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– ¿Tus amigos? Bueno, diablos… no me molesta.

– ¿Eso significa que es oficial?

Lorna ladeó la cabeza.

Gideon hizo un gesto con la mano.

– Adelante, cuéntaselo, te dije.

– ¿Y puedo traerlos aquí para que lo vean?

– ¿Y que este sitio se llene de gente? -la reprendió Gideon.

– No a todos, sólo a Phoebe.

– Te juro que todas vosotras, las muchachas jóvenes, os comportáis como los muchachos más traviesos que jamás he visto. Oh, está bien, trae a Phoebe.

– Y me gustaría venir a menudo a ver los progresos del Lorna D.

No te molesta, ¿no es cierto, papá?

– Estorbarás a Harken.

– Oh, de ninguna manera. Hoy éramos tres aquí, además de la cámara, y no lo estorbamos, ¿verdad, Harken?

El desafío fue directo a los ojos de Harken, y fue el primer contacto firme que hubo desde que Lorna entró en el cobertizo.

La mirada del joven se desvió enseguida hacia el padre.

– Yo… eh… -Se aclaró la voz-. No, no me molesta, señor.

– Muy bien, pero si lo fastidia, échela. Juro por Dios que no sé cómo permito que una muchacha merodee por un taller de construcción de barcos. A tu madre le dará un ataque. -Al mismo tiempo que se autoflagelaba, Gideon tiró la faltriquera y sacó el reloj de oro del bolsillo del chaleco-. ¡Maldición, es casi mediodía! ¡Tengo que ir a la ciudad antes de que sea la hora de volver a casa! Harken, venga a yerme para arreglar lo del cheque cuando esté listo para encargar las velas a Chicago. Y a usted, Jonson, ¿cuánto le debo por la ayuda de hoy?

– Nada, señor. El sólo hecho de volver a trabajar en un barco es un placer.

– Está bien. Me voy, Lorna, y tú también. Hazme un favor: concédele a tu madre al menos un mínimo de actividades femeninas esta tarde.

– Sí, papá -contestó con humildad.

– Yo también me voy -dijo Tim-. Gracias por dejarme entrar y tomar las fotos. Pronto las verás, Jens.

Lorna se marchó con los demás, sin obtener nada similar a una despedida personal.

Cuando se fueron, el cobertizo quedó en silencio. Ben y Jens se ocuparon de limpiar el lugar: barrieron el serrín del suelo, los trozos de madera de las costillas, y clavaron mejor algún que otro clavo en el molde. Mientras se movía en tomo a la estructura, Jens silbaba suavemente entre dientes una antigua canción folclórica noruega. Tocó las costillas de roble en varios puntos, las estrujó, intentó moverlas: estaban firmes.

– Ya adoptaron la forma del molde.

– Lo sé.

Jens separó unos clavos y colgó el martillo. Los ojos de Ben lo seguían, especulativos. Jens silbaba otra estrofa. Ben se apoyó en el molde, con los brazos y las piernas cruzados.

– Así que… ¿con ella fue con quien te encontraste el domingo?

Jens dejó de silbar y alzó la cabeza con brusquedad.

– ¿Por qué preguntas una cosa semejante?

– No la miraste ni una sola vez en todo el tiempo que estuvo aquí.

Jens reanudé el trabajo:

– ¿Y?

– Es una muchacha preciosa.

– ¿Te parece preciosa?

– Más linda que el atardecer en un fiordo noruego. Más brillante, también. Me costó apartar la vista de ella.

– ¿Y?

– Ella tampoco te miró. Y convenció a su padre de que aceptara dejarla venir aquí todas las veces que se le antojara. Y ahora, silbas esa canción.

– ¿Sabes, Jonson?, debes de haberte acercado mucho al vapor. Me parece que te quemó un poco el cerebro, ¿eh? ¿Qué diablos tiene que ver esa canción con Lorna Barnett?

Jonson se puso a cantar la antigua canción de amor noruega con voz muy suave y con una sonrisa maliciosa que siguió al amigo por todos los rincones del cobertizo hasta la última línea:

Pero cuando está la que amo

La vida vale la pena.

Cuando terminó, Jens había desistido de inventar tareas para ocupar sus manos, estaba junto a la estufa de ascuas moribundas, y contemplaba la caldera de vapor que comenzaba a enfriarse.

– Tienes razón. -Dirigió la mirada a Ben-. Hay ciertos sentimientos entre Lorna y yo.

– Ah, Jens -dijo Ben con simpatía, ya sin rastros de burla-. ¿No me digas?

– No quisimos que sucediera, pero pasó.

– Me imaginé algo por el estilo el día que se puso de pie en el barco y te saludó con la mano. El modo mismo de hacerlo… como si quisiera saltar y nadar hasta nosotros.

– Es una muchacha estupenda, Ben, de lo mejor, pero independiente. Empezó a rondar por aquí, a hacer preguntas sobre el barco, después, sobre mí y mi familia. Pronto, charlábamos como viejos amigos, hasta que, un día, me pidió que la besara. -Jens se sumió en reflexiones, hasta que sacudió la cabeza, mirando al suelo-. Besarla fue el peor error que pude cometer.

Jens encontró dos pedazos de papel de lija, le dio uno a Ben.

Ben dijo:

– Supongo que si el viejo llega a enterarse, te echaría de una patada en el trasero y ahí terminaría la construcción del buque.

– Lo sé.

– Debiste pensarlo, Jens. Los que son como nosotros, besamos a las criadas.

– Lo intenté. -Intercambiaron miradas amargas-. Se llama Ruby.

– Ruby.

– Una pelirroja con pecas.

– ¿Y?

El papel de lija siguió frotando.

– ¿Recuerdas cuando eras chico y tenías un cachorro nuevo? Te ibas todo el día a la escuela y, cuando volvías a casa, el cachorro estaba tan contento de verte que te lamía por todos lados. Bueno, así es besar a Ruby. Con ella, me dan ganas de llevar una toalla.

Los dos rieron y, poco después, Ben preguntó:

– ¿Hasta dónde llegó la historia con esa chica, cuyo padre colgaría tu pellejo de la puerta si se enterase?

– No tan lejos como estás pensando. Pero podría pasar si siguiéramos viéndonos. La otra noche decidí que no. Tiene que ser así, pues ella no pertenece a mi mundo ni yo al de ella. Por Dios, Ben, tendrías que haberla visto anoche.

Jens le describió la escena con la que se topó cuando regresaba a la casa para cenar, sin ahorrar detalles ni de la relación de Lorna con Taylor Du Val.

– …Y ahí estaba, la mano de Du Val en su hombro, el reloj que le regaló sobre el pecho, en el mismo lugar donde había estado mi mano la tarde anterior. Dime, ¿qué tengo que ver yo con una mujer como esa? -A medida que hablaba, Jens sintió que la rabia y el dolor crecían dentro de él-. ¡Si viene, le diré de inmediato que se vaya! De todos modos, terminar el barco e instalar mi propio armadero es más importante para mí que Lorna Barnett.

Quería hacerlo así. Toda esa tarde, después de haberse ido Ben, mientras trabajaba solo en el molde, escuchaba el monótono raspar de la lija sobre la madera, sentía ascender el calor hacia la palma y registraba la forma de cada costilla en la mano callosa, quiso que el barco significan más que Lorna. Pero cada vez que pensaba en ella sentía nostalgia. Cada recuerdo le provocaba deseos.

A las siete en punto, cerró las puertas del cobertizo, colocó un palo en la aldaba del candado y se detuvo un momento a escuchar las voces de soprano de los grillos que afinaban. Se sentía la frescura de la noche que transmitía la humedad de la tierra. Se puso una chaqueta de lana a cuadros. Se bajó el cuello y miró al cielo, ambarino al Oeste, violeta por encima, con la silueta ya ennegrecida de hojas y ramas. Caminó por el transitado sendero hacia los álamos. Sobre la huerta pasaban los murciélagos, fugaces como ilusiones. Los arbustos de tomate emitían un olor penetrante. Las verduras que maduraban temprano, como los guisantes y las habas, ya habían sido cosechadas y las nuevas, sin duda plantadas por Smythe en el invernadero, para el consumo de la familia durante el invierno. En la cara de Jens se pegó una tela de araña que parecía suspendida en el aire, y que indicaba sin lugar a dudas la cercanía del otoño.