– ¡Entre!
Jens Harken entró en la habitación de altas ventanas abiertas detrás del escritorio. Ahí estaba sentado Gideon Barnett, flanqueado por estantes con libros. Olía a humo de cigarro y a cuero, aunque la brisa vivaz de la tarde hacía flamear las pesadas colgaduras escarlata de las ventanas. El cuarto era una combinación de luz y oscuridad: la luz del sol de la tarde entraba, de forma oblicua eludiendo el escritorio pero dando en los lomos de algunos libros y en un rincón del lustroso suelo de madera dura; la oscuridad se guarecía en los rincones donde no llegaba el sol, donde unas sillas con respaldo de color marrón rodeaban una mesa baja, compartida por un globo, una ringlera de libros forrados de cuero y un humidificador lacado en negro.
– Harken -saludé Barnett, con parquedad.
– Buenas tardes, señor.
Harken se detuvo ante el escritorio, de pie, aunque había cuatro sillas vacías.
Gideon Barnett lo dejó de pie. Se metió el cigarro en la boca y lo sostuvo con los dientes, contrajo los labios y observó en silencio al hombre rubio que tenía delante. El humo se elevó y salió por la ventana. Barnett siguió exhalando, probando el temple del hombre, esperando que comenzara la habitual inquietud. Pero Harken se mantuvo relajado con las manos a los lados y la parte delantera húmeda por alguno de los menesteres que hacía en la cocina.
– ¡Bien! -vociferó por fin, quitándose el cigarro-. Usted afirma que es capaz de construir barcos.
– Sí, señor.
– ¿Barcos veloces?
– Sí, señor.
– ¿Cuántos construyó?
– Bastantes. En un astillero de Barnegat Bay.
Gideon Barnett disimulé la impresión: Barnegat Bay, en New Jersey, era el semillero de la náutica. Las revistas de navegación estaban repletas de artículos al respecto. Cerró la boca, hizo girar el cigarro húmedo en ella, y se preguntó qué hacer con el joven mequetrefe que no se dejaba amedrentar.
– ¿Alguna vez construyó uno de esos artefactos de los que tanto alardea?
– No, señor.
– Por lo tanto, no sabe si zozobrará y se hundirá.
– Sé que no lo hará.
– Lo sabe -se burlé Gideon Barnett-. Es una conjetura bastante endeble para invertir dinero en ella.
Harken no se movió ni contestó. Permaneció con expresión impasible, la mirada firme sobre el superior. Barnett se sintió irritado por la impasibilidad del joven.
– Aquí hay personas que están presionándome para que lo escuche.
Una vez más, Harken permaneció callado, y Barnett sintió un impulso creciente de perturbarlo.
– ¡Bueno, muchacho, diga algo! -estalló.
– Si entiende el dibujo de cascos, puedo mostrárselo sobre papel.
Barnett casi se ahoga tratando de contener su propia saliva, en la urgencia por echar al maldito muchacho de un puntapié. ¡Que un criado de la cocina se atreviera a dudar de que él, Gideon Barnett, presidente del Club de Yates de White Bear, entendiese el diseño de cascos! Gideon arrojó un lápiz sobre una pita de papel blanco de gran tamaño que había sobre el escritorio.
– ¡Ahí tiene! ¡Dibuje!
Harken miró el lápiz, a Barnett, otra vez al lápiz. Por fin, lo tomó, apoyo una mano sobre el papel, y comenzó a dibujar.
– Señor, ¿quiere que yo vaya ahí, o se acercará usted aquí?
En la mandíbula de Barnett un músculo se tensó, pero aflojo la posición de superioridad y rodeo el escritorio mientras Harken continuaba dibujando, con una mano apoyada en el escritorio.
– Lo primero que tiene que entender es que me refiero a dos clases completamente diferentes de buques. Ya no hablo de un casco que se desplaza, sino de uno que planea: ligero y plano, con muy poca superficie húmeda donde se levanta.
Siguió dibujando, trazando cortes transversales, comparando los dos yates con dos bosquejos completamente diferentes, explicando cómo se elevaba la proa cuando se deslizaba a favor el viento, y cómo se reducía el lastre cuando la nave ascendía. Habló de longitud, de peso y de elevación natural. De descartar el bauprés, que ya no era necesario porque las velas eran mucho más pequeñas. Se refirió a garfios y jarcias, y a planes de navegación, y a lo poco que afectaban a la velocidad en comparación con la forma general del buque. Habló de un velero de fondo plano, con quilla fija, algo que hasta el momento jamás se había construido.
– Si no hay quilla, ¿dónde está el lastre? -preguntó Gideon.
– ¿La tripulación actúa como lastre, y ya no hacen falta los sacos de arena eso basta para que no se vaya de banda?
– No, no basta. El barco tendrá pantoque. -Dibujo otra vez-. En lugar de una quilla fija, usaremos dos tablas de pantoque, laterales, si prefiere, que podrán bajarse o subirse, según se necesite. Se deja caer la orza cuando la nave se alza, para evitar la deriva de costado, y justo antes de virar, se cambian las tablas: una arriba, la otra abajo. ¿Lo ve?
Barnett reflexiono un momento, examinando los dibujos.
– ¿Y usted puede diseñarlo?
– Sí, señor.
– ¿Y construirlo?
– Sí, señor.
– ¿Sin ayuda?
– En su mayor parte. Quizá necesite ayuda cuando curve las costillas y aplique las planchas.
– No tengo ningún hombre del que pueda prescindir.
– Yo conseguiré uno, si usted lo paga.
– ¿Cuánto costaría?
– ¿El barco completo? Alrededor de setecientos dólares.
Barnett lo pensó un rato.
– ¿Cuánto tiempo le llevaría?
– Tres meses. Como mucho, cuatro, incluyendo el trabajo en el interior de la estructura, y la pintura. Necesitaría herramientas y un cobertizo donde trabajar, eso es todo. Yo mismo puedo construir la cámara de vapor.
Barnett examinó los dibujos, apoyó el cigarro en un cenicero y se acercó a la ventana, donde permaneció mirando al lago.
– Lo único que no haría son la maquinaria y las velas. Podríamos encargarlas velas a Chicago -dijo Harken, haciendo que Barnett girara la cabeza-. El buque podría quedar listo hacia el otoño, y las velas, para el invierno. Yo puedo aparejarlo. Pan la próxima primavera, cuando empiece la temporada, estaría en condiciones de navegar.
Harken dejó el lápiz y se irguió, de cara a Barnett y a un trozo de agua azul que se veía detrás.
Como permaneció en silencio, Harken prosiguió:
– He navegado mucho, señor. Lo hizo mi padre, y antes que él mi abuelo, hasta llegar a los vikingos, me imagino. Sé que este plan resultará, con tanta seguridad como sé de dónde proviene mi amor al agua.
Se hizo silencio en el cuarto mientras Barnett continuaba observando al joven.
– Se siente muy seguro, ¿no es cierto, muchacho?
– Llámelo como quiera, señor, pero sé que la nave funcionará.
Barnett unió las manos a la espalda, se balanceó sobre los dedos de los pies, volvió a apoyarse en los talones, y dijo:
– Lo pensaré.
– Sí, señor -respondió Harken, con calma-. En ese caso, será mejor que regrese a la cocina.
Durante el recorrido hasta la puerta del estudio, sintió la mirada de Barnett quemándole la espalda, midiéndolo, sintió la resistencia del hombre a depositar su confianza en un subordinado. También percibió la profundidad de la obsesión de Barnett por ser el mejor en cualquier cosa que emprendía. La señorita Lorna dijo que el padre detestaba perder, y eso era obvio. Jens se preguntó de qué modo lo recompensaría Gideon Barnett si triunfaba, en caso de que aprobase la construcción del buque y fuese tan veloz como él suponía.
Tomó el camino de vuelta más directo, y al advertir que la puerta de la señorita Lorna estaba cerrada no se retraso un instante. En la cocina estaban todos sentados alrededor de la mesa tomando la merienda que consistía en torta y té de menta. Todos saltaron de sus lugares y comenzaron a hablar al unísono.