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– Yo también lo intenté…

Estaba tocándola por dentro antes de que la almohada cambiase de forma bajo la cabeza de Lorna. Esta se arqueó hacia atrás y lo sujetó detrás de la cadera con el talón, los labios estirados y los ojos cerrados. Jens atrapó la sábana y la pateó hacia los pies de la cama mientras ella proseguía la búsqueda hacia abajo y lo acariciaba. Dieron permiso a sus cuerpos para compartir esos primeros placeres impacientes, y dejaron que músculos y articulaciones celebraran la llamada de la vida. Entraron en el juego todos los días y las horas de anhelo…, todo un verano de eludir miradas, de mirar, de advertirse a sí mismos una cosa y sentir otra. También la cita sexual en el cobertizo entró a formar parte de esa noche, y disfrutaron y se detuvieron en lo que les había enseñado y lo sacaron a relucir ahora para repetirlo y refinarlo.

– Tú… casi gruñó, abrumado… me vuelves loco noche y día. ¿Por qué no te quedaste lejos, hija de hombre rico?

– Pídele a la luna que deje de cambiar las mareas… ¿Por qué no me rechazas tú, pobre hijo de constructor de barcos?

La respuesta fue un gemido, rodar sobre ella y penetrarla, quedando atrapado por los talones de la mujer.

Se arquearon, flexibles y silenciosos, y soltaron el aliento entre dientes.

Esos minutos de unión se volvieron sublimes en los talantes flamígeros y pensativos de ambos. Descubrieron extrañas verdades: que una primera unión cataclísmica pronto cedía, más que consumirse demasiado rápido; que el lapso que sigue de caricias voluptuosas y lentas también colma una necesidad igualmente vital; que es difícil susurrar cuando uno siente el deseo de gritar a los cielos; que si bien las intenciones de un hombre pueden ser nobles, no siempre las acciones lo son. Cuando les sacudió el estremecimiento y Jens tapó la boca de Lorna para que no gritara, le pidió a la luna que dejara de cambiar las mareas, pero la luna se limitó a sonreír, y Jens se quedó dentro de Lorna hasta la última sacudida y el suspiro final.

11

Septiembre avanzó. El breve lapso de tiempo cálido se enfrió y al amanecer el lago comenzó a cubrirse de neblina cuando la frescura del aire besaba el agua tibia. Cesó el coro de las ranas y ocupó su lugar el áspero chillido de los gansos canadienses que hacían levantar los rostros hacia el cielo. En los bajíos de la costa las espadañas se deshicieron en nubes de polvo, ahora que los pájaros negros de alas rojas los habían abandonado para dirigirse hacia el Sur. Al atardecer, los cielos ardían en vivos matices de heliotropo y naranja, cuando la luz refractada hacía brillar el polvo del tiempo de la cosecha. El aire se impregnó de los aromas de humo de hojas y paja de trigo y. por las noches, la luna lucía un halo que señalaba el tiempo frío por venir.

En el cobertizo, había comenzado la colocación de las planchas. La caja de vapor siseaba todos los días, cargada de cedro fragante que perfumaba el sitio con un aroma tan denso y rico que los gorriones picoteaban los cristales, como pidiendo que los dejaran entrar. De seis pulgadas de ancho y media de espesor: someterla al vapor, pegarla, atornillarla y superponer esa plancha con otra, y otra más. El barco se convirtió en realidad, en algo con una figura armoniosa y nítida. Se completó la colocación de las planchas y empezó el calafateado: tiras de algodón embutidas en los empalmes entre las planchas con un rodillo de disco afilado, para que el agua las hinchara y el casco se hiciera impermeable. Se llenaron los abocardados de los tornillos con tarugos de madera. Entonces, llegó la parte que más le gustaba a Lorna.

Desde la primera vez que vio a Jens dibujando los planos, le pareció el movimiento más arrebatador que vio jamás. La herramienta sujeta con ambas manos, se torcía, se ladeaba y arremetía, con los hombros en ángulo oblicuo cambiando, y flexionándose mientras trabajaba con un amor tan genuino que Lorna jamás vio antes en nadie. Silbaba mucho y a menudo se ponía de cuclillas, examinando toda la longitud del barco con un ojo cerrado. Se balanceaba sobre las plantas de los pies entre las virutas de cedro tan rubias como su cabello y de las que parecía extraer su propia fragancia.

– Cuando era niño -dijo Jens-, mi padre me reprendía si intentaba dar por terminado un barco sin haberlo ajustado con el plano de mano antes de lijarlo. Mi papá… era un gruñón. En ocasiones, antes aún de comenzar a dibujar, cuando estábamos haciendo el molde, veía una sección que sobresalía y decía: "Tenemos que volver a trabajar sobre esa, chicos", y nosotros gemíamos, nos quejábamos y decíamos: "Vamos, papá, ya está bien". Pero ahora agradezco la buena fortuna de que nos hiciera repetir el trabajo hasta que estuviese bien. Este buque… esta belleza tendrá una línea tan pura que el viento no notará su presencia.

Lorna escuchaba, observaba y admiraba la fina articulación de los músculos en los brazos y los hombros de Jens cuando se movía. Sentía que podía estar eternamente observando a ese hombre construir barcos.

Le dijo:

– Esa vez que yo entré en la cocina, cuando estabas comiendo pastel y la señora Schmitt te pidió que picaras hielo para mí, te… te pusiste de cuclillas y lo picaste con esa picadora, y se te veía un poco entre la cintura y la camisa. Tenía la forma de un pez y yo no podía quitarle los ojos de encima. Tenías puestos unos pantalones negros y una camisa roja muy desteñida… recuerdo que pensé que era del color de una mancha vieja de tomate que había sido lavada muchas veces. Los tirantes cortaban esa parte de piel desnuda en la cintura y, mientras picabas, los trozos de hielo saltaban por encima de tu hombro al suelo. Por fin, obtuviste un trozo grande que tenías en el hueco de la mano, lo dejaste deslizar de tus dedos a mi vaso…, y te secaste las manos en los muslos. -Jens había dejado de dibujar y la miraba-. Mirarte manipular ese plano me produce el mismo efecto por dentro concluyó.

Sin hablar, dejó los elementos de dibujo, cruzó la habitación, la tomó en los brazos y la besó, llevándole el aroma, casi el sabor, del cedro.

Cuando levantó la cabeza, todavía tenía una expresión de asombro atónito.

– ¿Recuerdas todo eso?

– Lo recuerdo todo acerca de ti desde el primer instante en que nos conocimos.

– ¿Que tenía una camisa roja desteñida?

– Y que se te levantaba… aquí.

Lo tocó en la Y de los tirantes, trazando tres pequeños círculos con el dedo medio. -Eres una muchacha muy perversa, Lorna Diane. -Rió entre dientes-. Toma. -Le entregó un trozo de papel de lija-. Sé útil. Puedes ir lijando detrás de mí.

La muchacha sonrió y le besó la barbilla, y después prosiguieron juntos la tarea en el Lorna D, ese barco que simbolizaba el futuro de los dos.

Esas últimas semanas antes de que la familia regresara a la ciudad, Lorna fue con frecuencia al cuarto de Jens. Después de hacer el amor, yacían enlazados, murmurando en la oscuridad.

– Tomé una decisión -dijo Jens, una noche-. Cuando el Lorna D esté terminado, regresaré a la ciudad a trabajar en la cocina hasta la primavera.

– No. Tu lugar no está en la cocina.

– ¿Qué otra cosa puedo hacer?

– No sé, ya se nos ocurrirá algo.

Por supuesto que no se les ocurrió nada.

Los miembros del Club de Yates de White Bear amarraron las embarcaciones y se interesaron por la caza. Empezaron a aparecer patos y gansos salvajes en la cena, en el Rose Point Cottage. La segunda semana de septiembre, Levinia empezó a hacer la lista de lo que iba a dejar y de lo que se iba a llevar. En la tercera, una helada temprana mató todas las rosas. Gideon y sus amigos decidieron irse a una excursión de caza cinco días al río Brule, en Wisconsin, y Levinia anunció en la cena que a la mañana siguiente haría desaguar las cañerías y que todos tenían que tener sus cosas empaquetadas y estar listos para regresar a la ciudad por la tarde.