– ¡Arriba! -ordenó-. ¡Y afuera! ¡Tengo que dibujar un barco!
Lorna se levantó y caminó hacia la puerta, empujada por Jens.
– Bueno, ¿puedo ayudarlo?
– No.
– ¿Por qué no? De todos modos, estaré aquí.
– Porque yo lo digo. Y ahora, váyase, corra con el señor Du Val, que ese es su lugar, y no vuelva aquí.
Lorna se dio la vuelta, sacudió la cabeza y dijo con gran convicción:
– No quiso decir eso -y salió por la puerta.
Cuando se fue, Jens aspiró una gran bocanada de aire, la exhalo y se rascó con fuerza la coronilla con ocho dedos, hasta que le quedó el pelo erizado.
– Jesús -murmuró para sí.
Como había hecho otra vez, cuando se topó con ella en el dormitorio, Lorna Barnett asomó la cabeza por la puerta, dejando oculto el resto de su persona.
– Quizá, la próxima vez traiga un almuerzo.
– ¡Oh, eso es lo que necesitaba! -vociferó-. Que usted vaya a pedirle a la señora Schmitt que…
Estaba hablándole al aire. Al fin se había ido, dejándolo irritado, con la cabeza revuelta, y medio excitado en el cobertizo cavernoso.
La noche del sábado, una hora antes de que el señor John Philip Sousa en persona alzan la batuta en el pabellón Ramaley, junto al lago, la casa Barnett era un revuelo. Toda la familia asistida al concierto, incluyendo a las tías.
En el cuarto de ambas, Henrietta regañaba a Agnes:
– No seas tonta, no puedes ir sin guantes. Sencillamente, no se hace.
En el de Theron, Ernesta estaba peinándolo con raya al medio y poniéndole brillantina, al tiempo que el muchacho reía y se retorcía para mirar detrás de sí con los prismáticos.
En el de las niñas, Daphne provocaba a Jenny:
– Me imagino que mirarás a Taylor Du Val con ojos de carnero degollado y harás el ridículo otra vez, esta noche.
En la suite principal, Gideon se topó con Levinia que sólo estaba vestida a medias. Se tapó con la bata y lo reprendió:
– ¡Gideon, al menos podrías llamar antes de entrar!
En la habitación de Lorna, esta necesitaba ayuda para abotonarse el vestido en la espalda, y como Ernesta estaba ocupada con Theron, entró en el cuarto de las tías.
– Tía Agnes, ¿puedes abrochar los botones de mi espalda, por favor?
– Por supuesto, querida. ¡Qué vestido tan adorable! ¡Pero si eres lo más parecido que he visto a un botón de oro! ¿Irá esta noche el señor Du Val?
– Desde luego.
Al otro lado del cuarto, Henrietta señaló, con los labios tensos:
– Fíjate si tu alfiler está afilado, Lorna.
Cruzaron el lago en la lancha de vapor Manitoba, que abordaron en el hotel Williams House, y llegaron al pabellón Ramaley más de media hora antes del concierto. El pabellón en sí mismo era una estructura imponente sobre el lago, de diseño similar a un castillo que tenía en las esquinas torres coronadas de florones, y la línea del tejado quebrada por espirales, pináculos y gabletes. La escalinata abierta llevaba a un cuarteto de puertas terminadas en elaboradas cartelas que apuntaban hacia un pico del techo en forma de brazo de candelabro. El segundo piso era el salón de baile, rodeado de puertas cristaleras que se abrían a pórticos con columnas, y el letrero, rodeado de ventanas renacentistas en arco de más de seis metros de alto, era el auditorio. Este tenía dos mil asientos y estaba lujosamente decorado con terciopelo rojo y dorado.
Los Barnett entraron en el palco privado y se sentaron en sillas de ópera, excepto Gideon, que había ido detrás del escenario, a dar la bienvenida personal a Sousa.
Las tías rieron, se murmuraron cosas y señalaron las caras conocidas con los abanicos plegados. Daphne y Jenny atisbaron sobre la balaustrada y rieron cuando los jóvenes las saludaban con la cabeza. Theron miró por los prismáticos y dijo:
– ¡Uh, puedo ver un pelo en la nariz de esa mujer gorda!
– ¡Theron, baja eso! -lo reprendió su madre.
– ¡Pero puedo verlo! Y, además, es una nariz enorme. ¡Dios, tiene los agujeros grandes como huellas de cascos de caballo, mamá, tendrías que verlos!
Levinia le dio un golpe en la coronilla con el abanico.
– ¡Au!
El niño bajó los prismáticos y se frotó la cabeza.
– Cuando empiece la música, podrás usarlo. Antes, no.
Theron se tumbo en la silla y musitó:
– ¡Jesús!
– Y cuida esa lengua, jovencito.
Entró Taylor Du Val y saludó a todos los que estaban en el palco, besando las manos a las damas y mirando por los prismáticos de Theron. El niño se le acercó y, a escondidas de la madre, señaló y murmuro:
– Ahí abajo hay una señora gorda de vestido azul, y puedes verle el pelo de la nariz.
Taylor echó un vistazo, y murmuro:
– Me parece que también tiene pelo en las orejas.
Con una sonrisa especial, íntima, dirigida a los ojos castaños de Lorna, dijo:
– Te veré en el intervalo.
El concierto estuvo inspirado. La música de Sousa, originaria de América, hizo que a Lorna se le erizan el vello de los brazos y la hizo temblar por dentro. Provocó una tempestad de aplausos y sonrisas en todo el público.
Durante el intervalo, en el vestíbulo, Taylor le dijo a Lorna:
– Te eché de menos.
– ¿Sí?
– Por cierto, pienso buscar compensación más tarde, en tu casa.
– Calla, Taylor. Podrían oírte.
– ¿Quién va a oírme? Todos están conversando.
Le tomó la mano, la puso sobre su propia palma y pasó la mano sobre ella una y otra vez, como si quisiera alisar una página arrugada.
– ¿Tú me echaste de menos?
– No.
– Una dama no responde esas cosas -respondió.
Taylor rió y le besó las uñas.
A la recepción en Rose Point asistieron cincuenta personas de la elite de White Bear Lake. El comedor estaba festoneado de flores rojas, blancas y azules. Una torta con forma de tambor, con el águila americana aferrando las flechas de oro en las garras, se recortaba sobre la aurora boreal. El té estaba aromatizado con geranios rosas, y los sandwiches diminutos tenían tal colorido que podrían tomarse por joyas. El gentío era más ruidoso que de costumbre, porque la presencia del patriota gentil pero feroz, cuya fama se extendía más allá de las costas de América -desde que renuncio al puesto de director de la Banda de la Marina de Estados Unidos y comenzó a hacer giras mundiales- reavivaba los ánimos. Con la perilla de chivo, las gafas ovaladas y el uniforme blanco con tres medallas sobre el pecho, Sousa se inclinó sobre la mano de la tía Agnes, mientras Lorna observaba desde lejos.
– Mira a la tía Henrietta -le dijo a Taylor-. En cuanto Sousa se dé la vuelta, dirá algo para estropear la alegría de tía Agnes.
En efecto, la boca de Henrietta se puso tensa como el cordón de cierre del bolso cuando le dedicó una severa reprimenda a su hermana. La animación de Agnes cesó de inmediato.
– ¿Qué hace a la gente comportarse así?
– Lorna, tu tía Agnes está un poco chiflada, y Henrietta no hace más que contenerla.
– ¡No está chiflada!
– ¿Te fijaste en el modo en que siempre recuerda al joven capitán Dearsley? ¿No te parece que eso es un poco delirante?
– Pero ella lo amaba. A mí me parece que es muy dulce que lo recuerde así, y que la tía Henrietta es demasiado cruel. Le dije a mi madre que creo que odia a los hombres. Uno de ellos la engañó cuando era joven, y no puede decir nada bueno de ellos.
– ¿Y qué me dices de ti?
Como no respondió, Taylor dijo:
– Creo que te he perturbado, Lorna. Lo siento. Precisamente esta noche, no quería hacer eso.
Taylor estaba detrás de Lorna. Lorna sintió que le acariciaba el centro de la espalda. Sintió un estremecimiento que le subía por los brazos, al mismo tiempo que sorpresa, pues estaban en medio de un vestíbulo colmado, y el padre estaba a pocos metros, en el arco que daba al salón pequeño, y la madre en el otro extremo del comedor. Semejante audacia bajo las narices mismas de sus padres… Taylor le preguntó: