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Harken, sentado a la manera india, con los codos sobre las rodillas, mordisqueaba una brizna de hierba y admiraba el perfil, los modales, la risa pronta y la naturalidad de la muchacha. En un momento dado, Lorna le dijo a Iversen:

– Tal vez vaya usted a New Jersey. Allá vive un hermano del señor Harken.

Se volvió hacia Harken y le sonrió, sorprendiéndolo desprevenido. Se olvidó de apartar la vista, y Lorna también optó por no hacerlo. Con la uña del pulgar, Jens casi corta la hierba, atrapado en un estado de conciencia que parecía canturrear en las cabezas de ambos como el canto de las chicharras de alrededor. La sombra.moteada, la lasitud de después de comer, la conversación agradable, todo se combinaba para arrebatarles la conciencia e impulsarlos a permitirse un intercambio de curiosidad silenciosa que sobrepasaba cualquier distinción de clases. Se contemplaban a gusto, admirando lo que veían, registraban los detalles para llevárselos y explorarlos más tarde, cuando estuviesen acostados, cada uno en distinto piso de la casa: el color de los ojos, la curva del cabello, el contorno de las bocas, las narices, los mentones. Iversen, recostado contra el tronco del árbol, soplando la fragante pipa de brezo, los observaba. Ni la presencia de este impidió la locura de los dos, hasta que, por fin, se acabó la carga de la pipa 'y golpeó el hornillo contra una raíz del árbol.

Sobresaltada, Lorna salió del ensueño con Harken y descubrió que había olvidado a Iversen durante mucho tiempo. Apeló a la primera excusa que tenía a mano y que resulté ser la lata redonda.

– ¿Un trozo de pastel antes de que lo guarde?

Se lo tendió a Tim.

– No, gracias, estoy lleno.

– ¿Señor Harken?

No sabía que ofrecerle pastel a un hombre podía resultar tan íntimo, pero así fue, considerando que, además, jamás se había relacionado con un criado.

– No, gracias, eso era para usted -respondió, apartando con esfuerzo la vista.

La posó en Iversen que, bajo los bigotes, lucía una expresión placentera y perspicaz tras la pipa vacía. Harken también comprendió que era hora de dar por terminado este disparate.

– Tim, ¿vamos a atrapar a esos peces, o no?

Lorna se movió como si la hubiesen pinchado con un alfiler.

– Caramba, estuve entreteniéndolos.

De rodillas, comenzó a cerrar latas y jarras, y a apilar las cosas en el – canasto.

– En absoluto, señorita Lorna.

Harken se arrodillé para ayudarla, y así quedaron más cerca de lo que habían estado antes, cuando le había mostrado los dibujos en la playa. Tenía un perfume tibio, de mujer esbelta, que llegó a Jens cuando la muchacha se movió, al colocarse el sombrero, ponerle el alfiler, cerrar el cesto, ponerse de pie y arreglar la falda arrugada. Se inclinó a agarrar el cesto, pero Jens también.

– Yo lo llevaré -dijo, esperando que Iversen se levantan y los acompañase. Al ver que no lo hacía, Harken dijo-: ¿Piensas estar sentado todo el día, o vas a acompañar a la dama hasta su bote?

Iversen se levantó y dijo:

– Iré a guardar la manta. -Tomó una mano de Lorna-. Adiós, señorita Lorna. -Le besó la mano y agregó-: Suerte con su padre.

Jens y Lorna dejaron a Tim sacudiendo la manta mientras se daban la vuelta y caminaban hombro con hombro desde la sombra fresca a la zona recalentada por el sol, atravesando la arena hasta el largo muelle de madera.

Jens tenía cosas que decir pero sabía que no podía. Lorna había dicho que tenía que regresar a su casa en dos horas y, aunque habían pasado más de dos horas, no parecía tener demasiada prisa. Caminaba como quien no quiere llegar al bote. Volviendo la mirada, el hombre se permitió un último examen del rostro. Al mirar hacia abajo, con la barbilla plegada, creaba una delicada hinchazón y abultaba el perfil de sus labios. Diminutas motas de sol atravesaban el sombrero de ala chata y llenaban de pecas la oreja y la barbilla.

Lorna se detuvo junto al bote y se volvió, inmovilizando a Jens con una mirada tan directa que fue imposible eludirla. Le entró por los ojos y se fragmento al llegar al pecho, como un banco de pequeños peces cuando se arroja una piedra entre ellos.

– Fue una tarde maravillosa -dijo Lorna en voz suave, con un inconfundible matiz de pena-. Gracias.

– Señorita Lorna, gracias a usted por el picnic.

– Yo me limité a traerlo. Usted lo preparó.

– Fue un placer.

– Cuando haya hablado con mi padre, se lo haré saber.

Asintió en silencio.

Pasaron cinco segundos, durante los cuales los dos sintieron cierta extraña ingravidez en los estómagos.

– Bueno, ¡adiós! -dijo ella.

– ¡Adiós, señorita!

Le dio la mano y, durante un instante fugaz, mientras Lorna subía al bote, conocieron el contacto con la piel del otro. La de ella, suave como la gamuza, la de él, áspera como el cuero. Lorna se sentó y Jens le entregó el cesto. Jens se arrodilló para desatar la amarra y aferró la regala como si quisiera alejarla. Antes de que pudiese hacerlo, Lorna alzó la vista y el ala del sombrero casi le toca la barbilla. Arrodillado inmóvil, debajo de ella, los rostros quedaron muy cerca.

– ¿Mañana por la mañana recogerá las frutillas?

El corazón le dio un vuelco al responderle:

– Sí, señorita, eso haré.

– En ese caso, comeré un poco en el desayuno -respondió, al tiempo que Jens la apartaba.

Se quedó de pie en el muelle, observando cómo remaba alejándose de popa y después, como toda una experta, hizo girar el bote hasta quedar de cara a Jens. Durante cinco impulsos de remo las miradas de ambos se enlazaron hasta que, al fin, Lorna la apartó y gritó:

– ¡Adiós, señor Iversen! -al tiempo que alzaba una mano para saludar.

Desde la sombra de los árboles, Tim contestó:

– ¡Adiós, señorita Lorna!

La muchacha no sonrió ni saludó a Harken, ni él pudo verle los ojos bajo el ala del sombrero. En cierto modo, sabía que estaban fijos en él, y se quedó contemplando la cara que iba achicándose hasta que estuvo demasiado lejos para distinguir las facciones.

Esa noche, acostado en el estrecho catre de la habitación del tercer piso, con una sola ventana que daba a la huerta, pensó en ella. Cuando volvió de despedir a Lorna en el muelle, Tim dijo una sola cosa. Se quitó la pipa de la boca, lo miró a los ojos con el suyo sano, y se limitó a decir:

– Ten cuidado, Jens.

Claro que Jens Harken tendría cuidado. Pese a tanta mirada insinuante, no era tan tonto como para pretender hasta la más inocente relación entre él y Lorna Barnett. Valoraba mucho su trabajo, y la cercanía que le daba con los hombres que podían tener yates y tiempo libre para navegarlos. Pero, ¿qué diablos pretendería la muchacha al coquetear de ese modo con un criado de la cocina? Sin duda, llegado el momento tendría montones de pretendientes tan ricos como el viejo, que merodearían por ahí y le firmarían el carnet de baile. Miserables bien vestidos, dueños de barcos, jóvenes aceptables a los que recibirían en el salón, con la madre ofreciéndoles la mejilla, y el padre, coñac del más caro.

Jens estaba seguro de que uno de ellos debió sentarse junto a Lorna la noche pasada.

Por lo tanto, ¿qué conclusiones podía sacar de lo sucedido ese día?

Aunque no parecía una coqueta, la fascinación con él había aumentado a medida que pasaba el día, igual que la de Jens hacia ella: más motivo aun pan seguir el consejo de Tim. Una fascinación lenta era más peligrosa que un coqueteo fugaz. Le convenía más alentar a la pequeña criada de la cocina, Ruby, que últimamente manifestaba interés por él. Sin embargo, no podía menos que comparar la cabellera roja y rizada y las pecas de Ruby con el intenso caoba que enmarcaba el rostro de Lorna. Cuando salió del bote, estaba tibia; los finos rizos se le pegaban a las sienes y al cuello y le acariciaban las orejas. Siempre creyó que las damas elegantes pasaban la mayor parte del verano procurando mantenerse frescas. En cambio, Lorna remó a través del lago en medio del calor, se quitó el sombrero, se alisó el cabello y compartió la merienda con alguien al que, hasta hacía poco, había mostrado la más absoluta indiferencia. Así solía ser: los ricos despreciaban a sus empleados.