– ¿Le molesta si pruebo una? -Harken arrancó una fruta oscura y se la metió en la boca antes de que Smythe le respondiese-. Mmm… ¡Qué sabrosa! Sí, señor, Smythe, es indudable que usted sabe su oficio.
Smythe había cultivado una expresión negativa hasta haberla convertido en un arte.
– ¡Se-ñor Harken! Ya sabe que las Baldwin no son para los criados de la cocina. La señora lo dejó muy claro.
– Oh, lo siento -respondió Harken, alegre- pero en este preciso momento no soy criado de la cocina. Me dirijo al cobertizo de ahí atrás, para construir un nuevo velero para el amo. Este verano me verá muy a menudo cruzando por aquí. Bueno, será mejor que me ponga en marcha. -Transformando la palabra en acción, dijo por encima del hombro-: Gracias por la fruta, Smythe.
Con ánimo jovial, pasó ante las filas de vegetales poco comunes, evidencia de los deseos de los ricos de tener lo mejor y lo más raro: alcauciles de Jerusalén, brócoli, puerros, guisantes franceses trepadores, salsifíes, escorzoneras, y esos cardos gigantes que parecían apios, altos como un hombre. Pasó junto a las más comunes: patatas, nabos, zanahorias, y la sempiterna espinaca, que le parecía haber lavado a grandes cantidades. Tres meses, pensó. ¡No tendré que lavar esas malditas plantas durante tres meses enteros! Y si el barco resulta el demonio de velocidad que creo que será, ¡tal vez no vuelva a lavarlas jamás!
Pasó junto a los árboles frutales, los arbustos de avellana, y una mala de frambuesa que los pájaros asolaban. Recogió un puñado que fue comiendo mientras cruzaba la línea más distante de álamos y entraba en la frescura del bosque.
El cobertizo era una vieja estructura alargada de tablas de chilla, que tenía la apariencia de no haber sido pintado jamás. Había un par de puertas correderas que al abrirse mostraron un piso de planchas de madera sin desbastar, un par de cabrios abiertos arriba, y sólo dos pequeñas ventanas sucias a cada lado. Dentro, había una cortadora decrépita con un tirante roto, unos sacos de patatas ya brotadas que asomaban entre la arpillera, un banco de plaza de hierro oxidado, periódicos, barriles, cestos de medir, y una variedad de inmundicias que demostraban que ratones y ardillas se habían instalado allí. Pero para Jens Harken, eso era el paraíso. Estaba fresco, olía a tierra, no había fregaderos ni neveras, ni estufas, teteras hirviendo ni amas de llave arrogantes que le diesen órdenes. Ni señoras malcriadas que enviaran a lavar las monedas sucias para que sus dedos no tuviesen que tocar la suciedad de la gente común. No tendría que rallar rábano picante hasta que le llorasen los ojos, ni tendría que desplumar cercetas, ni pulir cobre, ni despellejar conejos.
Durante tres meses, trabajaría en este paraíso, haciendo lo que más le gustaba, y su única compañía serían los animales y el piar de los pájaros en los árboles del jardín.
Recorrió la construcción mirando a lo largo, revisando los maderos, que tendrían que ser lo bastante sólidos como para soportar un montacargas. Eligió el sitio por donde saldría la chimenea de la estufa. Era julio. En setiembre, necesitaría calefacción y aunque no hubiese terminado en los tres meses, estaría nevando. Examinó las mugrientas ventanas y descubrió que, con un poco de maña, y un par de cuñas fuertes, se abrirían. Entró la brisa y trajo el aroma vegetal del bosque. Se imaginó colocando las velas, sus propias velas en una nave esbelta y hermosa, sin quilla, que saltaría al tomar el viento, y agitaría tan poco el agua que casi no haría olas ni ondas. Los dedos le ardían de ganas de sentir el plano en las manos y un trozo de abeto rizándose y curvándose cuando él fabricara el mástil. Ansiaba oler una tanda de roble blanco ablandándose en la cámara de vapor, escuchar el martillo clavando las costillas en la estructura, y sentir el orgullo inigualable de observar cómo va tomando forma entre las manos de uno el producto de su propio ingenio.
Con los codos apretados y las palmas de las manos sobre el alféizar de la ventana, contempló el verde de los árboles, las enredaderas salvajes, y los nidos de las ardillas. Dio un golpe sobre el sucio alféizar con ambas manos, y afirmó:
– Mírame. Sólo mírame.
6
El viaje a la ciudad fue embriagador por la intensa sensación de libertad. Al llamar a Steffens para que trajese el coche, y sentarse en el lugar reservado a los privilegiados, Harken se prometió que un día tendría su propio coche tirado por un espléndido caballo bayo. Al tomar el tren en la estación de White Bear Lake, disfrutó de estar afuera dentro de un horario en el que, por lo general, estaría en la cocina, ayudando a preparar el almuerzo. Al apearse, treinta minutos después en medio del bullicio del centro comercial de Saint Paul, y encaminarse a la ferretería de Lawless, comprendió que Gideon Barnett, por cicatero que fuese, le había dado la; oportunidad que estaba esperando, y que él, Jens Harken tenía la responsabilidad de aprovecharla al máximo.
Eligió las mejores herramientas que se podían comprar, desde el papel de lija para afilar los lápices, hasta el motor eléctrico y a vapor de cuatro caballos para mover la sierra. Después de hacer los arreglos para la entrega, pasó una hora placentera recorriendo las calles del centro, y resistió el olor de las picantes salchichas polacas que hervían en el carro de un vendedor callejero, ahorró la moneda y comió el emparedado de carne fría que había llevado de casa, espió por las ventanas, observó los tranvías y admiró un ocasional polisón de seda. No cabía duda de que la ciudad era excitante, pero cuando subió al tren hacia White Bear Lake, la ansiedad hizo que el atractivo de Saint Paul, perdiera en la comparación.
Una vez de regreso en White Bear, fue de la estación del tren al almacén de maderas y encargó todo lo que iba a necesitar hasta haber completado los planos del buque, luego hizo caminando el resto del trayecto hasta la isla Manitou, rodeando el lago donde se veían pocas velas esa tarde de mediados de semana, y disfrutando de lo que veía, a pesar de todo.
En Rose Point, se puso la ropa de trabajo, rescató elementos de limpieza y se fue más allá de los jardines, a convertir el cobertizo en un armadero de barcos.
Cuando llegó a su dominio, al abrir las puertas dobles de par en par, penetró en la frescura de la construcción larga y profunda, sintiendo otra vez la euforia de esa mañana y la decisión de hacer algo importante allí. Sacó fuera las patatas enmohecidas y los periódicos, quemó una pila de basura y puso los otros deshechos en un rincón, sacó con el rastrillo los nidos de ratones y las cáscaras de bellotas, barrió el suelo y empezó a limpiar las ventanas. De pie sobre un barril, en mitad de la tarea, oyó la voz de la señorita Lorna Barnett, que lo reprendía desde la entrada.
– Harken, ¿dónde rayos ha estado?
Estaba ahí de pie, con los brazos en jarras; sólo se distinguía la silueta que recortaba la luz de la tarde y que moría contra el telón de fondo del bosque. Tenía las mangas grandes como almohadas, y una falda acampanada con una breve cola. Jens divisó el borde rosa de la ropa y el peinado en forma de nido, pero el resto de los detalles se perdieron.
– El padre de usted me mandó a la ciudad, señorita.
– ¡Y no me dijo una palabra! Cuando me levanté, él también se había ido y nadie sabía dónde estaba usted. Construirá el barco, ¿no es así?
– Sí, señorita, lo haré.
Lorna separó los pies, y sacudió los puños hacia el cielo:
– ¡Eureka! -les gritó a los maderos del techo.
Esto arrancó una carcajada en Harken, que saltó del barril, mientras tiraba el trapo de limpiar en el balde con agua y el de secar sobre el hombro.
– Yo tuve ganas de hacer lo mismo cuando me lo dijo.
Lorna entró, arrastrando la falda por el polvo del suelo.
– ¿Lo hará aquí?
Se detuvo a unos centímetros, cortando la sombra, y revelando los preciosos detalles del rostro.