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Tim dio unas caladas a la pipa y repuso:

– Bueno, ya sabes cuál es la respuesta a eso.

Gideon calló unos momentos y dijo:

– No creas que no estoy pensándolo.

Lo pensó hasta la noche siguiente, y entonces habló con Levinia al respecto. Estaban en el dormitorio, listos para acostarse. Gideon estaba de pie delante del hogar apagado, vestido con una prenda de una sola pieza, de pantalón corto, fumando el último cigarro del día, cuando dijo, de buenas a primeras:

– Levinia, tendrás que contratar un nuevo ayudante de cocina. Pondré a Harken a construir un barco para mí.

Levinia, que iba a acostarse, se detuvo.

– Si la señora Schmitt amenaza con irse, otra vez, no.

– No lo hará.

– ¿Cómo puedes estar seguro?

Levinia subió hasta el alto colchón y se reclinó contra las almohadas.

– Porque es sólo durante un tiempo. Dispondré de él durante unos tres, cuatro meses a lo sumo, y luego volverá a la cocina, que es su lugar. Pienso hablar con él mañana por la mañana.

– Oh, Gideon, es un fastidio.

– Aun así, ocúpate de eso.

Tiró el cigarro y se acostó en la cama junto a ella.

A Levinia se le ocurrió seguir discutiendo pero, temerosa de la represalia que había recibido la vez anterior al hacer enfadar a Gideon, se tragó la rabia y se preparó para enfrentarse al fatigoso ritual de encontrar un ayudante temporal.

A la mañana siguiente, a las nueve, una vez más Gideon Barnett convocó a Jens Harken en su estudio. Esta vez, la habitación estaba más iluminada, inundada de sol aunque Barnett, ataviado con un traje de tres piezas y con una cadena de oro de reloj que le cruzaba el vientre, tenía el mismo aspecto ceñudo y severo de siempre.

– ¡De acuerdo, Harken, tres meses! Pero construirá para mí un navío que derrote a esos malditos sacos de arena del Minnetonka, y a cualquier otro que navegue por este lago, ¿lo ha entendido?

Harken contuvo una sonrisa.

– Sí, señor.

– Y cuando esté terminado, volverá a la cocina.

– Por supuesto.

– Dígale a la señora Schmitt que no lo saco de ahí para siempre. No quiero más estallidos de cólera por su parte.

– Sí, señor.

– Puede instalar el taller en el cobertizo que está detrás del invernadero y el jardín. Le avisaré a mi amigo Matthew Lawless que usted irá a la ferretería y que tiene carta blanca para comprar cualquier herramienta que necesite. Tome el tren a Saint Paul en cuanto haya avisado en la cocina. Steffens lo llevará en el coche a la estación. La ferretería está en la Cuarta y Wabasha. En cuanto a la madera, hará lo mismo: tendrá carta blanca en la ciudad, en el negocio de Thayer. Sabe dónde está, ¿no?

– Sí, señor, pero si no tiene inconveniente, prefiero pagar yo mismo la madera… todo lo que necesite para los moldes.

Barnett adquirió una expresión abatida:

– ¿Por qué?

– Quiero conservarlos cuando termine.

– ¿Conservarlos?

– Sí, señor. Tengo la esperanza de construir mi propio barco algún día, y los moldes pueden volver a usarse.

– Está bien. Con respecto a los elementos de diseño…

Barnett se rascó la frente, pensativo.

– Los tengo, señor.

– Ah. -Dejó caer la mano-. Sí, sí, por supuesto. Bueno. -Puso una expresión feroz, y se irguió-. De ahora en adelante, usted sólo responde ante mí, ¿entendido?

– Sí, señor. Cuando llegue el momento, ¿puedo contratar a alguien para ayudarme?

– Sí, pero sólo el tiempo que sea imprescindible.

– Entiendo.

– Puede comer con el personal de la cocina, como siempre, y espero que trabaje las mismas horas que antes.

– ¿Los domingos también, señor?

Barnett pareció picado por la pregunta, pero respondió:

– Oh, está bien, los domingos los tiene libres.

– Y en lo que respecta a ir a la ciudad de inmediato, preferiría echar un vistazo al cobertizo, primero, señor, si no tiene inconveniente.

– En ese caso, avise a Steffens cuándo le va a necesitar.

– Lo haré. ¿Y el pasaje de tren, señor?

La boca de Barnett se contrajo, y enrojeció. El labio superior tembló bajo el enorme bigote caído.

– Usted seguirá presionando hasta provocarme deseos de echarlo de la casa, ¿no es cierto, Harken? Bueno, le advierto, muchacho de la cocina… -Lo señaló con un dedo apretado alrededor del cigarro. No se pase de los límites conmigo si no quiere que suceda eso-. Sacó una moneda del bolsillo del chaleco, y la arrojó sobre el escritorio. Ahí está el pasaje de tren, y ahora, váyase.

Harken tomó la moneda de cincuenta centavos, pensando que estaría loco si saqueara su propio bolsillo para hacer más rico a este hombre rico. Ya tenía destino para cada moneda de cincuenta que lograse ahorrar, y ese destino no incluía trabajar en una cocina hasta que fuese tan viejo como la señora Schmitt. Aún más, comprendió algo más acerca de su jefe: un hombre de su posición anhelaba la estima de sus iguales, y el personal doméstico podía difundir rumores. Que se lo conociera como un patrón que ordenaba a sus criados viajar en tren, costeándolo ellos mismos, por irónico que pareciera, haría mella en el orgullo de Gideon Barnett.

Harken se guardó la moneda en el bolsillo sin el menor recato.

– Gracias, señor -dijo, y se marchó.

En la cocina, las novedades fueron recibidas con una mezcla de entusiasmo y preocupación.

Colleen, la pequeña irlandesa, segunda ayudante, se burló:

– Oh, ahora nos codeamos con la gente fina, ¿no es cierto?, nos contratan para fabricar sus juguetes.

La cocinera se lamentó:

– ¡Tres meses! ¿Dónde encontrarán a alguien digno del salario para que me ayude estos tres meses? Al final, terminaremos haciéndolo todo nosotras.

Ruby rezongó por lo bajo y aparte:

– Primero en el piso alto, en el estudio, luego, vagabundeando a placer por ahí, en los prados. Ten cuidado, Jens: no perteneces a su clase, y ella lo sabe. Pregúntate por qué te hace caso a ti.

– Estás soñando, Ruby -repuso, y salió por la puerta de la cocina.

Andando a zancadas por la huerta, en ese día de verano, se sentía renacido. ¡Señor, las hierbas nunca olieron tan intensamente! ¿Acaso alguna vez el sol fue más deslumbrante?

¡Otra vez, era constructor de naves!

Bordeó el jardín ornamental al que los criados no tenían acceso, y el jardín del que se recogían las flores, con su intenso perfume a petunias. Más allá, estaba el invernadero donde se hacían madurar frutas y verduras invernales y se hacían las plantas de primavera. Detrás del invernadero, una cortina de álamos rodeaba la huerta, atendida con meticuloso cuidado. Al cruzarla, vio a Smythe, el jardinero jefe, a lo lejos con un sombrero de paja, que trabajaba entre dos hileras de tiendas cónicas de paja que llegaban a la mitad de la altura del hombre. Aunque Smythe era un viejo agrio, Harken estaba tan alegre que no resistió la tentación de gritarle:

– ¡Hola, Smythe! ¿Cómo están esta mañana sus manzanos Baldwin?

Smythe se dio la vuelta y le dirigió una sonrisa mezquina cuando Harken se acercó y se detuvo a saludarlo.

– Ah, Harken, yo diría que bastante productivos. -Jens estaba seguro de que Smythe nunca en su vida había esbozado una sonrisa completa. Tenía la cara larga, los párpados caídos y la nariz larga tan bulbosa como uno de sus propios rábanos-. Creo que tendré unas cuantas para ella a mediados de la semana.

Todo el personal de la cocina conocía bien las preciadas grosellas negras y lo mucho que le gustaban a la señora. El jardinero creó un sistema para retrasar la fruta, cubriéndola por completo con conos de paja más grandes que las plantas, y quitándolos para que el sol madurase las bayas sólo cuando Smythe o Levinia desearan que madurasen. De ese modo, prolongaba la temporada dos meses completos.