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– No sólo eso, nos desharemos de ese largo bauprés, pues ya no lo necesitaremos para sujetar las amuras de esas velas tan desproporcionadas. Emplearíamos velas mucho más pequeñas.

– Pero, al estar tan cerca del agua, ¿no se hundiría de nariz?

– No.

– Le costará bastante convencer de eso a mi padre.

– Puede ser, pero tengo razón. ¡Sé que es así! Aunque el casco del barco sea plano, aun así tiene contorno -señaló el cigarro aplastado- y, por ser planeadora, tiene mucha alzada natural. Cuando corra a favor del viento, la proa se levantará en lugar de hundirse; y cuando navegue ciñendo al viento, quedará lo bastante elevada para que haya muy poca superficie húmeda, al contrario del antiguo diseño, en el cual el casco está por completo en el agua, provocando un tremendo arrastre.

Se interrumpió para tomar aliento y se sentó con las manos sobre los muslos, mirando a Lorna a los ojos. Los de él, que apresaban el radiante sol veraniego, brillaban tanto como el cielo contra el cual se recortaba, y parecía faltarle el aliento por la excitación.

– ¿Cómo sabe todo eso?

– No sé cómo, sólo sé que es así.

– ¿Estudió usted?

– No.

– ¿Y entonces?

Jens aparté la mirada, arrojó la vara con la que estuvo dibujando y se sacudió las manos.

– Soy noruego. Creo que lo llevo en la sangre y, además, navego desde niño. Mi padre me enseñó y a él, mi abuelo.

– ¿Dónde?

– Primero, en Noruega; después de inmigrar, aquí.

– ¿Inmigraron?

Jens asintió.

– Cuando yo tenía ocho años.

Por eso no tenía acento. Hablaba un inglés bien pronunciado, pero al observar el perfil, Lorna vio con claridad las nítidas líneas nórdicas del rostro: nariz recta, frente alta, boca bien formada, cabello rubio y esos perturbadores ojos azules.

– ¿Su padre está de acuerdo con usted?

Le lanzó una mirada pero no respondió.

– Me refiero al barco -aclaré Lorna.

– Mi padre murió.

– Oh, lo siento.

Jens levantó otra vez la vara y la clavó, distraído, en la arena.

– Murió cuando yo tenía dieciocho, en un incendio en el astillero donde trabajaba, en New Jersey. En realidad, yo también trabajaba allí, y traté de convencerlos de que me escuchasen, pero se rieron de mí como todos los demás.

– ¿Y su madre?

– Murió, antes que mi padre. Pero tengo un hermano, allá en New Jersey. -Sonrió de nuevo, esta vez con cierto aire malicioso-. Le dije que vendría a Minnesota y encontraría a alguien que me prestara atención, y cuando me hiciera rico y famoso diseñando los barcos más veloces que hubiese sobre el agua, él podría venir a trabajar para mí. Está casado y tiene dos niños pequeños, y para él no es fácil moverse. Pero, acuérdese de lo que le digo: algún día le haré venir.

Estaban los dos arrodillados, concentrados uno en el otro, sin advertir el paso del tiempo. La mano de Jens estaba inmóvil sobre la vara que emergía de la arena. La de Lorna se apoyaba sobre su propio muslo. Los ojos del muchacho estaban llenos de sol. Los de ella, bajo la sombra del ala del sombrero. Ella tenía un aspecto muy femenino con la blusa de cuello alto, de mangas inmensas. El, muy masculino con la camisa arrugada, los tirantes, y los pies descalzos. Por un momento, los dos estaban muy bellos y se admiraban mutuamente, por el simple placer de contemplarse.

Por fin, privé la decencia y Harken bajó la vista.

– Señorita Lorna, está ensuciándose la falda.

– Oh. -Se miró-. No es más que arena. Cuando se seque, la sacudiré. Entonces… -Se inclinó hacia el dibujo y lo recorrió con la yema del dedo-. Dígame, señor Harken, ¿cuánto costaría construirlo?

– Más de lo que tengo. Más de lo que podría conseguir del Club de Yates.

– ¿Cuánto?

– Unos setecientos dólares.

– Oh, sí, es mucho.

– Más aún porque suponen que se volcará y se hundirá.

– Debo confesarle que hay una parte que me resulta difícil de entender: lo relacionado con la superficie húmeda. Explíquemelo otra vez, para que yo pueda convencer a mi padre.

Jens compuso una expresión sorprendida.

– ¿En serio?

– Lo intentaré.

– ¿Le dirá que estuvo aquí, hablando conmigo?

– No. Le diré que estuve hablando con el señor Iversen y que él cree que resultará.

Los labios de Harken dibujaron una muda "O" que duró un momento, hasta que dijo:

– ¡Es usted una joven valiente!

Lorna se encogió de hombros.

– No creo. Dígame, señor Harken, ¿oyó hablar del novelista Charles Kingsley?

– No, me temo que no.

– Bueno, el señor Kingsley sostiene que las mujeres de hoy padecen multitud de problemas de salud, con tres posibles orígenes: silencio, inmovilidad y corsés. Yo prefiero rechazar las tres cosas y estar sana; eso es todo. A mi padre no le agrada, pero de vez en cuando se cansa de regañarme y yo me salgo con la mía. Quién sabe, quizás esta sea una de esas ocasiones. Y ahora, señor Harken, explíqueme su barco otra vez.

Tras unos minutos de explicación se oyó una explosión cercana. Los dos alzaron la vista, y ahí estaba Iversen, rodeado de una nube de humo, sacando la cabeza de la capucha negra de su cámara Kodak, apoyada en un trípode, sobre la arena.

– ¡Señor Iversen, qué está haciendo! -exclamó Lorna.

– Tengo la impresión de que esos dibujos en la arena algún día serán históricos. Lo que hice fue registrarlos para la posteridad.

Lorna se incorporó sobre las rodillas y alzó una mano, en gesto de alarma.

– ¡Oh, no debe hacerlo!

Iversen sonrió.

– No se preocupe. No se la mostraré a su padre. Al menos no hasta que el barco esté construido y Jens haya cruzado el lago con él sin que se hunda. Después, no prometo nada.

Lorna se aflojó y se sentó sobre los talones.

– Bueno, está bien. Pero tiene que prometerme que, por ahora, tendrá esa fotografía escondida. Ya sabe cómo es mi padre. Después de la otra noche, no está precisamente contento con el señor Harken, y si pensara por un minuto que estuve aquí conversando con él, le daría un ataque. Tengo que convencerlo de que usted respalda a Harken y de que cree que este nuevo barco funcionará. ¿De acuerdo?

– Estoy convencido de que el barco navegará.

Lorna pasó la mirada de Iversen a Harken y otra vez al primero.

– Bueno, y entonces, ¿por qué no lo dijo?

– Lo dije. No me escucharon. Ya sabe qué clase de marinero soy.

Tenía la reputación de perder cada carrera en la que intervenía y, en una ocasión, realmente fue nadando detrás de su barco, afirmando que podía hacerlo andar más rápido si lo empujaba que si lo conducía. Incluso, con buen humor, bautizó a su barco Quizás.

Lorna se levantó y se acercó a Iversen.

– Bueno, ¿lo intentará otra vez conmigo? ¿Y con Harken, si papá accede a hablar con él?

– Creo que sí lo haré.

– ¡Oh, gracias, señor Iversen, gracias! -En un impulso, le dio un abrazo, pero se dio cuenta y adoptó una actitud recatada-. Oh, lo siento. No le diga a mi madre que hice eso.

Iversen rió.

– Tampoco a tía Henrietta. -Cuando se apagó la risa de Iversen, se hizo silencio -¡Bien! -dijo, bajando los brazos y uniendo las manos sobre la falda-. Tengo un cesto con el almuerzo, y estoy hambrienta. Caballeros, ¿les gustaría compartir conmigo una comida ligera?

– ¿Preparada por la señora Schmitt? -repuso Iversen alzando las cejas-. No tiene que decirlo dos veces: recuerde que soy soltero.

Harken se había puesto de pie y estaba callado, junto a los dibujos. Lorna lo miró:

– ¿Señor Harken? -lo invitó, en voz más baja.

Lorna no tenía idea de lo encantadora que se veía, el sol cayendo sobre su barbilla en forma de corazón, y las cintas azules del sombrero detrás. Harken no necesitaba que nadie le dijera que no era en absoluto apropiado que hiciera picnic con ella. Pero Iversen estaba ahí con ellos, y sólo se trataba de una hora robada de la que su padre no tendría por qué enterarse… así lo esperaba Lorna. Además, después de ese día Jens Harken volvería a la cocina y Lorna Barnett a los juegos de croquet en el prado del Este, y ninguno de los dos se molestaría siquiera en recordar este encuentro imposible de una tarde calurosa de verano.