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Los subordinados de la señora Lovik nunca la veían de otro modo que no fuera con ese aire de superioridad. En la escala de los criados, estaba en la cima, junto con Chester Poor, el mayordomo, y todos los demás estaban por debajo de ella, cosa que le daba mucho placer recordarles a cada paso.

– ¡Harken! -vociferó, cerrando la puerta de la cocina y entrando como una tromba-. El señor Barnett quiere verlo en el estudio.

Las manos de Harken quedaron inmóviles sobre el agua jabonosa.

– ¿A mí?

– ¡Sí, a usted! ¿Acaso ve aquí a otra persona llamada Harken? ¡Al señor Barnett no le gusta esperar, de modo que, suba de inmediato!

– Sí, señora. En cuanto termine con estas monedas.

– Ruby puede terminar. Ruby, termine de lavar y secar las monedas de la señora Barnett, y cerciórese de que no falte ni una.

Harken dejó caer las monedas en el fregadero, y tomó una toalla para secarse las manos.

– Lovik, ¿sabe qué es lo que quiere?

– Para usted, señora Lovik, y por cierto que no sé lo que quiere, aunque no me sorprendería que lo despidiese por charlar demasiado de barcos. ¡Señora Schmitt! ¿Acaso sus ayudantas no tienen nada mejor que hacer que quedarse paradas con la boca abierta cada vez que alguien entra aquí? Chicas, a trabajar. Ruby, su delantal está sucio. Cámbielo enseguida. ¡Harken, muévase!

En cuanto Harken lo hizo, la señora Lovik lo reprendió antes de que traspasara la puerta de vaivén:

– Por el amor de Dios, dé la vuelta a los puños y abotónese el cuello. No puede entrar en el estudio del patrón como la gentuza de la cocina.

Mientras se abrochaba el cuello y empujaba la puerta de costado, respondió:

– Soy la gentuza de la cocina, señora Lovik, y el patrón lo sabe.

– No me importan mucho sus opiniones. Harken, y podría agregar esto: si por mí fuese, usted se habría ido la misma noche que puso esa nota tan irrespetuosa en el helado del patrón.

– Pero no dependía de usted, ¿no es cierto? -Le dirigió una sonrisa desvergonzada y, señalando con un gesto el pasillo que daba al comedor, dijo-: Después de usted, señora Lovik.

Con un crujido del delantal, la mujer pasó junto a él con la nariz levantada y la gorra balanceándose. Con aire formal, abrió la marcha hasta el pie de la escalera principal, y le hizo ademán de que subiera.

– ¡Arriba! Y vuelva a la cocina de inmediato cuando el patrón lo haya despedido.

Arriba.

¡Dios del cielo, sí que había escalones! Nunca hasta entonces había estado ahí, ni visto la resplandeciente barandilla de caoba, ni los querubines del poste de la escalera. Los pequeños desnudos sostenían lámparas de gas y le sonreían mientras subía pisando una alfombra turca azul, roja y dorada. Encima, una ventana arqueada con un cabezal de vidrio daba al patio, y un segundo par de angelotes sostenían otra lámpara. Al llegar a ellos, se vio sobre una "T" donde se detuvo, mirando a derecha e izquierda. En ambas direcciones, había puertas que daban al pasillo, y no tenía noción de cuál de ellas accedía al estudio del señor Barnett.

Decidió ir a la izquierda, y se topó con un dormitorio donde una mujer de cabello gris dormía en una silla hamaca, con un libro sobre el regazo. Recordó que esa noche le había servido la cena en el comedor. Pasó de puntillas y espió en un cuarto de baño que tenía el suelo de losas de granito blancas y verdes, un lavabo de porcelana con tanque de agua de roble, una pila con pedestal, y una enorme bañera en forma de trineo con las patas en forma de garras de león. Olía a flores y tenía una ventana soleada con cortina blanca. Luego, vio el cuarto de un muchacho, empapelado con fondo azul, decorado con veleros, y la cama arrugada. Aunque se dio cuenta de que había elegido el ala equivocada, decidió echar un vistazo a los cuartos que quedaban… era casi imposible que tuviese otra ocasión como esa.

Al llegar a la siguiente puerta, quedó inmóvil.

Ahí estaba la señorita Lorna Barnett, sentada sobre una chaise longue, leyendo una revista. El estómago le dio un vuelco al verla. Atrapada entre la luz de dos ventanas con el cabello en desorden, descalza, formaba con las rodillas un atril para la revista. Llevaba una falda de color lavanda claro y una blusa blanca de cuello alto, desabotonado a causa del calor de la tarde, que se abría sobre el escote. Era una habitación ventilada, con vistas al lago y al jardín lateral. Estaba decorada del mismo azul claro que la falda de rayas que había usado "aquel" domingo de la semana pasada.

Cuando Jens se detuvo en el pasillo, Lorna alzó la vista, y la sorpresa los convirtió a ambos en estatuas, durante un momento.

– ¿Harken? -murmuro, con los ojos muy abiertos, poniéndose poco a poco en movimiento, bajando las rodillas, como para cubrirse los pies con la falda. ¿Qué está haciendo aquí, arriba?

– Lamento haberla molestado, señorita Lorna, estoy buscando el estudio de su padre. Me dijeron que subiera.

– Es en el otro sector. El segundo antes del final, a su derecha.

– Gracias, lo encontraré.

Comenzó a alejarse.

– ¡Espere! -lo detuvo, abandonando la revista y apoyando los pies en el suelo.

Sobre la alfombra del pasillo, esperó que se acercan y se parase junto a la entrada del dormitorio. Tenía la falda arrugada y la blusa caía, lacia. Bajo el volante, aparecían las uñas de los dedos de los pies.

– ¿Mi padre pidió verlo?

– Sí, señorita.

En los ojos de Lorna apareció una expresión de entusiasmo.

– ¡Apuesto a que es para hablar del barco! Oh, Harken, estoy segura.

– No lo sé, señorita. Lo único que me dijo la señora Lovik es que tenía que subir al estudio del patrón y tratar de no tener demasiado aspecto de gentuza de la cocina. -Echó un vistazo a sus propios pantalones, con manchas húmedas sobre el vientre, a la áspera camisa de algodón blanco con tiradores negros que la dividían en tercios-. Pero parece que sí lo tengo.

Alzó las muñecas, y las dejó caer.

– Oh, la señora Lovik. -Lorna hizo un ademán-. Es tan agria… No le haga caso. Si papá quiere verlo, eso significa que se quedó pensando y estoy segura de que es acerca del barco. Recuerde que no hay nada que mi padre desee más que ganar. Nada. Sencillamente, no está habituado a perder. Si es convincente, todavía es posible que veamos construir ese barco.

– Lo intentaré, señorita.

– No deje que papá lo intimide. -Enfatizó la orden con un dedo-. Lo intentará: no se lo permita.

– Está bien, señorita.

Harken dio a su sonrisa un gesto adecuadamente sumiso. Qué infantil y entusiasta le parecía ahí, a medio vestir, con su cabello como vino borgoñés derramado contra la pared… Era intenso y vibrante, y se erizaba hacia todas partes, como si Lorna hubiese estado acariciándolo con los dedos, mientras leía. Pese al desaliño, la belleza se abría paso sin necesidad de sombreros, rizos ni corsés. Recordó que la misma joven le confesó que había abandonado los corsés, y descubrió que le encantaba saber que ese día hizo lo mismo con las medias y los zapatos. Sin duda, era la mujer más bella que había conocido jamás.

– Bueno, será mejor que no haga esperar a su padre.

– No, creo que tiene razón. -Apoyando las dos manos en el marco de la puerta, se inclinó de cintura arriba para señalar por el pasillo-: Es ahí. La que está cerrada.

– Sí, gracias.

Se dirigió hacia allí.

– ¡Harken! -susurró Lorna.

El aludido se detuvo y se volvió.

– Buena suerte -murmuró.

– Gracias, señorita.

Cuando llegó a la puerta del estudio de Gideon, miró hacia atrás, y vio que todavía Lorna asomaba la cabeza y le hacía una seña con dos dedos. Jens respondió alzando una palma, y después llamó. La muchacha todavía estaba mirando cuando Gideon Barnett exclamó: