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– ¿Crees que nos echarán de menos si salimos al jardín unos minutos?

Cosa rara, en ese momento pensó en Harken. Harken, que ocupaba sus pensamientos casi todo el tiempo que estaba alejada de Taylor.

– Creo que no debemos hacerlo.

– Tengo algo para ti.

Lorna miró sobre su hombro, y casi chocó la sien con la barbilla de él. Su barba oscura era fascinante, los ojos y los labios le sonreían… y este era el hombre con el que sus padres querían que se casara.

– ¿Qué?

En ese espacio secreto entre los dos, los dedos parecían encontrar y contar las vértebras bajo el vestido.

– Te lo diré en el jardín.

Era una muchacha joven, núbil, susceptible a cada sutileza del cortejo, a las caricias y los halagos y a las insinuaciones en sí mismas.

Se volvió y encabezó la marcha hacia la puerta.

Afuera, Lorna caminó junto al joven sobre los senderos de grava, entre las preciosas rosas de su madre, alrededor de las fuentes cantarinas, más allá de los canteros de los que se cortaban los fragantes crisantemos y las caléndulas. Cuando se detuvo en el camino iluminado por la luna, que se veía desde varias ventanas, Taylor la tomó del codo y dijo:

– Aquí no.

La llevó a la parte más alejada del jardín, en el invernadero, donde había humedad, intimidad, y olía a humus. Se detuvieron en un camino de piedra entre filas de macetas donde crecían troncos de moreras que Smythe cultivaba para el invierno.

– No tendríamos que estar aquí, Taylor.

– Dejaré la puerta abierta y así, si viene alguien a buscarnos, lo oiremos. -Le tomó ambas manos y las sostuvo sin apretar-. Esta noche estás hermosa, Lorna. ¿Puedo besarte… al fin?

– Oh, Taylor, me pones en un aprieto. ¿Cuál crees que debería ser la respuesta de una dama?

El hombre le hizo volver la palma de la mano derecha hacia arriba y besó las yemas de los dedos.

– Una dama no responde -dijo, y puso las manos de Lorna sobre sus propios hombros.

La tomó de la cintura mientras inclinaba la cabeza, ocultando la luz de las estrellas que entraba por el techo de cristal. Posó los labios sobre los de la muchacha con discreción, tibios y cerrados entre la tersura de la barba, insinuando una apertura, pero sin concretarla. El beso fue breve, y después se apartó, metió la mano dentro de la chaqueta de su traje, y en el bolsillo del chaleco, del que sacó un pequeño estuche de terciopelo.

– Ya hace tiempo que sé que nuestros padres verían con agrado que tú y yo nos casáramos. Mi padre me habló de ello hace casi un año, y desde entonces te observé crecer y te admiré. A menos que me equivoque, tus padres también estarían de acuerdo con que nos casáramos. Por eso, te he comprado esto… -Volcó el contenido del estuche en la palma de la mano, y la joya reflejó una chispa de luz al caer-. No es una sortija de compromiso, porque creo que sería un poco apresurado. Pero es lo más cercano y va con mi sincera intención de pedir tu mano cuando los dos estemos convencidos de conocernos lo suficiente. Esto es para ti, Lorna.

Le puso en la mano un diminuto arco de oro del que pendía un delicado reloj ovalado.

– Es hermoso, Taylor.

– ¿Puedo?

¿Qué podía responder Lorna? ¿Que había estado coqueteando con el ayudante de la cocina en el cobertizo, detrás del jardín? ¿Que pensaba en él mucho más a menudo que en Taylor? ¿Que intentó hacer que la besara, y él no lo hizo?

– Oh, sí… claro.

Taylor tomó el reloj de la mano de ella y se lo prendió en el corpiño, con mucho cuidado de no tocarle el pecho, cosa de por sí seductora. El leve roce de los dedos sobre el vestido y de este sobre la piel le provocó una reacción sensual en la superficie de los pechos. Una vez colocado el reloj, lo tocó con las yemas de los dedos y contempló la cara entre sombras de Taylor.

– Gracias, Taylor. Eres dulce.

El le tomó la barbilla entre el pulgar y el índice y la alzó.

– Lorna, creo que sabes que estoy enamorándome de ti.

La besó otra vez, empezando con suavidad y esperó hasta sentir que la reserva daba paso a la curiosidad para volverse más exigente. Abrió los labios y la abrazó contra sí como Lorna había imaginado, poco tiempo antes, estar con Harken. ¿Cuántas veces estuvo de pie junto a él, sintiendo un choque con cada encuentro de sus miradas, deseando que se rindiera y la besara así, que la estrechase contra su cuerpo largo y respondiese todas las vagas preguntas que ella se formulaba? Pero no lo hizo. Y ahí estaba Taylor, con la lengua en su boca, el brazo izquierdo aferrando con firmeza su cintura, y la mano derecha, por fin, cubriéndole uno de los pechos por completo. Nunca en su vida un solo contacto se había expandido de esa manera por su cuerpo, a regiones alejadas del contacto en sí, como si un hilo uniese puntos lejanos. No la extrañaba que su madre la hubiese advertido.

Los dos recuperaron la sensatez al mismo tiempo, y el beso terminó de golpe, con las barbillas bajas las cabezas juntas, mientras se les regularizaba la respiración.

Taylor no pidió disculpas.

Lorna tampoco.

Los dos minutos precedentes fueron demasiado aturdidores para pedir disculpas. Por fin, se apartaron y Taylor buscó y aferró las manos de Lorna.

Tarde, Lorna dijo:

– Tenemos que volver a entrar, Taylor.

– Sí, claro -murmuró, con voz ronca-. ¿Qué harás mañana?

– ¿Mañana?

Al día siguiente era domingo, y pensaba remar hasta donde estaba Tim, para ver si volvía a encontrarse con Harken.

– ¿Quieres ir a navegar conmigo?

Como callaba, Taylor la instó:

– Saldré a navegar y te recogeré en el muelle, a las dos en punto. ¿Qué te parece?

Lorna comprendió que Harken era un imposible. No sólo se mantenía empecinadamente cortés y sumiso sino que, si se diese por vencido y satisficiera la curiosidad de los dos, ¿a dónde llevaría eso? Hasta él comprendió que en lo mejor cuando la mandó que fuese con Taylor, que era su lugar.

Lorna respondió como las circunstancias la impulsaban a hacerlo:

– Está bien. ¿Le pido a la señora Schmitt que nos prepare un almuerzo?

Taylor sonrió:

– Tenemos una cita.

7

El reloj regalado por Taylor provocó agitación en la familia de Lorna. Todos lo consideraron un regalo de compromiso, pese a las protestas en contra de la muchacha. La madre sonreía con aire triunfal, y decía:

– Espera a que se lo diga a Cecilia Tufts.

El padre no puso límites al tiempo que pasaría navegando con Taylor. El hermano dijo:

– Yo dije que Taylor y Lorna estaban enamorados.

Daphne andaba con los ojos brillantes y Jenny, en cambio, melancólica, al comprender que sólo era cuestión de tiempo perder a su ídolo de manera completa e irrevocable. La tía Henrietta lanzó la advertencia de usar el alfiler de sombrero en el barco. Y Agnes dijo:

– ¡Qué afortunada eres! Yo nunca tuve oportunidad de ir a navegar con el capitán Dearsley.

Taylor recogió a Lorna a las dos en punto. Pasaron toda la tarde en el agua, en el falucho de Taylor. Actuando como tripulación de Taylor, Lorna estaba en la gloria, pese a que la embarcación sólo tenía una vela. La dejó manejar el timón y durante los virajes, en ocasiones, el cabestrante. Navegaron desde la isla Manitou hasta la bahía Snyder, después al Este, a Mahtomedi y, desde allí, alrededor de West Point hasta el muelle Dellwood, donde pasaron ante la cabaña de Tim. Pero no había nadie allí. Después, otra vez al Sur, hacia Birchwood, en cuyo muelle arriaron la vela y comieron el almuerzo, balanceándose sobre el agua. Lorna no tuvo necesidad de usar el alfiler del sombrero ni habría sido posible, pues se quitó el sombrero más de una hora antes, y puso la cara al sol.

Mientras comían, el viento refrescó y, cuando cruzaban el lago otra vez Lorna, eufórica, expuso la nariz al viento como un mascarón en la proa de un gran velero. La parte delantera del vestido estaba mojada, y el cabello se le enredó mientras navegaban por el borde del bajío donde se pescaba, en la bahía North, donde estaban anclados varios botes de remo cuyos ocupantes dormitaban bajo el sol de la tarde, con las cañas de pescar en las manos.