como repentino. Y quizá Rebecca pretendiera besarle en la mejilla, pero el caso fue que sus labios se posaron prácticamente a la altura de su boca. Y fue como el impacto de una bala.
A Gabe le habían disparado en dos ocasiones. Aquella era una experiencia imposible de olvidar. Pero no le había dolido ninguna de las veces, al menos en el momento del impacto. Había sido algo así como una quemadura repentina, como un estallido de penetrante calor.
Pero las balas no tenían nada que ver con Rebecca. Gabe sabía que Rebecca era un problema. Y también que apartar las manos de ella era la única forma de evitarlo. Pero al principio la agarró porque su cerebro todavía estaba respondiendo a la amenaza de peligro. En un primer momento, la adrenalina corría por sus venas a la velocidad de la luz. Una milésima de segundo después, la oleada de adrenalina fue saboteada por el incontenible fluir de la testosterona.
El larguísimo pasillo estaba a oscuras y tan vacío que los latidos de su corazón parecían resonar en medio del silencio. Y fuera cual fuera el motivo por el que Rebecca lo había abrazado, de pronto, la escritora retrocedió. El terciopelo de sus ojos acarició los ojos de Gabe. La sonrisa que curvaba sus labios se suavizó. No dejó caer los brazos. No hizo nada de lo que habría hecho cualquier mujer en su sano juicio. Sino que se puso de puntillas y lo besó.