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– ¿Conoces a alguien más capaz? -repitió Lorna, al ver que su padre la miraba, furibundo.

El apoyo llegó a través de Taylor Du Val, sentado junto a Lorna.

– Gideon, debes admitir que tiene algo de razón.

Gideon pasó la vista de la hija a Taylor. Este, a los veinticuatro años, se parecía al padre tanto en apariencia como en habilidad comercial, y era un joven brillante que, sin duda, se abriría camino. En tomo a la mesa, los hombres intercambiaron miradas: Gideon, Taylor, Nathan, Percy Tufts, George Whiting y Joseph Armfield, que no sólo constituían el grupo más poderoso e influyente del Club de Yates de White Bear sino también el de la vida financiera de Minnesota. Aparecían en el Who’s Who de Minnesota, como poseedores de vastas fortunas extraídas de ferrocarriles, minas de mineral de hierro, molinos harineros y, en el caso de Gideon Barnett, la madera. Lorna tenía razón: sin duda podían permitirse contratar a los hermanos Herreshoff para que construyesen un balandro ganador, y si las esposas se oponían…

Pero las esposas no harían tal cosa. Las regañinas de Levinia no significaban gran cosa, pues la dedicación de los esposos al yachting les daba notoriedad a ella y a las otras integrantes del círculo social. Se consideraba elegante, propio de privilegiados, y como suscitaba el interés de los periódicos, las mujeres aparecían en fotografías junto a sus esposos. Cada una de las presentes comprendía que su medida estaba en la extensión de la sombra de su marido, y ninguna de ellas presentaría la menor objeción por encargar un velero a los diseñadores más famosos de Norteamérica.

– Se podría hacer. Podríamos encargarlo -dijo Barnett.

– Esa gente de Nueva Inglaterra siempre supo construir barcos.

– También conocen los méritos relativos de las velas de seda.

– ¡Podemos telegrafiarles mañana mismo!

– Y contar con un dibujo a escala hecho a mano a finales del verano, y el barco mismo en mayo próximo, justo para la temporada de navegación.

Mientras los hombres pasaban revista a todas las posibilidades, con los rostros encendidos, el disgusto de antes fue reemplazado por entusiasmo.

Entretanto, ya habían retirado de la mesa el tercer plato. Un criado se acercó a Levinia y le anunció con voz queda:

– Señora, el plato principal.

Levinia alzó la vista y, mientras el hombre se limitaba a permanecer de pie con la fuente de tapa dorada, se le formaron dos pliegues en el entrecejo:

– ¡Pero, por el amor de Dios, déjelo! -le ordenó, en sordina.

Desde cierta altura, Jens Harken dejó caer la fuente caliente, la tapa abovedada se inclinó hacia un lado y sonó como la campana de una boya.

Levinia alzó la mirada. Como el resto de las damas presentes, si bien con respecto al esposo no era más que una sombra, a la cabeza del personal doméstico reinaba sin discusión. Inquieta por la posibilidad de que su grandeza como anfitriona quedara empanada por la incompetencia del personal, preguntó con vivacidad:

– ¿Dónde está Chester?

– Se fue a su casa, señora. Su padre está enfermo.

– ¿Y Glynnis?

– Le duele un diente.

– ¿Usted quién es?

– Jens Harken, señora, el ayudante para todo servicio de la cocina.

El rostro de Levinia se puso encarnado. ¡El ayudante para todo servicio, la noche de una cena importante, nada menos…! ¡El ama de llaves tendría que oírla! Ceñuda, miró al robusto joven, trató de recordar si lo había visto antes, y ordenó:

– Quite la tapa.

El obedeció, poniendo al descubierto una cerceta asada, rodeada de alcachofas de Jerusalén y coles de Bruselas. Alrededor, un arabesco de puré de patatas dorado en el horno, formaba un perfecto marco ovalado.

Levinia examinó la obra de arte, eligió un tenedor, pinché el ave, y dirigiendo a Jens un gesto de aprobación, le indicó:

– Proceda.

Con calma, Jens atravesó la puerta vaivén. Ya en el otro lado echó a correr por el pasillo absurdamente largo, traspasó una segunda puerta vaivén y por fin entró en la cocina.

– ¡Demonios, casi cinco metros de pasillo para que los olores no llegaran al comedor…! ¡Los ricos están locos!

Hulduh Schmitt, la cocinera principal, le depositó con fuerza dos platos en las manos y le ordenó:

– ¡Ve!

Recorrió ocho veces más el largo de ese pasillo, frenando centímetros antes de llegar al comedor, y disimulando la agitación cuando entraba y colocaba los platos delante de los comensales. En cada viaje, oía retazos de conversación acerca de la regata del día, los motivos de que el Tartar, el balandro de Barnett, hubiese perdido, cómo garantizar que ganara la carera del año siguiente, y si las causas del fracaso eran el peso del anda, las velas, la distribución de los sacos de arena o el capitán contratado. No cabía duda de que todos ellos eran entusiastas, a todos les había picado el bicho de la navegación con tanta virulencia que se había extendido sobre ellos como una erupción, en el anhelo de superar al club Minnetonka.

Y Jens Harken era el que sabía cómo podrían lograrlo.

– ¿Hulduh, consígame un papel? -exigió, irrumpiendo en la cocina con las dos últimas tapas de plata de los platos.

Hulduh, que estaba soplando en el molde doble para helado, con el propósito de desmoldar la crema helada, apartó la boca:

– ¿Un papel? ¿Para qué?

– Por favor, consígamelo, y también un lápiz. Si lo encuentra rápido, y sin hacerme preguntas, trabajaré mañana, aunque tengo el día libre.

– Claro, y yo pierdo mi empleo -rezongó la alemana.

Mientras tanto, le daba otro soplido al molde, y depositaba un perfecto cono rayado de crema helada sobre un nido de merengue con sabor a almendra.

– ¿Para qué necesitas tú papel y lápiz? Toma, pon este en la cámara de hielo -ordenó a la segunda criada de la cocina, que recibió el postre y lo colocó en el platillo, dentro de una caja de metal llena de hielo picado, y cenando luego la tapa.

Jens arrojó las campanas que tapaban los platos en el fregadero, y cruzó a la carrera la cocina recalentada para tomar las mejillas regordetas y rojas de la cocinera.

– Por favor, señora Schmitt, ¿dónde hay?

– Jens Harken, eres un fastidio, sí, un gran fastidio -lo regañó-. ¿No ves que tengo que desmoldas más helados antes de que la señora llame pidiendo el postre?

– La ayudaremos, ¿no es cierto? Eh, todos… -hizo un gesto, abarcando a la primera y segunda criadas, Ruby y Colleen.

Tomó uno de los moldes de helado de la caja de hielo:

– ¿Cuánto hay que soplar?

– ¡Ach, lo arruinarán y perderé el empleo!

La señora Schmitt le arrebató el molde de cobre y comenzó a desenroscas la base.

– Sobre la pared, la lista para el ama de llaves. Puedes usar la punta, pero no entiendo qué tiene tanta importancia como para que necesites escribir en mitad de la cena más importante del año.

– ¡Tiene razón! Podría convertirse en la cena más importante del año, en especial para mí y, si así ocurre, le prometo mi amor y mi gratitud eternos, mi querida y adorable señora Schmitt.

Como siempre. Hulduh Schmitt sucumbió al encanto de Jens, haciendo un ademán y con un poco más de rubor en las mejillas.

– ¡Oh, vamos! -dijo, y cubriendo el orificio del molde con un trozo de muselina, siguió soplando.

Jens cortó con pulcritud el extremo del papel, y escribió en armoniosas letras de imprenta: Sé que perdió la carrera. Puedo ayudarlo a ganar el año que viene.

– ¿Espere, señora Schmitt? Déme el plato.

Le arrebató el plato de postre de la mano, puso la nota encima, y la cubrió con uno de los dorados nidos de merengue, dejando visible una esquina del papel.

– Ya está. Ponga la crema helada encima.

– ¿Sobre el papel? Eres tú el que está loco. Los dos nos quedaremos sin empleo. ¿Qué dice?

– No importa lo que dice. Usted desmolde esa crema y póngala encima.