– En la cocina -Rebecca bajó la mirada hacia el jersey que llevaba y se cerró bruscamente el escote. Solo el cielo sabía por qué. A esas alturas, Gabe ya le había visto el sujetador y cada centímetro de su cuello.
– Será mejor que vuelva a ponerme mi jersey. Pero dime, ¿dónde dejo este?
– Puedes quedártelo puesto. No creo que a nadie le importe que lo tomes prestado. Yo lo devolveré más adelante, es absurdo que te pongas un jersey mojado en una noche tan fría como esta. Así que vete a buscar tu jersey y vámonos.
– Creo que me he dejado encendida una de las luces del piso de arriba. Y tengo que ordenar el armario. Y debería recoger el agua…
Había una razón por la que Gabe siempre trabajaba solo. Sus empleados formaban un buen equipo de trabajo y a menudo trabajaban en parejas los diferentes casos.
Pero no él. A él no le gustaba depender de los demás. Le gustaba poder actuar de forma rápida, dinámica.
Para cuando Rebecca terminó de ordenarlo todo, Gabe podría haber ayudado a cruzar la calle a un centenar de tortugas.
Gabe la urgió a salir al exterior, cerró la puerta principal y señaló hacia un antiguo Morgan.
Rebecca soltó un silbido. Casi tan bueno como si fuera un hombre.
– Qué preciosidad -musitó.
– Sí, es del cincuenta y cinco. Pero lo han cuidado como si fuera una pieza de museo, así que no tiene demasiados kilómetros.
– ¿Todavía se consiguen piezas de repuesto?
– No es fácil. Hay piezas que son muy difíciles de encontrar y pueden costarte un riñón. Además, hay muy pocos mecánicos que sepan cómo arreglar este coche.
– Pero no te importa, ¿verdad? Por un coche así merece la pena tomarse tantas molestias.
– Sí.
No esperaba que Rebecca lo entendiera. Abrió la puerta de pasajeros y observó las largas y esbeltas piernas de Rebecca desaparecer bajo el panel de control. Y se le ocurrió la enervante idea de que aquella mujer parecía hecha para montar en su coche.
Evidentemente, la falta de sueño era la razón de que no pudiera pensar con claridad. Cerró la puerta, rodeó el coche y se sentó tras el volante. En cuanto giró la llave, el motor comenzó a ronronear.
– Qué criatura tan hermosa -musitó Rebecca.
Aquel comentario sobre las criaturas le hizo recordar a Gabe el que había hecho horas atrás sobre los bancos de semen. Se dijo a sí mismo que debía mantener la boca cerrada, que eso no era asunto suyo. Pero aquel comentario había estado aguijoneándolo durante toda la noche.
Durante algunos minutos, permaneció en silencio. La tormenta había terminado, pero todavía caía una fina lluvia. La hierba y las hojas de los árboles resplandecían en medio de la fantasmal luz de la noche cuando Gabe cruzó la verja de la casa y se detuvo para cerrarla. No parecía haber nada despierto en kilómetros a la redonda. No había ninguna luz encendida y solo se oía el rumor de las hojas de los árboles y el susurro de la lluvia.
Localizar el coche de Rebecca fue muy fácil; no había ningún otro vehículo en la acera. Gabe aparcó detrás de su Ciera rojo cereza y alzó la mirada hacia ella. Rebecca se había mostrado entusiasmada con su coche y, procediendo de la familia Fortune, probablemente podría comprarse toda una flota de Morgan si así lo decidiera. Y, sin embargo, había optado por un coche sólido y funcional. Un modelo familiar de cuatro puertas para una mujer que no ocultaba su amor por la familia. Y entonces Gabe ya no fue capaz de continuar callado.
– No decías en serio lo de los bancos de semen, ¿verdad?
– Claro que sí -mientras Gabe apagaba el motor, ella se inclinó para reunir sus cosas.
– La última noticia que yo tenía era que hacía falta un marido para tener un hijo. O que por lo menos tenía que aparecer un hombre en escena.
– Normalmente es así -se mostró de acuerdo Rebecca-.Y, créeme, no he dejado nunca de buscarlo. Pero ser una Fortune tiene sus desventajas: hay muchos más hombres interesados en el dinero de la familia que en mi. Además, pasarme el día escribiendo libros no me ayuda a conocer a muchos hombres. No es fácil encontrar un príncipe azul, o por lo menos no lo es para mí. Y mi reloj biológico ya está empezando a marcarme la hora.
– Estoy seguro de que has tenido que enfrentarte a muchos caza fortunas, pero no eres ninguna anciana.
– Ya soy bastante mayor. Treinta y tres años es una buena edad para tener un hijo. Y, afortunadamente, ya no estamos en la Edad Media. Nadie va a mirarme mal por ser una madre soltera. Este es el momento ideal para tener un hijo y estoy preparada. Tengo buena salud, una situación económica estable, y me muero de ganas de tener un hijo. Si fuera por mí, tendría hasta seis.
¿Seis? Gabe tragó saliva.
– ¿No crees que lo del banco de semen es una medida… un poco drástica?
– Creo que casarme con el hombre equivocado solo porque quiero tener hijos sería muy «drástico». Resulta que creo en el verdadero amor, monada, y no estoy dispuesta a conformarme con menos. Pero también quiero formar una familia. Quiero tener hijos a los que cuidar y querer. Te aseguro que yo también preferiría contar con un padre adorable, pero que no aparezca en mis cartas no quiere decir que no pueda probar otra forma de conseguirlo.
– ¿Has hablado de esto con tu madre?
– ¿Con Kate? -Rebecca sonrió divertida-. ¿Crees que mi madre intentaría disuadirme?
Por supuesto que sí, pensó Gabe. Bancos de semen, ¡por el amor de Dios!
– Pues bien, siento desilusionarte, querido, pero sé que mi madre me respaldaría. Siempre lo ha hecho. Desde el día que nací, Kate me ha animado a seguir mi propio camino. Sé que aparentemente somos muy diferentes. Ella es una mujer con la cabeza fría, una pragmática mujer de negocios. No por casualidad ha llegado a dirigir todo un imperio financiero. Yo no soy así, Gabe, nunca lo seré. Pero ella me encaminó en la dirección correcta, me empujó a vivir mi propia vida y me enseñó a no renunciar nunca a mis deseos. Créeme, mi madre no se opondrá a mis deseos.
Pero, de alguna manera, Gabe estaba convencido de lo contrario. No sabía por qué, pero estaba condenadamente seguro de que a Kate le gustaría que su hija pequeña se casara, y preferiblemente con un hombre que pudiera ayudarla a mantener su carácter impulsivo bajo control. Y los bancos de semen no encajaban en aquel escenario.
Rebecca recorrió su rostro con la mirada. Y hubo algo en su expresión que despertó un sentimiento de incomodidad en Gabe.
– ¿Tú no tienes un reloj biológico? ¿No tienes ganas de tener hijos, una familia con la que volver a casa cada noche? ¿No te gustaría que hubiera una nueva generación de Devereax?
– No creo que merezca la pena perpetuar la generación anterior -respondió cortante-. Yo no tengo un punto de vista tan idealista como el tuyo sobre las familias. Las sagas familiares solo quedan bien en los libros de historia.
– Tu punto de vista es terriblemente cínico, muchachito.
– Realista -la corrigió, y se inclinó bruscamente para abrirle la puerta del coche. Le parecía absurdo el tono tan personal que estaba adquiriendo su conversación y decidió que había llegado el momento de interrumpirla-. Vete a casa, Rebecca, lávate las heridas e intenta dormir. Y no se te ocurra pensar siquiera en esa carta. Yo me ocuparé de ella. A partir de ahora, procura quedarte en casa, Rebecca.
– ¿Desde cuándo te has convertido en mi jefe, Gabe?
Las cuatro de la mañana y todavía tenía fuerzas para seguir peleando.
– Mira, ya has conseguido una pista. Has hecho más para ayudar a tu hermano que lo que todo un equipo de investigadores ha podido hacer hasta ahora. Pero esa carta cambia las cosas porque significa que, quizá, solo quizá, podría haber otro sospechoso.