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En el desayuno, Lorna sufrió una leve desilusión al ver que Glynnis servía el café en lugar de Harken. Esa mañana, papá y mamá estaban especialmente silenciosos. Jenny, Daphne y Theron parecían letárgicos por haberse acostado tan tarde la noche anterior. La tía Henrietta estaba concentrada indicándole a la tía Agnes cuánto debía comer, que tuviese cuidado con la salchicha muy condimentada pues, si comía mucho, le produciría dispepsia. Como de costumbre, la tía Agnes charlaba con el personal.

– Caramba, gracias. Glynnis -dijo, cuando esta le sirvió el café-. ¿Cómo está hoy tu diente?

Levinia lanzó una mirada severa a Agnes, que no la vio, y le sonrió a la muchacha de toca y delantal blancos. No tenía más de dieciocho años, el rostro picado de viruelas, y la nariz que parecía un bollo inflado.

– Mucho mejor, gracias.

– ¿Tiene noticias de Chester?

– No, señora, desde que se fue, no sé nada.

– Qué pena que el padre esté enfermo.

– Sí, señora, pero es viejo. Chester dice que tiene setenta y siete.

Levinia se aclaró la voz, alzó la taza y la depositó con fuerza sobre el platillo.

– Glynnis, si no te mueves con esa cafetera, se me enfriará el desayuno.

– Oh, sí, señora.

Glynnis enrojeció y se apresuró a continuar las tareas.

Cuando salió, Henrietta regañó a su hermana:

– Por el amor de Dios, Agnes, me gustaría que controlaras tu impulso de conversar con las criadas. Es muy embarazoso.

Agnes la miró con expresión inocente.

– No sé por qué. Sólo le preguntaba a la pobre chica por su dolor de muelas. Y en cuanto a Chester, estuvo con nosotros muchos años. ¿No te importa que su padre esté enfermo?

Levinia dijo:

– Claro que nos importa, Agnes. Lo que quiere decir Henrietta es que no tenemos que conversar con los criados durante el desayuno.

Agnes replicó:

– Tú no, Levinia, pero a mí me gusta hacerlo. Esa Glynnis es una chica muy gentil. Por favor, Daphne, pásame la manteca.

Levinia alzó una ceja e intercambió una mirada con Henrietta.

Lorna fue al aparador y cuando se sirvió más frutas echó una segunda mirada al cuenco de cristal con hielo que estaba debajo, recordando a Harken de rodillas picándolo con la picadora, unos minutos atrás. Al volver a la mesa, dijo:

– Si nadie usará el laúd, me gustaría llevármelo, al volver de la Iglesia. ¿Puedo, papá?

Hasta el momento, Gideon no había dicho palabra. En ese momento, sin levantar la vista del plato donde cortaba y pinchaba un trozo de salchicha, dijo:

– Lorna, sabes que no apruebo que las mujeres naveguen.

Se metió la salchicha en la boca, engrasándose el bigote.

Lorna lo contempló, y se esforzó por conservar la calma. Si fuera por él, debería estar siempre con corsé, sentada a la sombra contemplando cómo se iba la vida, igual que mamá, y si bien podía discutirle, con su padre era mejor la persuasión. Mientras creyese que él tenía la última palabra, las mujeres de la casa tendrían una posibilidad de salirse con la suya.

– Me quedaré cerca de la orilla, y no saldré sin sombrero.

– Bueno, me imagino que usarás sombrero -intervino la tía Henrietta-. ¡Con un alfiler afilado!

La tía Henrietta jamás dejaba de advertir a sus sobrinas que siempre llevaran un alfiler con buena punta. Sostenía que era la única arma, y Lorna se preguntaba con frecuencia qué hombre en su sano juicio había hecho creer alguna vez a su tía que necesitaba semejante arma. Más aún, ¿qué hombre haría pensar así a Lorna en medio del lago White Bear, una tarde dominical de sol radiante?

– Me cercioraré de que sea afilado -aceptó con falsa sumisión-. Y estaré de regreso en casa a la hora que tú digas.

Gideon se limpió el bigote y observó a su hija mientras agarraba la taza de café. Lorna se dio cuenta que estaba de mal humor.

– Puedes llevarte el bote de remos…

Cuando Gideon, por indiscreción de Theron, se enteró de que Lorna había obligado a uno de los muchachos, Mitchell Armfield, a que le enseñara a navegar en el falucho, tuvieron un terrible altercado.

– ¡El bote de remos…! -gimió-. ¡Pero, papá…!

– El bote, o nada. Dos horas. Y llevarás salvavidas. Si llegaras a volcar, con esas faldas te irías derecho al fondo como si tuvieses un anda.

– Sí, papá -admitió. Y le dijo a la madre-: Se me ha ocurrido que, si te parece bien, podría llevar un canasto para comer en el bote.

Como el domingo sólo estaban los criados imprescindibles y las comidas del mediodía y de la noche estaban constituidas por alimentos fríos, era el día más conveniente para eso.

– Está bien -aceptó Levinia-. Pero me preocupa que estés en el agua tú sola.

– ¡Yo puedo acompañarla! -intervino Theron, esperanzado.

– ¡No! -exclamó Lorna.

– ¡Por favor, mamá! ¿Puedo?

Debajo de la mesa, Theron, ansioso, juntó las rodillas.

– Madre, lo llevé conmigo a la ciudad esta semana, aunque hubiese preferido ir sola, y fue con Taylor y conmigo la otra noche, al concierto de la banda. ¿Tengo que llevarlo otra vez?

– Lorna tiene razón. Esta vez, puedes quedarte en casa.

Lorna exhaló un suspiro de alivio y se apresuró a terminar el desayuno antes que los demás.

– Voy a avisar a la señora Schmitt.

Bebió el último sorbo de café y salió de prisa antes de que alguien cambiase de idea.

Jens Harken estaba en la cocina cuando Lorna asomó otra vez la cabeza por allí. Estaba de rodillas junto a la caja para el hielo quitando el recipiente en que se recogía el agua. Cuando la puerta del pasillo se abrió, alzó la vista y se encontró con la de Lorna. Los ojos eran tan azules como ella los recordaba, el rostro apuesto, los hombros anchos.

Se levantó, sosteniendo el ancho recipiente con agua que se balanceaba, y le dirigió un saludo silencioso con la cabeza mientras se dirigía a la puerta trasera para arrojar el agua al jardín.

– ¿Señora Schmitt? -llamó Lorna, tratando de atisbar por la rendija de la puerta.

La cocinera vino corriendo desde la despensa, donde estaba contando la cubertería de plata, en ausencia de Chester.

– Oh, señorita, es usted otra vez.

– Sí.

Lorna le lanzó una sonrisa, al comprender que lo que iba a pedir acortaba las pocas horas libres de que gozaba el personal de la cocina por semana. Harken estaba de vuelta y se arrodillo para poner otra vez la fluente.

– ¿Podría prepararme un cesto antes de irse? Unas pocas cosas del buffet del mediodía que pueda llevarme en el bote.

– Claro, señorita.

– Déjelas junto a la puerta trasera, y yo vendré a buscarlas antes de irme.

– Muy bien. Procuraré poner un par de esos pasteles de grosella que tanto le gustan.

– ¿Cómo lo sabe?

– Señorita, el personal comenta. Sé casi todas las comidas que le gustan, y también las preferidas de todos los integrantes de la familia.

Lorna sonrió otra vez.

– Bueno, gracias, señora Schmitt, me encantará comer pasteles de grosella, y espero que disfrute de una linda tarde de descanso, ¿eh?

– Así será, señorita, y gracias a usted también.

Salió sin volverse a miras a Harken, aunque al cerrarse la puerta recordó perfectamente sus brazos fuertes que parecían leña de roble y recordó también las miradas hacia ella mientras hacía la tarea de la cocina.

Salió al mediodía con el cesto del almuerzo. Encaramado a la cabeza tenía un sombrero de paja toscana, sujeto por un alfiler recién afilado, como correspondía. Le caían por la espalda las cintas azul claro, del mismo color que las rayas de la falda de satén. Para calzarse, había elegido un par de Prince Alberts de lona con refuerzos elásticos, que eliminaban la necesidad de los molestos ganchos para botones. A unos seis metros de la orilla, soltó los remos, se alzó las faldas y se quitó los zapatos, a los que siguieron las medias de hilo de Escocia y las ligas, que puso en el canasto. Retomó los remos y adoptó el rumbo guiándose por la costa, hacia donde estaba Tim Iversen, al otro lado del lago.