Pero el desprecio parecía estar por completo ausente de la expresión de la señorita Lorna Barnett ese día.
Ahí, acostado en el cuarto de los sirvientes, Jens trató de sacarla de su cabeza. Sintió las sábanas pegajosas y las apartó, puso la almohada del lado fresco y cerró los ojos, pero ahí estaba Lorna otra vez en el recuerdo, saliendo del bote, tomando el cesto de picnic de manos de él, alzando el rostro en forma de corazón y preguntándole si recogería frutillas para el desayuno del día siguiente. La recordó mordiendo una y señalando las demás frutas a Tim mientras hablaba… un ser glorioso, sin afectaciones, con ojos castaños como bellotas y sonrisa hechicera, que mostraba cada vez menos a medida que transcurría la tarde.
¿Acaso ella también estaría acostada, despierta, recordando los hechos de esa tarde?
Por cierto, la señorita Lorna Barnett lo estaba. Tendida de espaldas, con las manos bajo la cabeza, contemplaba las sombras tenues que delineaban el medallón del techo que rodeaba la lámpara. Ese día, cuando salió con el bote, no sospechaba lo que esa tarde le traería.
Jens Harken.
Pensó en el nombre, el nombre que no se atrevía a pronunciar, pues llamarlo así sería cruzar una línea distintiva que, ni aun ella, con su espíritu independiente, salvaría. Pero el solo hecho de pensarlo le provocó placer.
Jens Harken, un criado para cualquier trabajo… ¡Dios piadoso!, ¿qué le sucedía?
Había ido a ver a Tim sólo para aprender más sobre barcos, que le fascinaban, y aunque de momento no le permitían navegar, algún día lo haría. Cuando lo hiciera, organizaría a las mujeres en un Club de Yates propio, y si podían pilotar naves revolucionariamente nuevas que se deslizaban sobre el agua, ¿por qué no hacerlo? "Tal vez papá sea demasiado obstinado para escuchar las ideas de Harken, pero yo no."
Papá… ¡qué hombre tan empecinado! Al principio, pensó que le encantaría "cambiar de idea" y prestar atención a Harken; quizás acabar con la mala suerte si el plan de Harken resultaba y, a fin de cuentas, el Club de Yates de White Bear ganaba las regatas. Pero el propósito de Lorna cobró un nuevo aspecto cuando se arrodilló y contempló las manos anchas y fuertes de Harken que dibujaban barcos en la arena. Sin ninguna educación sobre arquitectura naval, ¿cómo sabía tanto? La convenció de la eficacia de su plan con la única fuerza de su convicción. Durante todo el tiempo que pasaron juntos ese día, estaba segura de que los únicos minutos en que perdió de vista las diferencias sociales entre ambos, fue cuando dibujaba en la arena y explicaba la configuración de la quilla. Cuando le miró el rostro y le preguntó cómo sabía todo eso, respondió:
– No lo sé.
Y Lorna pensó: ¡Es verdad, no lo sabe! Fue en ese momento cuando la admiración hacia Harken cobró alas.
Arrodillada junto a él, contemplando los intensos ojos azules, pensó: Puede concretar esta locura. Sé que puede. Y tras ese pensamiento, vino otro: Oh, Dios, es increíblemente apuesto.
Por más que trató de permanecer indiferente, los ojos, el rostro de Harken la cautivaron. Esa hermosa nariz recta, la piel clara, la boca maravillosa, tan visible en su cara libre de pelos… Estaba acostumbrada a las barbas, pues todos los hombres que conocía las usaban y, por lo tanto, el rostro afeitado de Harken era una novedad casi impactante, que se añadía a su apostura. También era musculoso, de tanto levantar bloques de hielo, ollas pesadas, y quién sabe cuántas cosas más en la cocina.
¿Cuánto hacía que estaba en la casa? ¿Habría trabajado en la casa de la ciudad, el invierno pasado? ¿Trabajó en la casa de campo el verano pasado? ¿El anterior? ¿Cómo no se le ocurrió preguntárselo? De pronto, quiso saber todo sobre él, sobre su madre y su padre, el viaje a través del océano, su infancia, los años en la Costa Este y, en particular, quería saber cuánto tiempo hacía que trabajaba en la cocina de la casa, tocando lo que le servían en la mesa y los cubiertos de plata que se llevaba a la boca.
La idea le hizo recobrar la cordura.
De pronto, se incorporó en la oscuridad, sacó los pies de la cama y se rascó la cabeza con las dos manos, alborotándose el pelo de pura frustración. ¡Señor, si los grillos se callaran de una vez…! Y disminuyen la humedad… ¡Y se levantó una brisa! Se levantó el cabello de la nuca acalorada, lanzó un gran suspiro y dejó caer los hombros.
Tenía que dejar de pensar en Harken en ese mismo instante. Si quería ponerse sentimental hacia un hombre, ese hombre era Taylor Du Val. Era el hombre con quien querían casarla mamá y papá. Ya hacía mucho que lo sabía, aunque nunca se lo dijeron. Más aun, sólo veinticuatro horas atrás era de Taylor del que esperaba recibir un beso en la terraza. Esa noche, era del criado de la cocina. ¡Pero era mejor que se quitara esa idea de la cabeza ya mismo!
Se dejó caer de costado, abullonando la almohada bajo la mejilla, plegando una rodilla y alzando el camisón de modo que el aire le refrescara las piernas.
Pero no podía dormir. Y no podía dejar de pensar en Jens Harken.
A la mañana siguiente, se quedó dormida y perdió el desayuno. Cuando entró en el comedor, estaba silencioso y vacío, sin mantel de lino sobre la mesa, sin frutillas frescas recogidas por Jens Harken en el aparador. La habitación olía a jabón de esencia de limón. En el centro de un paño de encaje había un nuevo ramo de flores, lo que significaba que hacía tiempo que Levinia se había levantado y lo había arreglado. Lorna lanzó un vistazo a la puerta del pasillo que iba a la cocina: podría atravesarlo y pedir algo… ¿qué excusa más lógica para ver a Harken, aunque fuera peligroso iniciar semejante hábito?
En cambio, fue al comedor y encontró a su madre allí, ante el secreter de roble, escribiendo correspondencia. A diferencia del comedor principal, el cuarto reverberaba con la luz matinal. Estaba decorado en matices que iban del marfil al color melocotón, con chintz en lugar de jacquard, y puertas cristaleras en vez de batientes. Estaban abiertas a la soleada terraza del Este, y dejaban entrar la bendita brisa.
– Buenos días, madre.
Levinia alzó un instante la vista y continuó escribiendo.
– Buenos días, querida.
– ¿Dónde están todos? La casa parece desierta.
– Tu padre fue a la ciudad. Las tías están en el porche de atrás, en la sombra, y las chicas salieron con Betsy Whiting. No sé bien dónde está Theron, pero andaba con los prismáticos y es probable que esté trepando a un árbol, ensuciándose la ropa.
– ¿Papá volverá esta noche?
– No, mañana.
– ¡Oh, diablos!, ¿por qué?
– Ya te pedí que no uses esa expresión tan vulgar, Lorna. ¿Qué es tan urgente que no puede esperar un día?
– Oh, nada. Sólo quería hablar con él.
Se encaminó hacia la puerta, pero Levinia la detuvo:
– Un minuto, Lorna. Quiero hablar contigo.
Lorna se volvió y comenzó a explicar:
– Madre, sé que ayer dije que iba a volver en dos horas, pero se estaba tan bien en el lago que…
– No se trata de eso. Cierra las puertas, querida.
Desconcertada, Lorna miró fijo a su madre y después cerró las puertas dobles y cruzó el salón.
– Me refiero al sábado por la noche -dijo Levinia.
Sus labios duros parecían capaces de cortar el cristal.
– ¿El sábado por la noche?
Lorna se sentó en el sofá.
Levinia volvió a sentarse en la silla.
– Yo lo noté, también la tía Henrietta, lo cual significa que los otros que estaban en el salón lo notaron.