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– Está progresando.

– Sí.

– Me gustaría poder observarlo mientras trabaja, pero tengo que irme. Me esperan en la casa de Phoebe al mediodía.

– Bueno… gracias por los bizcochos. Y por la flor.

– Fue un placer.

Lo contempló un momento muy largo desde varios metros de distancia y, en el preciso instante en que salía, dijo:

– Sí, tenía razón. Son del mismo color que las espuelas de caballero.

En la casa de Phoebe, mandaron a Lorna directamente a la fresca habitación de verano, del color de la espuma del mar, donde estaba la señora Armfield escribiendo cartas, sentada en una silla ante una puerta cristalera abierta, con un escritorio portátil sobre el regazo. Le ofreció las dos manos, y la mejilla para que la besara:

– Lorna, me alegro mucho de verte. Me temo que hoy Phoebe no se siente bien, pero me dijo que te mandara a su habitación.

Arriba, Phoebe estaba acurrucada en la cama, apretando la almohada contra el abdomen.

– Phoebe… oh, pobre Phoebe, ¿qué te pasa?

Lorna corrió hasta la cama y se sentó junto a su amiga. Le apartó el pelo de la sien.

– Lo mismo que todos los meses, en esta fecha. Oh, a veces detesto ser una chica. Tengo unos calambres espantosos.

– Ya lo sé. A veces, yo también.

– Mi madre ordenó a la doncella que me trajera unas compresas tibias para ponerme en el estómago, pero no me hicieron nada,

– Pobre Phoebe… lo siento.

– Yo soy la que lo siente. Arruiné nuestro almuerzo.

– Oh, no seas tonta. Podremos almorzar en cualquier otro momento. Tú descansa, y estoy segura de que mañana te sentirás mejor. Si es así, ¿almorzamos mañana?

Combinaron el plan, y Lorna dejó a su amiga aún enroscada alrededor de la almohada.

Tomó el camino de la costa, menos transitado, en lugar del camino para regresar a los terrenos de Rose Point, y agradeció mentalmente a Phoebe por darle una excusa para regresar al cobertizo, escudada en el permiso desganado de la madre, y con la seguridad de que no la esperaban hasta primeras horas de la tarde. Al abrirse camino en el bosque, al acercarse a él, sintió la mágica euforia que la acompañaba cada vez que iba a ver a Jens Harken. Sabía que él pondría barreras, pero entendía el motivo.

Sin embargo, cuando llegó, Harken se había ido. La flor que le dio estaba sobre el alféizar de la ventana que daba al Norte, y el viento le rizaba los pétalos. Los bizcochos no estaban, pero la servilleta, doblada en cuatro, estaba sobre una pila de madera. El motor estaba en silencio, el volante inmóvil. Se acercó a ellos, se agachó sobre el serrín que había debajo de la sierra y, tomando un puñado lo llevó a la nariz y lo dejó caer otra vez… evidencia fragante de la tarea de la mañana. Examinó el trabajo en ejecución, pasando los dedos sobre las líneas de lápiz que había dibujado sobre la madera y los bordes que había cortado con la sierra, de manera parecida a la que empleaba Jens cuando terminaba de hacerlo. Recordó el entusiasmo porque tenía buenas herramientas para trabajar. Recorrió el espacio en el que él se movía, tocó las cosas que tocaba, olió los aromas que respiraba, y descubrió que ese ambiente tan concreto se había transformado a sus ojos sólo porque él había estado allí.

Se sentó en el banco de hierro y esperó. Treinta minutos después volvió Jens y oyó los pasos que se acercaban antes de que entrase por la puerta.

Jens entró y al descubrirla allí, se detuvo. Como siempre, entre los dos se formó un campo de fuerza.

– Phoebe está enferma -le dijo- y nadie me espera hasta las tres en punto. ¿Puedo quedarme?

Durante un largo rato, el hombre no respondió ni e movió, y como estaba de pie, a contraluz, Lorna no pudo verle las facciones. Pero la actitud expresaba con claridad una pura y simple precaución.

– ¿Por qué no va a preguntar a sus padres, a ver qué dicen?

– Ya lo hice. Le pedí permiso a mi madre antes de traerle los bizcochos.

– ¡No me diga que le preguntó a su madre!

– Estaba juntando espuelas de caballero en el jardín, y yo me detuve junto a ella, le dije que le traería a usted los bizcochos y le pregunté si podía traerle una flor.

– ¿Y dijo que sí?

– Bueno… debo admitir que no sabía que la flor era para usted.

– Señorita Lorna, sabe que me encanta que esté aquí, pero no creo que sea conveniente que venga tan a menudo.

– No se preocupe: no lo obligaré a besarme otra vez.

– ¡Sé que no, porque yo no lo haría!

– Sólo quiero mirar.

– Me distrae.

– Me quedaré callada como un ratón.

Jens rió fuerte, y Lorna también rió, al advertir lo charlatana que era.

– Bueno, quizá no tan callada -admitió-. Pero, por favor, déjeme quedarme de todos modos.

– Como quiera -concedió al fin.

No hubo más besos. Cuando Lorna se fue, Jens no la invitó a volver, pero la vez siguiente que fue, el banco de hierro estaba pintado.

Así empezó la sucesión de visitas en que Lorna tomaba su lugar en el banco y acompañaba a Jens mientras este trabajaba. La mayoría de las veces iba a primeras horas de la tarde, cuando la madre dormía la siesta; en ocasiones, llevaba deliciosos aperitivos que podían compartir, otras, Jens llevaba dulces que quedaban de su almuerzo en la cocina y le explicaba que el personal de la cocina no comía los mismos postres que la familia. En opinión de Jens, estos a menudo eran mejores que los postres fantasiosos que se servían en el comedor principal, que solían tener más apariencia que dulzura.

Ah, y cómo conversaban. En particular, Lema. Cruzaba los tobillos a la manera india sobre el asiento, y charlaba acerca de su propia vida. Si había estado en una fiesta, o en un concierto, los describía con detalle. Si iba a una velada, describía la comida. Jens le preguntaba quién era el señor Gibson, al que ella aludió al pasar, y Lema le contó lo del verano anterior, cuando el famoso artista se hospedó en su casa e influyó sobre ella tan hondamente que la hizo cambiar la forma de vestir y de peinarse. Pasaban mucho tiempo discutiendo si Lorna encajaba mejor en la categoría de "muchacho-muchacha" de Gibson (que era deportista y prefería perder la vida en una carrera a caballo que conquistar las atenciones de un enamorado), o más bien de la categoría "convencida" (que se fijaba una meta y la perseguía sin dar un solo paso fuera del camino). Llegaron a la conclusión de que, si alguien, pertenecía a la segunda categoría, era Harken que dejó a sus únicos parientes para ir tras la meta de convertirse en constructor de barcos.

Jens habló de su hermano Davin, y de cuánto lo echaba de menos.

– Le escribí y le conté lo del barco que estoy haciendo, y está tan entusiasmado como yo, Dice que si la nave gana la regata del año que viene, vendrá aquí aunque tenga que arrastrarse, para que podamos establecernos juntos.

– Estoy impaciente por conocerlo. ¿Le contó algo de mí?

– Le conté que le convidé a tomar pescado.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo.

– Cuénteme cómo eran sus padres -preguntó Lorna, un día.

Jens le habló de un patriarca severo y de un ama de casa muy trabajadora, que abandonaron a sus respectivas familias para lograr una vida mejor para sus hijos en Norteamérica. Le contó cómo trabajaba con su padre en el astillero, y cómo trataba de obtener respuestas de él, que nunca sabía de dónde salían las preguntas de Jens ni sabía cómo responder de un modo que satisficiera la curiosidad del niño, cuya pasión por los barcos sobrepasaba los conocimientos del padre acerca de ellos.

– Eso significa que usted no aprendió todo lo que sabe trabajando en el astillero.

– No. Sólo una parte proviene de aquí. -Jens se tocó la sien-. Me imagino un barco y sé cómo se comportará en el agua.