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Tim interrumpió: mientras lo decides, ¿te molesta si tomo un* fotografía? Tengo la cámara lista. -Fue hasta el trípode y el capuchón negro-. Tal vez, algún día, sea importante en los anales del Club de Yates de White Bear: el constructor del barco, el dueño y la hija del dueño, que lo convenció de intentarlo. Gid, no te olvides de que yo estaba allí cuando te lo pidió.

– Oh, de acuerdo, toma tu maldita fotografía, pero rápido. Tengo que alcanzar el tren.

Tim tomó la maldita fotografía y muchas más, y Gideon Barnett se olvidó de alcanzar ese tren a la ciudad porque estaba por comenzar el verdadero proceso de curvar las costillas, y le fascinaba tanto como a la hija. Jens había construido la cámara de vapor con un tubo de metal de gran diámetro, tapado en un extremo por un retén de madera y, en el otro, por trapos y el vapor provenía de una caldera de agua caliente. La caldera emitía un suave siseo y quitaba el frío matinal mientras Jens explicaba lo que hacía.

– Basta con una hora en la cámara de vapor para que el grano de la madera se expanda y la deje flexible. Cuando este roble blanco salga de aquí, estará blando como un fideo, pero no dura mucho tiempo en ese estado. Por eso hoy necesito a Ben. Como ve, el molde está listo… -Lo señaló-. Ya están hechas las muescas en los largueros. -Había tres largueros longitudinales-. Y las tablas de borda están dentro y los laterales, encima. Sólo faltan las costillas. ¿Qué tal Ben -Jens y Ben intercambiaron una mirada ansiosa con los ojos brillantes-, estás listo para jugar a la patata caliente?

Los dos se pusieron guantes y Jens quitó tos trapos que obturaban un extremo del tubo. Emergió una nube de vapor fragante. En cuanto se disipó, se acercó y sacó el listón de roble blanco. Tenía una pulgada de espesor y una de ancho y, por cierto, estaba laxo como un fideo cocido. Ben tomó una punta. Jens la otra, y los dos corrieron a colocarlo sobre el barco, de borda a borda, encajado en tres muescas que lo estaban esperando.

– ¡Uy, está caliente!

Uno a cada lado de la estructura, la ajustaron, se quitaron los guantes y la clavaron en cada uno de los tres largueros. La curvaron con las rodillas sobre la regala, la recortaron con sierras de mano y la clavaron. Todo el proceso llevó unos minutos.

– Cuando hayamos terminado con las costillas, los contornos se verán casi con tanta claridad como si estuviese terminado, y le garantizo, señor Barnett, que sus líneas están tan ajustadas como pueden estarlo las de un barco. Ahí viene otra costilla -anuncio Jens, y sacó otra de la cámara de gas, la colocó sobre el molde y repitieron el procedimiento: ajustar, clavar, recortar, clavar.

Cada seis pulgadas a lo largo de los cortes, ajustar, clavar, recortar, clavar.

Como los guantes se habían humedecido, tenían que manipular con agilidad las costillas calientes. A veces, gritaban y se soplaban los dedos enrojecidos. Se les humedecieron las rodillas y, en más de una ocasión, se quemaron.

Lorna observó, fascinada de ver cómo iba surgiendo la forma del barco, costilla a costilla. Vio al hombre que amaba sacarse los guantes con los dientes, martillar, aserrar, sudar a medida que avanzaba por la longitud del molde dejando un fragante esqueleto blanco tras de sí. Vio el placer que le daba el trabajo, la destreza y la habilidad en cada movimiento, el agudo sentido de unión con Jonson para trabajar en común. Los dos ajustaban los movimientos hasta que el ritmo era perfecto y conseguían terminar cada costilla al mismo tiempo. Cuando se apartaban de la que acababan de poner, intercambiaban una mirada de satisfacción y concordia que reconocía en el otro decisión, talento y habilidad.

Después, desde dentro del buque, Jens se puso de cuclillas, observó las níveas costillas de roble y examinó la línea desde cada ángulo posible. Iba hasta el extremo opuesto de la estructura y miraba hacia la puerta, el costado de babor, el de estribor, hasta que Lorna comprendió con más claridad la importancia de aquellas marcas en el suelo, mientras hacía el lofting. Cuando al fin transfirió esa exactitud a las tres dimensiones, el constructor escandinavo de barcos quedó satisfecho.

– Sí, está correcto -murmuró, más para sí mismo que para cualquiera de los presentes.

En menos de dos horas todas las costillas quedaron colocadas en el molde. Gideon aún estaba allí, observando. Tim Iversen había tomado muchas fotos. Lorna contempló todo el proceso y seguía esperando alguna clase de reconocimiento por parte de Jens Harken.

Este fue hasta el extremo distante del cobertizo y volvió con un largo listón. Entre él y Jonson lo sostuvieron contra el molde:

– Esta es la línea de flotación del barco -le dijo a Barnett-. Poca parte bajo el agua, ¿eh?

– Poca -admitió Barnett-, pero me pregunto si no se irá de banda y se hundirá.

Harken se volvió y dijo con un definido matiz de superioridad:

– ¿Qué cree usted?

Barnett se mordió la lengua. A decir verdad, cuanto más observaba a este Harken, más se convencía, como el mismo constructor, de que ese navío se comportaría como él decía: que haría que todos los demás en el agua parecieran albatros.

Tim aprovechó el silencio para hablar, quitándose la pipa de la boca:

– Gid, ¿cómo piensas llamarlo?

Gideon pasó la vista al ojo bueno de Tim:

– No sé. Algo que sugiera velocidad, como Seal (foca), o Gale (ventarrón).

– ¿Qué te parece, más bien, una demostración de lealtad? -El ojo de Tim saltó a Lorna, y luego volvió al amigo.- Como Lorna, aquí presente, que creyó en él mucho antes que tú. Me parece que sería justo que el velero se llamara como tu hija. Lorna, ¿cuál es tu segundo nombre?

– Diane.

– ¿Qué te parece Lorna D? Suena bien. Me gusta la aspereza de la D con la suavidad de la A. -Tim exhaló varias veces el humo de la pipa, lanzando aroma de tabaco, que fue a mezclarse con el de la madera sometida al vapor-. El Lorna D. ¿Qué opinas, Gid?

Gideon reflexionó. Se mordió la punta izquierda del bigote. Observó a Lorna, que trataba de no mirar a Jens, como lo había hecho durante toda la mañana.

– ¿Qué dices, Lorna? ¿Te gustaría que el velero se llamara con tu nombre?

La muchacha se imaginó a Jens ahí, en el cobertizo, dando forma al Lorna D cada día con sus manos grandes, anchas, diestras, pasándolas por las líneas puras del barco, haciéndolo veloz, seguro y ágil.

– ¿Lo dices en serio?

– Podríamos llamarlo justicia divina. En especial, si gana.

– Fueron tus palabras, no las mías. -Incluso cuando increpaba al padre, no pudo impedir que el entusiasmo le hiciera brillar los ojos-. Me encantaría, papá, ya lo sabes.

Al oír que le llamaba papá, Gideon comprendió qué cierto era pues, desde que maduró, hacía mucho que no lo llamaba así. Sólo lo hacía cuando estaba muy contenta con él.

– Muy bien: se llamará Lorna D.

– ¡Oh, papá, gracias!

Cruzó el cobertizo casi a saltos, y le echó los brazos al cuello, mientras Gideon se inclinaba hacia adelante sin saber dónde poner las manos, siempre incómodo cuando las hijas le hacían tales demostraciones de cariño. Por supuesto, amaba a sus hijas, pero su manera de demostrarlo consistía en gruñir órdenes, como cualquier padre victoriano que se preciara de tal, al pagar las facturas de las fiestas y la vestimenta costosa. Devolver el abrazo delante de otros hombres que miraban estaba fuera de lugar para Gideon Barnett.

– Maldición, muchacha, me arrancarás los botones del cuello.

Cuando la hija lo soltó, Gideon estaba ruborizado y jadeante.

– ¿Puedo decírselo a mis amigos? -preguntó Lorna.