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– ¿Ellos qué?

– Nada, señorita.

– Sí, hay algo más. ¿Ellos qué?

– Por favor, señorita

Ella volvió a tocarle el brazo, esta vez con insistencia.

– Harken, sea sincero conmigo. ¿Ellos qué?

Jens suspiró al comprender que no tenía modo de eludir la pregunta.

– A veces interpretan mal las intenciones de usted.

– ¿Qué dicen de mis intenciones?

– Nada específico.

Se ruborizó y apartó la vista, al tiempo que se quitaba del hombro el trapo sucio.

– No es sincero conmigo.

Cuando los ojos se encontraron otra vez, la mirada de Jens tenía la pasividad bien entrenada del personal doméstico.

– Si me disculpa, señorita Lorna, su padre me dio un límite de tiempo y tengo que volver a trabajar.

Hacía mucho tiempo que Lorna Barnett no se enfadaba tanto, tan rápido:

– ¡Oh, es igual que él! -Incrustó los puños en las caderas-. ¡A veces, los hombres me enfurecen! Puedo hacerlo hablar, ¿sabe? ¡Prácticamente, usted es mi empleado!

Jens quedó tan abrumado por ese arrogante y súbito arranque que quedó atónito, mudo. Por un instante, apareció la estupefacción en su semblante, seguida de inmediato por la desilusión y un rápido retomo a la realidad.

– Sí, lo sé.

Se dio la vuelta antes de que Lorna viese los manchones de color que subían a sus mejillas. Se puso de cuclillas para volver a tomar el trapo del balde, lo retorció y, sin añadir otra palabra, trepó al barril y reanudó la limpieza de la ventana.

Tras él, la cólera de Lorna se derrumbó con la misma velocidad que surgió. Se sintió mortificada por la desconsiderada explosión, y dio un paso hacia Jens, alzando la vista.

– Oh, Harken, no quise decir eso.

– Está bien, señorita.

Sintió que le ascendía calor por el cuello; qué ridículo debió parecerle el perder de vista su propia condición y permitir que se manifestara su atracción por ella.

La joven avanzó otro paso.

– No, no está bien. Es que… es que me salió sin pensar, eso es todo… por favor. -Se estiró como para tocarle la pierna, pero retiro la mano-. Por favor, perdóneme.

– No hay nada que perdonar. Usted tenía razón, señorita.

Ni la miró, ni dejó de limpiar el cristal de la ventana. Mientras secaba, el trapo chirrió contra el cristal, a la vez que lo ocultaba de la muchacha.

– Harken.

No hizo caso del ruego que vibraba en su voz y siguió su tarea, obstinado.

Lorna esperó, pero la intención de Jens era evidente, el dolor era evidente, y la barrera entre ellos era tan palpable como las paredes del cobertizo. Se sintió como una tonta arrebatada, pero no supo cómo aliviar la herida que ella misma había causado.

– Bien -dijo en voz queda, llena de remordimiento-. Lo dejaré en paz. Lo siento, Harken.

No tuvo necesidad de dame la vuelta para saber que se había ido. Al parecer, el cuerpo de Jens había desarrollado sensores que se erguían cada vez que Lorna entraba en su radio de acción. En el silencio que había sobrevenido después de irse, la sensación se marchito, perdió fuerza, y Jens quedó de pie sobre el barril de madera, con las palmas de las manos apoyadas con fuerza contra el borde inferior de la ventana, y el trapo colgando inmóvil de una de ellas. Giró la cabeza, miró fuera, sobre su hombro izquierdo, al polvo encendido por el sol por donde ella había barrido un surco con sus enaguas. La mirada regresó a la escena fuera de la ventana, que era un conjunto boscoso de ramas, hojas, moho y espesura. Exhaló un gran suspiro, bajó lentamente del barril y se quedó ahí, inmóvil. Herido. "En última instancia", pensó, "es tan aristocrática como sus padres, y a mí no me conviene olvidarlo. Tal vez Ruby tenía razón y Lorna Barnett era una chica rica aburrida, que jugueteaba con el criado sólo para divertirse."

Con súbita vehemencia, arrojó el trapo al balde, salpicando agua sucia en el piso, donde ennegreció las planchas polvorientas, y después dio una patada al barril, que cayó rodando.

El resto del día estuvo antojadizo y descontento. Esa tarde, salió con Ruby a pasear y la besó en la huerta de hierbas antes de entrar por la puerta de la cocina. Pero besar a Ruby era como besar a un cocker spaniel cachorro: resbaladizo y difícil de controlar. Se sorprendió de sentirse impaciente por limpiarse la boca y librarse de las ganas de la muchacha que le rodeaban el cuello.

Más tarde, en la cama, pensó en Lorna Barnett… vestida con rayas blancas y rosas y oliendo a azahares, con sus excitados ojos castaños y la boca como fresas maduras.

¡A esa mujer le convendría mantenerse lejos del cobertizo!

Eso fue lo que hizo Lorna durante tres días; al cuarto, estaba de vuelta. Eran más o menos las tres de la tarde y Jens estaba sentado sobre un barril, dibujando una larga línea curva en una hoja de papel manila sobre una mesa hecha con tablas y caballetes.

Terminó y se echó hacia atrás para observarlo, hasta que sintió unos ojos sobre él. Miró a la izquierda, y ahí estaba, inmóvil como una estatua en el vano de la puerta, con una camisa azul de mangas anchas, y las manos a la espalda.

El corazón le dio un vuelco, y enderezó lentamente la espalda:

– Bien -dijo.

Lorna no se movió, y siguió con las manos a la espalda.

– ¿Puedo entrar? -preguntó, humilde.

La contempló un momento, con el lápiz en una mano y una curva de barco en celuloide en la otra.

– Como guste -respondió, y continuó el trabajo, consultando una tabla numérica que tenía a la derecha del dibujo parcialmente terminado.

Lorna entró con pasos medidos y cautelosos y se detuvo al otro lado de la mesa, permaneciendo ante Jens en pose de penitente.

– Harken -dijo en voz muy suave.

– ¿Qué?

– ¿No piensa mirarme?

– Si usted lo dice, señorita…

Obediente, alzó la vista. De los párpados de Lorna colgaban unas lágrimas inmensas. El labio inferior temblaba, contraído en un puchero.

– Lo siento mucho, mucho -susurró- y jamás volveré a hacerlo.

"¡Oh, dulce Señor!", pensó, "¿acaso esta mujer no sabe el efecto que tiene sobre mí, ahí de pie, tan infantil con las manos a la espalda y unas lágrimas del tamaño de las uvas que hacen devastadores a esos ojos?" Esto era lo último que podía esperar. Verla, le provocó un terremoto en el corazón y un nudo en el estómago. Tragó dos veces, pues sentía el bulto de las emociones como si fuese un copo de algodón que le bajaba por la garganta. Señorita Lorna Barnett, pensó, si sabe lo que le conviene, se irá de aquí a toda velocidad.

– Yo también lo siento -respondió-. Olvidé mi lugar.

– No, no… -Sacó una de las manos y tocó el papel como si fuese un amuleto-. Yo tuve la culpa por querer obligarlo a decir cosas que usted no quería decir, por tratarlo como a un inferior.

– Pero tenía razón: yo trabajo para usted.

– No. Trabaja para mi padre. Usted es mi amigo, y me sentí desdichada durante tres días, creyendo que había arruinado nuestra amistad.

Jens se contuvo y no dijo que él también. No supo qué decir. Le costaba un esfuerzo tremendo quedarse en el barril y dejar que la mesa se interpusiera entre ambos.

En voz muy queda, como si les hablara a los planos, Lorna dijo:

– Creo que sé lo que dicen en la cocina. No es muy difícil imaginárselo. -Alzó la vista-. Que yo estaba coqueteando con usted, ¿no es cierto? Que me divertía con un criado.

Jens fijó la vista en el lápiz.

– Sólo Ruby, pero no se preocupe.

– Ruby es la pelirroja, ¿no?

Asintió.

– Me di cuenta de que a ella fue a quien más le molestó que yo estuviera allí, el otro día.

Como el joven no respondió, preguntó:

– ¿Es su novia?

Jens se aclaró la voz:

– Estuvimos saliendo los días libres.

– Lo es.