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Tim Iversen en una de esas raras personas que caía bien a todos. Gracias a su trabajo, se las arreglaba para traspasar la brecha que separaba la clase alta de la baja pues, como fotógrafo, trabajaba para ambas. No era rico según los cánones de nadie, pero tenía una cabaña hecha por él mismo en el lago White Bear tiempo antes de que los ricos construyeran allí elegantes casas de veraneo. Llamaba Albergue del Abedul a la caballa, y tenía la puerta abierta para cualquiera que llegase. No sólo navegaba con los ricos sino que también cazaba, pescaba y se visitaba con ellos, y venía registrándolo todo en fotografías desde que los ricos decidieron convertir a White Bear en patio de juegos.

Del mismo modo, los trabajadores consideraban a Tim un amigo. De origen humilde, no los rechazaba. Más aún, era modesto y nada apuesto pues, de joven, perdió un ojo en un accidente en que intervino una flecha hecha con la ballena de un corsé, y usaba ojo de cristal. Sin embargo, el ojo sano le servía muy bien como fotógrafo de las dos clases sociales. No sólo había instalado un estudio en Saint Paul sino que había ganado prestigio como fotógrafo, viajando por todo el mundo con una cámara de doble lente, que sacaba fotos continuadas para el estereoscopio invadiendo todos los salones de Norteamérica y se había transformado en un pasatiempo nacional.

Pero a medida que Lorna se aproximaba al muelle de Iversen, la cámara de este no se veía por ningún lado. En cambio, sí estaban él y Harken con los pantalones enrollados, y colocaban una red barredera a poca profundidad, junto a la orilla. Todavía a cierta distancia, Lorna apoyó los remos y se puso las medias y los zapatos. Tomó otra vez lo remos, miró sobre su hombro y vio a Tim que la saludaba con la mano. Le devolvió el saludo. Harken, con la red en la mano, se limitó a mirar cómo se acercaba el bote.

Cuando llegó al muelle, los dos la esperaban con el agua por la rodilla para sujetarlo. Harken agarró el cabo para arrimar el bote al muelle, mientras Tim la saludó:

– Bueno, qué agradable sorpresa, señorita Lorna.

La muchacha se puso de pie, conservando el equilibrio pese al balanceo del bote.

– No es ninguna sorpresa, señor Iversen. Estoy segura de que Harken le dijo que yo venía.

– Bueno, sí, me lo dijo… -Iversen rió y saltó sobre el muelle para ofrecerle la mano- pero conozco la opinión de su padre acerca de las mujeres que navegan y, por lo tanto, supongo que tuvo problemas para salir.

– Como ve, tuve que conformarme con el bote -replicó Lorna, aceptando la mano de Iversen y saliendo del bote-. Y también tuve que prometer volver dentro de dos horas.

Hasta ese momento, había evitado mirar a Harken y lo hizo mientras él, en el agua a los pies de Lorna, amarraba el bote.

– Hola -le dijo con voz queda.

Harken alzó el rostro y la miró, haciéndole un guiño. Su cabeza rubia estaba descubierta y tenía los pantalones mojados casi hasta la ingle. La camisa blanca, arrugada, no tenía cuello y los tirantes rojos marcaban los hombros. Dio un último tirón al nudo.

– ¡Hola, señorita!

– Interrumpí la colocación de la red.

– Oh, no hay problema. -Lanzó una mirada que en realidad no llegó hasta la red, ni hasta el balde abandonados. Podemos terminar luego.

Lorna recorrió el muelle, iluminado por el sol, seguida por Iversen, que iba dejando sus huellas húmedas. Harken vadeó junto a ellos, por abajo. Convergieron en la orilla arenosa, donde el sol pegaba con fuerza y el agua plácida casi no se movía. La tarde era cálida y apacible. Alrededor, el chirrido de los saltamontes se articulaba en una sílaba aguda que no cesaba jamás. En el bosque cercano, hasta los arces parecían marchitos. Junto a la orilla, los sauces llorones parecían hundir la lengua en el agua para beber.

Lorna le preguntó a Tim:

– ¿Le dijo el señor Harten que vine a enterarme de cómo ganar la regata?

– Sí, me lo dijo, pero, ¿le dijo él que ya le llevó la idea a media docena de miembros del Club de Yates de White Bear y todos le dijeron que estaba loco? Lorna volvió otra vez la mirada al hombre rubio. -¿Lo está, señor Harken? -Quizá. Pero no creo.

– ¿Qué es, exactamente, lo que propone? -El diseño de un barco totalmente nuevo.

– Muéstreme.

Por primera vez, las miradas de ambos se encontraron, y Jens se preguntó por qué una muchacha tan preciosa como ella quería saber cosas sobre barcos. ¿Entendería? Había esbozado la idea ante navegantes mucho más experimentados que Lorna, y no creyeron en ella. Peor aun, si el padre se enteraba de ese encuentro clandestino, no cabía duda de que perdería el empleo, tal como se lo advirtió Hulduh Schmitt. Pero ahí estaba la muchacha, mirándolo expectante bajo la sombra del sombrero de paja, con una fina película de sudor en la frente y un atisbo de humedad en las sisas de las mangas abullonadas. De la cintura hacia abajo, era esbelta como una fusta pero, hacia arriba, había heredado el busto generoso de su madre. Un hombre tendría que tener dos vendas en los ojos para no advertir todo eso y, además, su hermoso rostro. Con todo, Jens Harken conocía su lugar. No tenía dificultad en cuidar las formas y tratarla con la deferencia que se esperaría de un criado de cocina, pero no podía dejar de lado la oportunidad de hablar respecto de su barco con otra persona más. El barco resultaría. Lo sabía con tanta certeza como sabía que no debería estar ahí, en ese muelle, descalzo junto a la señorita Lorna Barnett con su preciosa falda rayada y su sombrero encintado. Pero, ¿quién podía decir quién sería la persona que al fin lo escucharía? Bien podría resultar hasta esta muchacha rica aburrida que, tal vez, no estuviera haciendo otra cosa que divertirse con un criado. Por si las intenciones de la joven eran honestas, decidió mostrárselo:

– De acuerdo-respondió, recuperando el balde con peces. Dio tres pasos en el agua, lanzó al aire los pequeños peces y el agua del lago, y llenó otra vez el balde-. Mire -le aviso a Lorna antes de volcar agua sobre la arena, para formar una pizarra lisa y húmeda.

Cortó una rama de un arbusto cercano, y volvió junto a Lorna, donde se puso de cuclillas, haciendo equilibrio sobre un talón.

– Usted sabe un poco de navegación, ¿verdad? -preguntó, empezando a dibujar.

– Sí, un poco. Me escabullo cada vez que puedo.

Aunque sonrió, Jens mantuvo la mirada fija en la arena.

– Esta es la clase de barco que su padre pilota ahora. Es una balandra, y usted sabe cómo son las balandras por abajo… -Trazó una aleta inferior profunda-. Esta forma de quilla significa que toda esta zona, desde aquí… hasta aquí -dibujó la línea del agua- desplaza agua. Al mismo tiempo, cuando se usan para carreras, llevan muchas más velas y, para compensar, hay mucho más hierro y plomo atornillado en la quilla, como lastre. Y como ni siquiera eso impide que vuelquen, ponen sacos de arena y la tripulación va de una banda a otra cada vez que se balancea, ¿entiende?

– Sí, sé todo lo que respecta al lastre de arena.

– Muy bien, ahora imagine esto… -Apoyé las dos rodillas en la arena y dibujé, con entusiasmo, otro barco-. Una chalana, un lanchón pequeño y liviano, de fondo casi plano que se desliza sobre el agua, en lugar de surcada. Un casco que planea sobre el agua contra uno que se desplaza, de eso estamos hablando. Una nave de doce metros que pese, digamos, unas ocho toneladas con casco de desplazamiento, sólo pesaría unas dos toneladas y media con el casco plano. Ahorraríamos todo ese peso.

– Pero, si no usa lastre de plomo, ¿qué impedirá que se incline?

– La forma. -Ya animado, lanzó a Lorna una mirada fugaz y dibujé una tercera figura-. Imagínese que tiene la forma de un cigarro pisoteado. Sólo tendría algo menos de un metro desde la parte superior de la cubierta hasta el fondo del casco.

– ¿Tan plana?