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– ¿Le pediste a la señora Schmitt que preparase la canasta? -preguntó.

– Sí.

– ¿Y qué dijo?

Siguió llenando su plato, pero habló de manera entrecortada.

– No se le paga para decir nada. Aún más, no respondo ante la señora Schmitt, y tú tampoco. ¿Pediste prestado el bote de tu amigo?

Le lanzó una mirada directa.

– En efecto.

– ¿Qué le dijiste?

– La verdad: que iba a encontrarme con una chica.

– ¿Te preguntó quién era?

– Lo sabe.

– ¿Sí?

– Encontró la flor en el alféizar de la ventana y me preguntó cómo apareció ahí. No sirvo para mentir.

Se hizo un silencio que centelleó entre los dos, cargado con las verdades adivinadas acerca de los sentimientos de ambos y el significado de esos encuentros clandestinos. Después de un rato, Jens prosiguió:

– Lorna, quiero que sepas que si en algún momento nos descubren, si tu madre y tu padre se enteran, y me preguntan, les diré la verdad.

Lo miró directamente a los ojos, y respondió:

– Yo también.

El plato de cada uno estaba lleno de excusas. Por encima de la canasta del almuerzo, las miradas de los dos decían con total claridad que ese caprichoso retraso de los besos estaba conviniéndose en algo más de lo que podían soportar.

Jens apoyó el plato en la hierba. Se estiró sobre el cesto y le pidió el de ella con un gesto, también lo dejó a un lado junto con el cesto y los recipientes. A continuación, se quitó el sombrero.

– Es un almuerzo encantador -dijo-, pero no tengo nada de hambre.

Las mejillas de Lorna se encendieron y el corazón le palpitó con fuerza cuando Jens se arrodilló junto a ella con la vista firme sobre el rostro de ella vuelto hacia arriba, con la actitud cargada de intención, mientras que ella permanecía sentada con recato sobre sus talones y las manos unidas en el regazo. La sujetó de los brazos aplastando las mangas almidonadas y la alzó hasta poder abrazarla. Gozosa, Lorna aceptó el abrazo que llevaba a un beso de gran significado, pues fue lo primero que desearon mutuamente, mucho antes de que llegase ese día, esa hora, ese minuto. Lo desearon cada uno solo en su cama. Lo desearon arrastrándose a través de las horas diurnas. Remando hasta esta cita en distintos botes, lo desearon. Y ahora, por fin, sucedía, empezaba con torpeza porque él tuvo que inclinarse y meter la cabeza bajo el ala del sombrero de ella para llegar a los labios. Unidos como el hueso de la suerte del pecho de las aves, las bocas juntas, intercambiaron el verdadero saludo. Jens abrió los labios de Lorna con la lengua, sintió la punta de la de ella que le salía al encuentro con timidez y la acarició: Ven más cerca, no tengas miedo, déjame amarte.

Las gaviotas pasaron a poca distancia, chillando. Las moscas zumbaban sobre los platos. A lo lejos se oyó la sirena de un vapor. Pero ellos sólo tenían oídos para las voces que retumbaban en sus cabezas, diciendo: Por fin, por fin.

La tierra suspiró. ¿O era la brisa? El verano tembló… ¿o era el contacto entre ellos dos? De los dos amantes ninguno advirtió ni le importó cómo Jens, ciego, alzaba las manos hasta el sombrero, encontraba y quitaba el alfiler, y el sombrero mismo de la cabeza. Lorna siguió el impulso de levantarlas manos interrumpiendo el beso en el mismo momento en que el sombrero caía sobre la hierba, junto al de Jens. Bajó el mentón y se tocó el pelo con la misma timidez pasajera del principio, tanteando en busca de algún mechón que se hubiese soltado al sacar el sombrero. Jens le tomó la cara con las manos y la alzó hacia su propia mirada intensa.

El único testigo de los detalles y de la idolatría, fue el verano: ojos, narices, labios, barbillas, hombros, cabello, otra vez los ojos.

– Sí -dijo-, eres tan perfecta como te recordaba.

Bajó la cabeza, la rodeó con los brazos y apretó todo su cuerpo contra el traje negro de domingo. Por fin estaban cuerpo a cuerpo, boca a boca. Sintieron lo que anhelaban sentir: el deseo compartido por igual. Jens la sujetó por la parte baja de la espalda como en un vals, contra sus propias caderas fuertes, y mantuvo las rodillas separadas. Las faldas se arremolinaron alrededor. Lorna se aferró a los hombros de Jens.

Se retorcieron hasta que el abrazo se pareció al de dos briznas de hierba que el mismo viento agitaba, y el beso se volvió una succión salvaje de sus bocas húmedas y libres en esa terrible explosión de impaciencia entre la excitación y el rechazo. La muchacha sintió que su boca se liberaba y exclamó:

– Jens… Jens… -al tiempo que los brazos de ambos se estrechaban uno contra otro, vio sobre el hombro de él que las ramas del sauce se balanceaban sobre sus cabezas.

– No puedo creerlo -dijo el hombre en voz estrangulada por el deseo.

– Yo tampoco.

– Realmente, estás aquí.

– Y tú, realmente estás aquí.

– Creí que esta tarde nunca llegaría, y cuando llegó, pensé que esperaría inútilmente.

– No… no… -Lorna se echó hacia atrás y le dio un beso breve y audaz en la boca, luego otro en la mejilla.- ¿Cómo puedes pensar eso? Siempre te busqué, ¿no es así?

– Sabes que yo habría ido hacia ti si hubiese podido…

Le atrapó las manos, le besó las palmas, y las apoyó contra su propio pecho.

– Sí, ahora lo sé.

La muchacha se arrodilló con las manos apoyadas sobre él, sobre la chaqueta de lana que sentía tibia, cosquilleante, y de un maravilloso exotismo por pertenecer a este hombre especial.

– Cada vez que vas al cobertizo y alzo la vista y te veo ahí, en la entrada, me pasa esto.

– ¿Qué?

– Esto.

Le apretó la mano derecha con fuerza contra él.

– ¿Esto?

Miró sus ojos azules, deslizó tres dedos bajo la solapa y colocó la mano sobre el corazón agitado. Sintió la camisa tersa de almidón, la textura del tirante, la carne debajo sólida como el nogal, y muy tibia. Sintió los latidos del corazón, que parecía capaz de quemarle la mano.

– ¡Oh! -exhaló, arrodillada, inmóvil, concentrada-. Igual que el mío… durante horas, después de verte a ti.

– ¿En serio? -preguntó con voz queda, al tiempo que absorbía la excitación de sentir la mano de ella dentro de la chaqueta-. Déjame sentir.

Como no respondió, Jens posó la mano con cuidado sobre el corazón de Lorna: una mano grande, áspera de constructor de barcos encima de la apretada extensión blanca de la blusa. Contó los latidos del corazón que, al parecer, se habían acelerado al mismo ritmo que los propios. Vio cómo asomaba la aceptación a los ojos de Lorna. Y, por último, dejó caer con delicadeza la mano cubriendo la parte más plena del pecho. La muchacha cerró los ojos, se tambaleó, y se aferró con los dedos a la camisa de él. El aliento le brotaba en pequeñas rachas que empujaban su carne contra la mano del hombre en golpes rápidos.

Pensó: "Oh, madre… oh, madre…"

Después: "Oh, Jens… Jens…"

Sintió la boca de él sobre la suya, y el movimiento del cuerpo que la arrastraba consigo, acostándola de espaldas. El peso de Jens también descendió sobre ella, un peso grande, maravilloso, bendito, que la inmovilizaba debajo, mientras la mano continuaba recorriendo el pecho, y la boca, la boca de Lorna. Encima, el cuerpo de Jens marcó un ritmo sobre el de Lorna, el pie enganchó la rodilla izquierda y la apartó, formando una cuna donde se tendió.

Cuando el beso acabó. Lorna abrió los ojos y vio el rostro del hombre enmarcado por las hojas verdes y el cielo azul. El ritmo cesó… pero fue sólo una pausa para después reanudarse… más lento. Se detuvo otra vez. No hubo sonrisas. Sólo una concentración pura en las tensiones de los cuerpos de ambos, reconociéndolas, aceptándolas, y expresándolo con los ojos. La mano se movió con más lentitud sobre el pecho, explorándolo con levedad mientras lo miraba, para luego depositar besos suaves en la nariz, los párpados y el mentón.